E la vida y sacramentos de la reina del cielo, y lo que el altísimo obro en esta pura criatura desde su inmaculada con­cepción hasta que en sus virgíneas entrañas tomo carne huma­na el verbo, y los favores que la hizo en estos primeros quin­ce



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Doctrina que me dio la misma Reina y Señora nuestra.
435. Hija mía muy amada, quiero que muchas veces sea reno­vada en ti la ciencia del Señor y que tenga ciencia de voz (Sab 1, 7) en ti, para que conozcas y conozcan los mortales el peligroso engaño y perverso juicio que hacen, como amadores de la mentira (Sal 4, 3), en las cosas temporales y visibles. ¿Quién hay de los hombres que no esté comprendido en la fascinación de la desmedida codicia (Sab 4, 12)? Todos comúnmente ponen su confianza en el oro y en los bienes témporales, y para acrecentarlos emplean todo el cuidado en las fuerzas humanas; con que en este afán ocupan la vida y tiempo que les fue dado para merecer la felicidad y descanso eterno. Y de tal manera se entregan a este penoso laberinto y desvelo, como si no conocieran a Dios ni su Providencia, porque no se acuerdan de pedirle lo que desean, ni tampoco lo apetecen de manera que lo pidan y lo esperen de su mano. Y así lo pierden todo, porque lo fían de la solicitud de la mentira y del engaño, en que libran el efecto de sus deseos terre­nos. Esta ciega codicia es raíz de todos los males (1 Tim 6, 10), porque en castigo suyo, indignado el Señor de tanta perversidad, deja a los mortales que se entreguen a tan fea y servil esclavitud y se endurezcan las voluntades. Y luego por mayor castigo aparta el Altísimo de ellos su vista, como de objetos aborrecibles, y les niega su paternal protec­ción, que es la última desdicha en la vida humana.
436. Y aunque es verdad que de los ojos del Señor nadie se puede esconder (Sal 138, 7ss), pero cuando los prevaricadores y enemigos de su ley le desobligan, de tal manera aleja de ellos su amorosa vista y atención de su providencia, que vienen a quedar en manos de su propio deseo (Sal 80, 13) y no consiguen ni alcanzan los efectos del paternal cuidado que tiene el Señor de aquellos que ponen toda su confianza en Él. Los que la ponen en su propia solicitud y en el oro que tocan y sienten, cogen el efecto de aquello que esperaban. Pero lo que dista el ser divino y su poder infinito de la vileza y limitación de los mor­tales, tanto distan los efectos de la humana codicia de los de la pro­videncia del Altísimo, que se constituye por amparo y protección de los humildes que fían en Él; porque a éstos mira Su Majestad con amor y caricia, regalase con ellos, pónelos en su pecho y atiende a todos sus deseos y cuidados. Pobres éramos mi santo esposo José y yo, y padecimos a tiempos grandes necesidades, pero ninguna fue poderosa para que en nuestro corazón entrase el contagio de la ava­ricia ni codicia. Sólo cuidábamos de la gloria del Altísimo, dejándo­nos a su fidelísimo y amoroso cuidado; y de esto se obligó tanto, como has entendido y escrito, pues por tan diversos modos reme­diaba nuestra pobreza, hasta mandar a los espíritus angélicos que le asisten nos proveyesen y preparasen la comida.
437. No quiero decir en esto que los mortales se dejen con ocio­sidad y negligencia, antes es justo que trabajen todos, y en no ha­cerlo hay también su vicio muy reprensible. Pero ni el ocio ni el cuidado han de ser desordenados, ni la criatura ha de poner su con­fianza en su propia solicitud, ni ésta ha de ahogar ni impedir el amor divino, ni ha de querer más de lo que basta para pasar la vida con templanza, ni se ha de persuadir que para conseguirlo le faltará la Providencia de su Criador, ni cuando le pareciere a la criatura que tarde se ha de afligir ni desconfiar. Ni tampoco el que tiene abun­dancia ha de esperar en ella (Eclo 31, 8), ni entregarse al ocio para olvidarse que es hombre sujeto a la pena del trabajar. Y así la abundancia como la pobreza se han de atribuir a Dios, para usar de ellas santa y ordenadamente en gloria del Criador y gobernador de todo. Si los hombres se gobernasen con esta ciencia, a nadie faltaría la asistencia del Señor, como de Padre verdadero, y no fuera de escándalo al pobre la necesidad, ni al rico la prosperidad. De ti, hija mía, quiero la ejecución de esta doctrina; y aunque en ti la doy a todos, especial­mente la has de enseñar a tus súbditas, para que no se turben ni desconfíen por las necesidades que padecieren, ni sean desordenada­mente solícitas de la comida y vestido (Mt 6, 25), sino que confíen del Muy Alto y se dejen a su Providencia; porque si ellas le corresponden en el amor, yo las aseguro que jamás les faltará lo que hubieren menes­ter. También las amonesta a que siempre sean sus conversaciones (1 Pe 1, 15) y pláticas en cosas divinas y santas y en alabanza y gloria del Señor, según la doctrina de sus maestros y Escrituras y santos libros, para que su conversación sea en los cielos (Flp 3, 20) con el Altísimo, y conmigo que soy su madre y prelada, y con los espíritus angélicos, para que sean como ellos en el amor.
CAPITULO 7

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