E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce



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CAPITULO 16
La jornada de María santísima a visitar a Santa Isabel y la entrada en casa de Zacarías.
200. Levantándose en aquellos días —dice el texto sagrad (Lc 1, 39)— María santísima caminó con mucha diligencia a las montañas y ciu­dad de Judá. Este levantarse nuestra divina Reina y Señora no fue sólo disponerse exteriormente y partir de Nazaret a su jornada, por­que también significa el movimiento de su espíritu y voluntad con que por el divino impulso y mandato se levantó interiormente de aquel humilde retiro y lugar que con su mismo concepto y estima­ción tenía. De allí se levantó como de los pies del Altísimo, cuya voluntad y beneplácito esperaba para cumplirle, como la más hu­milde sierva que dijo David (Sal 122, 2) tiene puestos los ojos en las manos de su señora, aguardando que la mande. Y levantándose con la voz del Señor encaminó su afecto dulcísimo a cumplir su voluntad santí­sima, en apresurar sin dilación la santificación del Precursor del Verbo humanado, que estaba en el vientre de Isabel como encarce­lado con las prisiones del primer pecado. Este era el término y el fin de esta feliz jornada; para él se levantó la Princesa de los cielos y caminó con la presteza y diligencia que dice el evangelista san Lucas.
201. Dejando, pues, la casa de sus padres y olvidando su pue­blo (Sal 44, 11), tomaron el camino los castísimos esposos María y José y le enderezaron a casa de San Zacarías en las montañas de Judea, que dis­taba veintisiete leguas de Nazaret, y gran parte de él era áspero y fra­goso para tan delicada y tierna doncella. Toda la comodidad para tan desigual trabajo era un humilde jumentillo, en que comenzó y prosiguió el viaje; y aunque iba destinado sólo para su alivio y ser­vicio, pero la más humilde y modesta de las criaturas se apeaba de él muchas veces y rogaba a su esposo San José partiesen el trabajo y co­modidad y que fuese el Santo con algún alivio, sirviéndose de la bestezuela para esto. Nunca lo admitió el prudente esposo y, por con­descender en algo con los ruegos de la divina Señora, consentía que algunos ratos fuese con él a pie, mientras le parecía lo podía sufrir su delicadeza, sin fatigarse demasiado, y luego con gran decoro y re­verencia la pedía no rehusase el admitir aquel pequeño alivio, y la Reina celestial obedecía, prosiguiendo a caballo lo restante.
202. Con estas humildes competencias continuaban sus jornadas María santísima y San José, y en ellas distribuían el tiempo sin dejar ocioso sólo un punto. Caminaban en soledad, sin compañía de cria­turas humanas, pero asistíanlos en todo los mil ángeles que guar­daban el lecho de Salomón (Cant 3, 7), María santísima, que aunque iban en forma visible sirviendo a su gran Reina y a su Hijo santísimo en su vientre, sola ella los veía; y atendiendo a los Ángeles y a San José su es­poso, caminaba la Madre de la gracia, llenando los campos y los montes de fragancia suavísima con su presencia y con los divinos loores en que sin intervalo alguno se ocupaba. Unas veces hablaba con sus Ángeles y alternativamente hacían cánticos divinos, con mo­tivos diferentes de los misterios de la divinidad y de las obras de la creación y encarnación, con que de nuevo se enardecía en divinos afectos el cándido corazón de la purísima Señora. Y a todo esto ayu­daba San José su esposo con el templado silencio que guardaba, re­cogiendo su espíritu en sí mismo con alta contemplación y dando lugar para que, a su entender, hiciera lo mismo su devota esposa.
