El derecho administrativo


En primer lugar cabe aludir a la suspensión en via de recurso admi­nistrativo (art



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En primer lugar cabe aludir a la suspensión en via de recurso admi­nistrativo (art. 111 de la Ley de Régimen Juridico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). La regla general es que la interposición de cualquier recurso no suspenderá la ejecución del acto impugnado. No obstante, se admiten dos excepciones:
Que una disposición establezca lo contrario. Es el caso de las
suspens~ones automáticas de que hablaremos después.

2. Que lo acuerde el órgano a quien compéte resolver el recurso

Pde oficio o a solicitud del recurrente, previa ponderación, suficientemente

razonada, entre el perjuicio que causaría al interés público o a terceros

la suspensión y el perjuicio que se causa al recurrente como consecuencia

de la eficacia inmediata del acto recurrido, cuando concurra alguna de

las siguientes circunstancias: a) que la ejecución pudiera causar perjuicios

de imposible o difícil reparación; b) que la irnpagnación se fundamente

en alguna de las causas de nulidad de pleno derecho.

Si la suspensión no se alcanza en vía de recurso—y no es fácil con­

seguirla dada la restricción con que está regulada—se podrá intentar

de nuevo en la vía contenciosoadministrativa, si es que realmente el

interesado ha interpuesto el correspondiente recurso judicial. La Ley

de la Jurisdicción Contenciosoadmiriistrativa faculta a los Tribunales ·pa­



ra adoptar cualquier medida cautelar, ¿nclu¿da la suspens¿ón, cuando la

ejecución del acto pudiera hacer perder su finalidad legítima al recurso»

(art. 130.1). La suspensión se puede pedir y conceder, prévia caución

en su caso para responder de los daños y perjuicios que pudieran oca­

s~onarse por la misma, en cualquier momerito del proceso, pero se entien­

de concedida con sujeción a la cláusula rebus sic stantibas, por lo que

el Tribunal puede levantar la suspensión otorgada si varían las circuns­

tancias (arts. 56 y 57 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional

y 129 y siguientes de la Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa).

Hay también, como se dijo, supuestos de suspensiones automáticas:

