E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce



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De la atención y cuidado que María santísima tenía con su preñado y algunas cosas que le sucedieron con él.
180. Luego que nuestra Reina y Señora volvió en sus sentidos de aquel éxtasis que tuvo en la concepción del Verbo eterno huma­nado, se postró en tierra y le adoró en su vientre, como queda dicho en el capítulo 12, núm. 152. Esta adoración continuó toda su vida, comenzándola cada día a media noche, y hasta la otra siguiente solía repetir las genuflexiones trescientas veces y más, si tenía opor­tunidad, y en esto fue más diligente los nueve meses de su divino preñado. Y para cumplir con plenitud las nuevas obligaciones en que se hallaba, sin faltar a las de su estado, con el nuevo depósito del eterno Padre que tenía en su virginal tálamo, puso toda su aten­ción sobre muchas y fervorosas peticiones para guardar el tesoro del cielo que se le había fiado. Dedicó para esto de nuevo su alma santísima y sus potencias, ejercitando todos los actos de las virtudes en grado tan heroico y supremo, que causaba nueva admiración a los mismos Ángeles. Dedicó también y consagró todas las demás acciones corporales para obsequio y servicio del Dios y hombre infante que traía en su virgíneo cuerpo. Si comía, dormía, trabajaba y des­cansaba, todo lo encaminaba a la nutrición y conservación de su dulcísimo Hijo y en todas estas obras se enardecía en amor divino.
181. El día siguiente a la encarnación se le manifestaron en forma corpórea los mil Ángeles que la asistían y con profunda hu­mildad adoraron en el vientre de la Madre a su Rey humanado, y a ella la reconocieron de nuevo por Reina y Señora y la dieron debido culto y reverencia y la dijeron: Ahora, Señora, sois la verdadera arca del testamento que encerráis al mismo Legislador y la ley y guardáis el maná del cielo, que es nuestro pan verdadero. Recibid, Reina nuestra, la enhorabuena de vuestra dignidad y suma dicha, que por ella engrandecemos al Altísimo, porque justamente os eli­gió por su Madre y tabernáculo. Ofrecémonos de nuevo a vuestro obsequio y servicio, para obedeceros como vasallos y siervos del Rey supremo y todopoderoso, de quien sois Madre verdadera.— Este ofrecimiento y nueva veneración de los Santos Ángeles renovó en la Madre de la sabiduría incomparables efectos de humildad, agradecimiento y amor divino. Porque en aquel prudentísimo cora­zón, donde estaba el peso del santuario para dar a todas las cosas el valor y precio que se debe, hizo gran ponderación el verse reverenciada y reconocida por Señora y Reina de los espíritus angélicos; y aunque era más el verse Madre del mismo Rey y Señor de todo lo criado, pero todos estos beneficios y dignidad se le manifestaban más por las demostraciones y obsequio de los Santos Ángeles.
182. Cumplían ellos estos ministerios como ejecutores y minis­tros (Heb 1, 14) de la voluntad del Altísimo y, cuando su Reina y Señora nues­tra estaba sola, todos la asistían en forma corpórea y la servían en sus acciones y ocupaciones corporales, y si trabajaba de manos la administraban lo que era necesario. Si acaso comía alguna vez en ausencia de San José, la servían de maestresalas en su pobre mesa y humildes manjares. A cualquiera parte la acompañaban y hacían escolta y en el servicio de San José la ayudaban. Y con todos estos favores y socorros no se olvidaba la divina Señora de pedir licencia al Maestro de los maestros para todas las acciones y obras que había de hacer y pedirle su dirección y asistencia. Tan acertados y tan bien gobernados eran todos sus ejercicios con la plenitud que sólo el mismo Señor puede comprender y ponderar.