203. Otras veces hablaban los dos y conferían muchas cosas de la salud de sus almas y de las misericordias del Señor, de la venida del Mesías y de las profecías que de él estaban anunciadas a los an­tiguos padres, y otros misterios y sacramentos del Altísimo. Suce­dió en este viaje una cosa admirable para el santo esposo José: amaba tiernamente a su esposa con el amor santo y castísimo, orde­nado (Cant 2, 4) con especial gracia y dispensación del mismo amor divino; y a más de este privilegio era el Santo, por otro no pequeño, de con­dición nobilísima, cortés, agradable y apacible; y todo esto obraba en él una solicitud prudentísima y amorosa a que le movía desde el principio la misma santidad y grandeza, que conocía en su divina es­posa, como objeto próximo de aquellos dones del cielo. Con esto iba el Santo cuidando de María santísima y preguntándole muchas veces si se fatigaba y cansaba y en qué la podía aliviar y servir. Pero como ya la Reina del cielo llevaba en su tálamo virginal el divino fuego del Verbo humanado, sentía el Santo José —ignorando la causa— nuevos efectos en su alma por las palabras y conversación de su amada esposa, con que se reconocía más inflamado en el amor di­vino y con altísimo conocimiento de estos misterios que hablaban, con una llama interior y nueva luz que le espiritualizaba y le reno­vaba todo. Y cuanto más proseguían el camino y las pláticas celes­tiales, tanto más crecían estos favores, de que conocía ser instru­mento las palabras de su esposa que penetraban su corazón e infla­maban la voluntad al divino amor.
204. Era tan grande esta novedad, que no pudo dejar de atender mucho a ella el discreto esposo San José; y aunque conoció le venía todo por medio de María santísima, y con la admiración se consolara con saber la causa e inquirirla sin curiosidad, con todo esto por su gran modestia no se atrevió a preguntarle cosa alguna, disponiéndolo así el Señor, porque no era tiempo de que conociese entonces el sacra­mento del Rey, que en el vientre virginal estaba escondido. Miraba la divina Princesa a su esposo, conociendo todo cuanto pasaba en el secreto de su pecho, y discurriendo con su prudencia se le repre­sentó que naturalmente era forzoso venir a manifestarse su preñado sin podérselo ocultar a su carísimo y castísimo esposo. No sabía entonces la gran Señora el modo con que Dios gobernaría este sacramentó; pero aunque no había recibido orden ni mandato suyo para que le ocultase, su divina prudencia y discreción la enseñaron cuan bueno era esconderle como sacramento grande y el mayor de todos los misterios; y así le tuvo oculto y secreto sin hablar palabra de él con su esposo, ni en esta ocasión, ni antes en la anunciación del Ángel, ni después en los cuidados que adelante diremos (Cf. infra n. 375-394), cuando llegó el caso de conocer el Santo José el preñado.
205. ¡Oh discreción admirable y prudencia más que humana! Dejóse toda la gran Reina en la Divina Providencia, esperando lo que disponía, pero sintió algún cuidado y pena, previniendo la que su es­poso santo podía recibir, y considerando que no podía anticipada­mente sacarle de ella o divertirla. Y crecíale más este cuidado, aten­diendo al que tenía el santo en servirla y en cuidar de ella con tanto amor y solicitud, a que se debía igual correspondencia en todo lo que prudentemente fuera posible. Por esto hizo especial oración al Señor, representándole su cuidadoso afecto y deseos del acierto, y el que San José había menester en la ocasión que esperaba, pidiendo para todo la asistencia y dirección divina. Y con esta suspensión ejercitó Su Alteza grandes y heroicos actos de fe, esperanza, caridad, prudencia, humildad, paciencia y fortaleza, dando plenitud de santi­dad a todo lo que se ofrecía; porque en cada cosa obraba lo más perfecto.
206. Esta jornada fue la primera peregrinación que hizo el Ver­bo humanado en el mundo, cuatro días después de haber entrado en él; que no pudo sufrir mayor dilación ni tardanza su ardentísimo amor en comenzar a encender el fuego que venía a derramar en él (Lc 12, 49), dando principio a la justificación de los mortales en su divino pre­cursor. Y esta presteza comunicó a su Madre santísima, para que con festinación se levantase y fuese a visitar a Isabel. Y la diviní­sima Señora sirvió en esta ocasión de carroza al verdadero Salomón, pero más rica, más adornada y ligera que la del primero, a que la comparó el mismo Salomón (Cant 3, 9-10) en sus Cantares; y así fue más gloriosa esta jornada y con mayor júbilo y magnificencia del Unigénito del Padre, porque caminaba con descanso en el tálamo virginal de su Madre y gozando de sus delicias amorosas, con que le adoraba, le bendecía, le miraba, le hablaba, le oía y respondía, y sola ella, que entonces era el archivo real de este tesoro y la secretaria de tan mag­nífico sacramento, le veneraba y agradecía por sí y por todo el linaje humano, mucho más que los hombres y los ángeles juntos.
