E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce



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Doctrina que me dio la Reina del cielo.
673. Hija mía, repite muchas veces en tu secreto el aprecio que debes hacer del beneficio de los trabajos, que la oculta providencia dispensa con justificación a los mortales. Estos son los juicios justi­ficados en sí mismos, y más estimables que las preciosas piedras y el oro, y más dulces que el panal de miel (Sal., 18, 10-11), para quien tiene concertado el gusto de la razón. Quiero, alma, que adviertas que padecer y ser trabajada la criatura sin culpa, o no, por ellas, es beneficio de que no puede ser digna sin grande misericordia del Altísimo; y el dar a padecer por sus culpas, aunque es misericordia, tiene mucho de justicia. Conforme a esto advierte ahora la común insania de los hijos de Adán, que todos quieren y apetecen regalos, beneficios y favores de su gusto sensibles, y se desvelan y trabajan por arrojar de sí lo penoso y prevenir que no les toque el dolor de los trabajos; y siendo así que su mayor dicha fuera buscarlos con diligencia sin merecerlos, la ponen toda en desviar lo que merecen, y sin lo que no pueden ser dichosos ni bienaventurados.
674. Si el oro huye de la hornaza, el hierro de la lima, el grano del molino y del trillo, las uvas de la prensa, todos serán inútiles y no se conseguirá el fin para que fueron criados. Pues ¿cómo se dejan engañar los mortales, suponiendo que estando llenos de feos vicios y abominaciones de culpas, sin la hornaza y sin la lima de los traba­jos, han de salir puros y dignos de gozar de Dios eternamente? Si cuando fueran inocentes no eran aptos ni beneméritos de conseguir el bien infinito y eterno por premio y por corona ¿cómo lo serán estando en tinieblas y en desgracia del mismo Dios? Y sobre todo esto los hijos de la perdición emplean todo su desvelo en conservarse indignos y enemigos de Dios y en arrojar de sí la cruz de los traba­jos, que son el camino para volver al mismo Dios, la luz del entendi­miento, desengaño de lo aparente, alimento de los justos, medio único de la gracia, precio de la gloria y sobre todo herencia legíti­ma de mi Hijo y mi Señor que eligió para sí y para sus electos, na­ciendo y viviendo siempre en trabajos y muriendo en Cruz.
675. Por aquí, hija mía, has de medir el precio del padecer, que los mundanos no alcanzan; porque son indignos de esta ciencia Divina, y como la ignoran la desprecian. Alégrate y consuélate en las tribu­laciones, y cuando el Altísimo se dignare de enviarte alguna, procu­ra tú salirle al encuentro, para recibirla como bendición suya y prenda de su amor y gloria. Dilata tu corazón con la magnanimidad y cons­tancia, para que en la ocasión del padecer seas igual y la misma que eres en lo próspero y en los propósitos; y no cumplas con tristeza lo que prometes con alegría (2 Cor., 9, 7); porque el Señor ama a quien es el mis­mo en dar y en ofrecer. Sacrifica, pues, tu corazón y potencias en holocausto de paciencia y cantarás con cánticos nuevos de alegría y alabanza las justificaciones del Altísimo, cuando en el lugar de tu peregrinación te señalare y tratare como suya con la señal de su amistad, que son los trabajos y cruz de las tribulaciones.
676. Advierte, carísima, que mi Hijo Santísimo y yo deseamos tener entre las criaturas alguna alma de las que han llegado al cami­no de la cruz, a quien pudiésemos enseñar ordenadamente esta Divi­na ciencia, y desviarla de la sabiduría mundana y diabólica, en que los hijos de Adán con ciega porfía se quieren adelantar y arrojar de sí la saludable disciplina de los trabajos. Si quieres ser nuestra discípula entra en esta escuela, donde sólo se enseña la doctrina de la Cruz, y busca en ella el descanso y las delicias verdaderas. Con esta sabiduría no se compadece el amor terreno de los deleites sen­sibles y riquezas; no la vana ostentación y pompa que fascina los flacos ojos de los mundanos, codiciosos de la honra vana, de lo precioso y grande que lleva tras de sí la admiración de los ignoran­tes. Tú, hija mía, ama y elige para ti la mejor parte y ser de las ocul­tas y olvidadas del mundo. Madre era yo del mismo Dios Humanado y Señora por esta parte de todo lo criado con mi Hijo Santísimo, pero fui poco conocida, y Su Majestad muy despreciado de los hombres; y si no fuera esta doctrina la más estimable y segura, no la ense­ñáramos con ejemplo y con palabras: ésta es la luz que luce en las ti­nieblas (Jn., 1, 5), amada de los escogidos y aborrecida de los réprobos.
CAPITULO 17

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