183. A más de esta enseñanza ordinaria en el tiempo que tuvo en su vientre santísimo al Verbo humanado, sentía su presencia divina por diversos modos, todos admirables y dulcísimos. Unas veces se le manifestaba por visión abstractiva, como arriba he dicho (Cf. supra p. I n. 229, 237, 312, 383, 389, 734, 742; p. II n. 6-8). Otras le conocía y veía en el modo que estaba en su virginal templo, unido hipostáticamente a la naturaleza humana. Otras se le manifestaba la humanidad santísima como si por un viril cristalino la mirara, sirviendo para esto el mismo vientre y cuerpo purísimo materno, y este género de visión era de especial consuelo y jubilo para la gran Reina. Otras veces conocía que de la divinidad resul­taba en él cuerpo del niño Dios algún influjo de la gloria de su alma santísima, con que le comunicaba algunos efectos de bienaventu­rado y glorioso, especialmente la claridad y luz que del cuerpo na­tural del Hijo resultaba en la Madre con un ilapso inefable y divino. Y este favor la transformaba toda en otro ser, inflamando su cora­zón y causando en toda ella tales efectos, que ninguna capacidad de criaturas los puede explicar. Extiéndase y dilátese el juicio más le­vantado de los supremos serafines y quedará oprimido de esta glo­ria (Prov 25, 27), porque toda esta divina Reina era un cielo intelectual y ani­mado y en ella sola estaba epilogada la grandeza y gloria que no pueden abarcar ni ceñir los dilatados fines de los mismos cielos (3 Re 8, 27).
184. Alternábanse y sucedíanse estos beneficios y otros con los ejercicios de la divina Madre, con la variedad y diferencia de opera­ciones que ejercitaban, unas espirituales, otras manuales y corpora­les; unas en servir a su esposo, otras en beneficio de los prójimos; y todo esto junto y gobernado por la sabiduría de una doncella hacía armonía admirable y dulcísima para los oídos del Señor y admira­ble para todos los espíritus angélicos. Y cuando entre esta variedad quedaba la Señora del mundo más en su natural estado, porque así lo disponía el Altísimo, padecía un deliquio causado de la fuerza y violencia de su mismo amor; porque con verdad pudo decir lo que por ella dijo Salomón en nombre de la esposa: Socorredme con flores, porque estoy enferma de amor (Cant 2, 5); y así sucedía que con la herida penetrante de esta dulcísima flecha llegaba al extremo de la vida, pero luego la confortaba el brazo poderoso del Altísimo por modo sobrenatural.
185. Y tal vez para darla algún aliento sensible, por el mismo imperio del Señor venían a visitarla muchas avecillas, y como si tu­vieran discurso la saludaban con sus meneos y la daban concertadí­sima música a coros y aguardaban su bendición para despedirse de ella. Señaladamente sucedió esto luego que concibió al Verbo divi­no, como dándole la enhorabuena de su dignidad, después que lo hicieron los Santos Ángeles. Y este día les habló la Señora de las criaturas, mandando a diversos géneros de aves que con ella esta­ban reconociesen a su Criador, y en agradecimiento del ser y hermo­sura que las había dado, y de su conservación, le cantasen y alaba­sen. Y luego la obedecieron como a Señora y de nuevo hicieron coros y cantaron con muy dulce armonía y humillándose hasta el suelo hicieron reverencia al Criador y a su Madre, que le tenía en su vientre. Solían otras veces traerle flores en los picos y se las ponían en las manos, aguardando que les mandase cantar o callar a su voluntad. También sucedía que con las inclemencias de los tiempos venían algunas avecillas al amparo de su divina Señora, y Su Alteza las admitía y sustentaba con admirable afecto de su ino­cencia y glorificando al Criador de todo.
186. Y no debe extrañar nuestra tibia ignorancia estas maravi­llas, pues aunque la materia en que se obraban pudiera estimarse por pequeña, pero las obras del Altísimo todas son grandes y vene­rables en sus fines, y también eran grandiosas las obras de nuestra prudentísima Reina en cualquiera materia que las hiciese. ¿Y quién hay tan ignorante o temerario que no conozca cuán digna acción de la criatura racional es conocer la participación del ser de Dios y de sus perfecciones en todas las criaturas, buscarle y hallarle, bendecirle y magnificarle en todas ellas, por admirable, poderoso, liberal y santo, como lo hacía la santísima María, sin haber tiempo ni lugar ni criatura visible que para ella fuese ociosa? ¿Y cómo también no se confundirá nuestro ingratísimo olvido? ¿Cómo no se ablandará nuestra dureza? ¿Cómo no se encenderá nuestro tibio co­razón, hallándonos reprendidos y enseñados de las criaturas irra­cionales, que sólo por aquella participación de su ser recibido de ser Dios le alaban sin ofenderle y los hombres que han participado la imagen y semejanza del mismo Dios, con capacidad de conocerle y gozarle eternamente, le olvidan sin conocerle, si le conocen no le alaban y sin quererle servir le ofenden? Con ningún derecho se han de preferir éstos a los animales brutos, pues vienen a ser peores que ellos (Sal 48, 13; 21).

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