207. En el discurso del camino, que les duró cuatro días, ejer­citaron los peregrinos María santísima y José, no sólo las virtudes que miran a Dios como objeto y otras interiores, pero muchos actos de caridad con los prójimos; porque no podía estar ociosa en pre­sencia de los necesitados de socorro. No hallaban en todas las po­sadas igual acogida, porque algunos como rústicos los despedían dejados en su natural inadvertencia, otros los admitían con amor movidos de la divina gracia. Pero a ninguno negaba la Madre de la misericordia la que podía ejercitar con él, y para esto iba cuidadosa si decentemente podía visitar o topar pobres, enfermos y afligidos, y a todos los socorría y consolaba, o sanaba de sus dolencias. No me detengo en referir todos los casos que en esto sucedieron. Sólo digo la buena dicha de una pobre doncella enferma que topó nuestra gran Reina en un lugar por donde pasaba el día primero del viaje. Viola Su Majestad y movióla a ternura y compasión la enfermedad, que era gravísima; y usando de la potestad de Señora de las criatu­ras, mandó a la fiebre que dejase a aquella mujer y a los humores que se compusiesen y ordenasen, reducidos a su natural estado y tem­peramento. Y con este mandato y la dulcísima presencia de María purísima, quedó al punto la enferma libre y sana de su dolencia en el cuerpo y mejorada en el espíritu; y después fue creciendo hasta llegar a ser perfecta y santa, porque le quedó estampada en el pecho la memoria y las especies imaginarias de la autora de su bien, y en el corazón le quedó un íntimo amor, aunque no vio más a la divina Señora, ni se divulgó el milagro.
208. Prosiguiendo sus jornadas llegaron María santísima y San José su esposo el cuarto día a la ciudad de Judá, que era donde vivían Isabel y Zacarías. Y éste era el nombre propio y particular de aquel lugar, donde a la sazón vivían los padres de San Juan, y así lo espe­cificó el evangelista San Lucas llamándola Judá (Lc 1, 39); aunque los expo­sitores del Evangelio comúnmente han creído que este nombre no era propio de la ciudad donde vivían Isabel y Zacarías, sino común de aquella provincia que se llama Judá o Judea, como también por esto se llamaban montañas de Judea aquellos montes que de la parte austral de Jerusalén corren hacia el mediodía. Pero lo que a mí se me ha manifestado es que la ciudad se llamaba Judá y que el evan­gelista la nombró por su propio nombre, aunque los doctores y ex­positores han entendido por el nombre de Judá la provincia a donde pertenecía. Y la razón de esto ha resultado de que aquella ciudad que se llamaba Judá se arruinó por años después de la muerte de Cristo Señor nuestro, y como los expositores no alcanzaron la me­moria de tal ciudad, entendieron que San Lucas por nombre Judá había dicho la provincia y no el lugar, y de aquí ha resultado la va­riedad de opiniones sobre cuál era la ciudad donde sucedió la visi­tación de María santísima a Santa Isabel.
209. Y porque la obediencia me ha ordenado que declare más exactamente este punto por la novedad que puede causar y habiendo hecho lo que sobre esto se me ha mandado, digo que la casa de San Zacarías y Santa Isabel, donde sucedió la visitación, fue en el mismo pues­to donde ahora son venerados estos misterios divinos por los fieles y peregrinos que acuden o viven en los Santos Lugares de Palestina. Y aunque la ciudad de Judá, donde estaba la casa de Zacarías, fue derruida, no permitió el Señor que se olvidase y borrase la memoria de tan venerables lugares donde tantos misterios se habían obrado, quedando consagrados con las plantas de María santísima, de Cristo Señor nuestro y del San Juan Bautista y sus santos padres. Y así tuvieron luz divina los antiguos fieles que edificaron aquellas iglesias y repararon los Lugares Santos para conocer con ella y con alguna tradición la verdad de todo y renovar la memoria de tan admirables sacramen­tos, y que gozásemos del beneficio de venerarlos y adorarlos los fieles que ahora vivimos, protestando y confesando la fe católica en los lugares sagrados de nuestra redención.
210. Para mayor noticia de esto se advierta que el demonio, des­pués que en la muerte de Cristo Señor nuestro conoció que era Dios y Redentor de los hombres, pretendió con increíble furor borrar la memoria, como dice Jeremías (Jer 11, 19), de la tierra de los vivientes, y lo mismo de su Madre santísima. Y así, procuró una vez que se ocul­tase y soterrase la santísima cruz, otra que fuese cautiva en Persia, y con este intento procuró que fuesen arruinados y extinguidos mu­chos de los Lugares Santos. De aquí resultó que los Ángeles Santos trasladasen tantas veces la venerable y santa casa de Loreto; porque el mismo dragón que perseguía a esta divina Señora (Ap 12, 13), tenía ya re­ducidos los ánimos de los moradores de la tierra para que extin­guiesen y arruinasen aquel sagrado oratorio que había sido la oficina donde se obró el altísimo misterio de la encarnación. Y por esta misma astucia del enemigo se arruinó la antigua ciudad de Judá, ya por negligencia de los moradores que se fueron acabando, ya por desgracias e infortunos sucesos; aunque no dio lugar el Señor para que pereciese y se arruinase del todo la casa de San Zacarías, por los sacramentos que allí se habían celebrado.
211. Distaba esta ciudad, como he dicho, veintisiete leguas de Nazaret, y de Jerusalén dos leguas poco más o menos, hacia la parte donde tiene su principio el torrente Sorec en las montañas de Judea. Y después del nacimiento de San Juan Bautista y despedidos María santísima y San José para volverse a Nazaret, tuvo Santa Isabel una revelación di­vina que amenazaba de próximo una gran ruina y calamidad para los niños de Belén y su comarca. Y aunque esta revelación fue con esta generalidad, sin más claridad ni especificación, movió a la ma­dre de San Juan Bautista para que con Zacarías su marido se retirase a Hebrón, que estaba ocho leguas poco más o menos de Jerusalén, y así lo hicieron; porque eran ricos y nobles, y no sólo en Judá y en Hebrón pero en otros lugares tenían casas y hacienda. Y cuando María santísima y San José, huyendo de Herodes, se fueron peregrinando a Egipto (Mt 2, 14), algunos meses después de la natividad del Verbo y más de la del San Juan Bautista, entonces Santa Isabel y San Zacarías estaban en Hebrón; y San Zacarías murió cuatro meses después que nació Cristo Señor nuestro, que serían diez después del nacimiento de su hijo San Juan Bautista. Esto me parece suficiente ahora para declarar esta duda, y que la casa de la visitación ni fue en Jerusalén, ni en Belén, ni en Hebrón, sino en la ciudad que se llamaba Judá. Y así lo he entendido con la luz del Señor que los demás misterios de esta divina Historia, y des­pués de nuevo me lo declaró el Santo Ángel en virtud de la nueva obediencia que tuve para preguntárselo otra vez (Nota de la autora al margen de este número: "Algunos mapas de Palestina señalan esta ciudad de Judá en este lugar, que dice en los orígenes del río Sodec; y con lo que dice en esta declaración se responde derechamente a Juliano y Porfirio, herejes, que redar­guyeron al Evangelista San Lucas de mal historiador, pues fue tan exacto declarando el nombre de la ciudad de la casa de San Zacarías. Véanse los expositores y especialmente la His­toria de la Tierra Santa del Padre Cuaresmio, libro VI, cap. 2 y en los siguientes". Cf. Quaresmius, F. Histórica, theologica et moralis Terrae Sanctae elucidatio, Antverpiae 1639.
212. A esta ciudad de Judá y casa de Zacarías llegaron María san­tísima y San José. Y para prevenirla se adelantó algunos pasos el santo esposo, y llamando saludó a los moradores, diciendo: El Señor sea con vosotros, y llene vuestras almas de su divina gracia.—Estaba ya prevenida Santa Isabel, porque el mismo Señor la había revelado que María de Nazaret su deuda partía a visitarla; aunque sólo había conocido por esta visión cómo la divina Señora era muy agradable en los ojos del Altísimo, pero el misterio de ser Madre de Dios no se le había revelado hasta que las dos se saludaron a solas. Pero salió luego Santa Isabel con algunos de su familia a recibir a María santí­sima, la cual previno en la salutación, como más humilde y menor en años, a su prima, y la dijo: El Señor sea con Vos, prima y carí­sima mía.—El mismo Señor, respondió Isabel, os premie el haber venido a darme este consuelo.—Con esta salutación subieron a la casa de Zacarías, y retirándose las dos primas a solas, sucedió lo que diré en el capítulo siguiente.

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