Uno, y de suma importancia, era la suspensión prevista por la



Ley 62/1978, de Protección Jurisdiccional de los Derechos de la Persona.
Aqu~, la regla general era la suspensión, y la ejecución del acto recurrido, la excepción, pues~aquélla ·Aún más, en este proceso la interposición del recurso suspendía en todo caso la resolución admi~istrativa cuando se trate de sanciones pequniarias acor­dadas por la Ley de Seguridad Ciudadana» (arts. 7.4 y 7.5). Hoy sometida a las reglas generales de la tutela cautelar de los art~culos 129 y siguientes de la 1JCA.
La suspensión de ejecución de liqu¿dac¿ones tr¿butar¿as dentro del pro­cedimiento económicoadministrativo es posible y automática siempre y cuando el recurrente afiance el pago del importe de la deuda tributaria (art. 21 del Decreto Legislativo 2795/1980, de 12 de diciembre). Esta suspensión debe prolongarse—aunque la Ley no lo prevea expresamen­te—durante la tramitación del proceso contenciosoadministrativo pos­terior si se prestan las mismas garantías (Auto de 5 de noviembre de 1987).
En materia de sanc¿ones adm¿n¿strat¿vas, la jurisprudencia estimó des­pués de la Constitución que su naturaleza cuasipenal era incompatible con la ejecución antes de la resolución definitiva de los recursos inter­puestos. Sin embargo, esa Imea jurisprudencial ha ido debilitándose para quedar en una suspensión temporal limitada al tiempo que tarda en subs­tanciarse no todo el proceso, sino únicamente el incidente de suspensión planteado por el recurrente, en los términos que se verá en el capítulo sobre la potestad sancionadora. No obstante, la suspensión automática por la interposición del recurso se ha impuesto en algunas regulaciones disciplinares como en las sanciones a los jueces y magistrados (art. 44 de la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Poder Judicial), a los funcionarios policiales o del servicio público de seguridad ciudadana (arts. 8.3 y 28.4 de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, sobre Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado) y en materia de sanciones peni­tenciarias (art. 44.3, de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria).
Por último, ante el Tribunal Constitucional la suspensión de los actos administrativos viene impuesta por la propia Constitución cuando el Esta­do impugna ante el Tribunal Constitucional las disposiciones normativas y toda clase de resoluciones de las Comunidades Autónomas (art. 161.2). Se trata ciertamente de un arma poderosa en manos del Gobierno de la Nación que le permite frenar la eficacia de cualesquiera disposición o acto de una Comunidad Autónoma sin justificar la necesidad de la suspensión, lo que convierte ese privilegio en un instrumento sucedáneo de la falta de otros controles pol~ticos o administrativos. Asimismo, en
los procesos de amparo se reconoce a la Sala correspondiente la potestad de suspender, de oficio o a instancia del recurrente, la ejecución del acto de los poderes públicos por razón del cual se reclame el amparo constitucional cuando la ejecuc¿ón hub¿ere de ocas¿onpr un perju¿c¿o que har~a perder al amparo su final¿dad, salvó que de la suspensión pueda seguirse perturbación grave de los intereses generales, de los derechos fundamentales o libertades públicas ~ie un tercero (art. 56 de la Ley t Orgánica del Tribunal Constitucional).
Dentro del proceso contencioso se dan asimismo supuestos especiales como la suspensión de los actos de las Entidades Locales a requerimiento del Estado 0 de las Comunidades Autónomas, prevista en la Ley de Bases de Régimen Local de 1985. La regulación de esta Ley viene a sustituir las anteriores facultades gubernativas de suspensión directa de los actos de los Entes locales, que el Tribunal Constitucional consideró incompa­tibles con la autonom~a local (Sentencia de 2 de febrero de 1981).
El legislador distingue ahora hasta tres supuestos distintos de sus­pensión de los actos de los Entes locales a instancia del Estado o de las Comunidades Autónomas, dos a través del jucz y uno anticipado guber­nativamente y necesitado de conformidad judicial:
a) La suspensión puede pedirla el Estado o las Comunidades Autó­nomas en los términos ordinarios cuando un acto 0 acuerdo de una Entidad local infringe, simplemente, el ordenamiento jur~dico (art. 65).
b) Si el acto menoscaba las competencias del Estado o de las Comu­nidades Autónomas, interfiere en su ejercicio 0 excede de las competencias de la Entidad local que los dicta, además de la posibilidad de impugnación directa sin necesidad de requerimiento previo, se podrá pedir la suspensión del acto, petición que habrá de estar razonada en la integridad y efectividad del interés general o comunitario afectado, cn cuyo caso, si cl Tribunal la considera fundada, acordará la suspensión en el primer trámite sub­siguiente a la presentación de la impugnación: sin perjuicio de que el Tribunal a instancia de la Entidad local, oyendo a la Administración deman­dante, alce en cualquier momento la suspensión decretada, en caso de que de ella hubiere de derivarse perjuicio al interés local no justificado por las exigencias del interés estatal o comunitario hecho valer en la impug­nación (art. 66).
c) Finalmente, en el caso de que la Entidad local adoptara actos o acuerdos que atenten gravemente al interés general de España, el Dele­gado del Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Corporación y en el caso de no ser atendido, podrá suspenderlos por si mismo y adoptar las medidas pertinentes a la protección de dicho interés, debiendo impug­narlos en el plazo de diez dias desde la suspensión ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa (art. 67).
9. EL APREMIO SOBRE EL PATRIMONIO
El apremio sobre el patrimonio es el procedimiento más generalizado de eJecuc~ón de los actos administrativos. Se aplica al cobro de toda suerte de débitos frente a las administraciones públicas y no sólo para las deudas tributarias del Estado, como espec'ficamente ha sido concebido y diseñado. Incluso está prevista su utilización en favor de particulares cuando desempeñan actividades consideradas como públicas. Más dis­cutible por falta de ley que lo autorice es, sin embargo, su utilización por los concesionarios de servicios locales para el cobro de los precios o tasas de los servicios públicos, como prevé el artículo 128.4 del Regla­mento de Servicios de las Corporaciones Locales.
En el procedimiento de apremio interviene, como se dijo, el ~0ez en garant~a de determinados derechos fundamentales, lo que permite configurarlo como un procedimiento mixto judicialadministratiYo. En este sentido y para la protección del derecho a la inviolabilidad del domi­cilio (art. 18.2 de la Constitución: ·se requiere la autorización motivada del juez penal de instrucción: .corresponde también a los Juz­gados de Instrucción la autorización en resolución motivada para la entrada en los dom¿c~l~os y en los restantes edificios o lagares de acceso dependiente del consentimiento de su titular, cuando ello proceda para la ejecución forzosa de los actos de la Administración» (art. 87.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985).
Una segunda intervención judicial, articulada claramente en defensa de la propiedad, consistía, como hemos visto, en la constitución de una Mesa en los locales de los Juzgados para la subasta de los bienes inmue­bles, presidida por el juez y formada además por el secretario del Juzgado y el recaudador, quienes deberían dictar la providencia de adjudicación de los bienes al rematante (arts. 142 y ss. del Reglamento General de Recaudación, aprobado por Decreto de 14 de noviembre de 1968). Pero en la actualidad esta intervención judicial ha sido eliminada y sustituidos los jueces por los delegados de Hacienda (Real Decreto 1327/1986, de 13 de junio).
El procedimiento se inicia cuando existe un acto que oLligue al pago Je un~a car~tidad l~quida expidiéndose, en primer lugar, la correspondiente providencia de apremio por no haber sido atendido por el deudor en el plazo de pago voluntario.
En cuanto a la impugnación de la providencia de apremio, se admiten únicamente como motivos de oposición los siguientes: a) Pago; b) Pres­
~ cripción; c) Aplazamiento; d) Falta de notificación reglamentaria de la | liquidación; e) Defecto formal en la certificación o documento que inicie | el procedimiento; f) Omisión de la providencia de apremio (art. 137 | de la Ley General Tributaria).
| Una vez iniciada, la tramitación del procedimiento de apremio~ | se suspende en dos circunstancias: a) si se realiza el pago o se garantiza |.la deuda mediante aval bancario suficiente o se consigna su importe en la Caja General de Depósitos; b) «cuando se produzca reclamación por tercer¿a de dominio u otra acción de carácter civil se suspenderá el procedimiento de apremio en lo que se refiere a los derechos o bienes con­trovertidos, una vez que se haya llevado a efecto su embargo y anotación
~ prerentiva, en su caso, en el Registro público correspondiente» (art. 136 | de la Ley General Tributaria).
| Trámite fundamental es el aseguramiento del crédito a través de los | correspondientes embargos de bienes en cantidad suficiente para cubrir el importe total de la deuda más los recargos y costas que con pos­terioridad al primitivo acto se causen o puedan causarse, y que en el caso de bienes muebles pueden implicar la entrada en el domicilio del deudor, siendo necesaria la autorización judicial en los términos antes dichos. Para los inmuebles, el embargo se realiza mediante la corres­pondiente anotación preventiva en el Registro de la Propiedad.
El procedimiento termina con la subasta pública de los bienes tra­bados, a menos que se produzca reclamación por tercería de dominio que se substancia ante el juez civil. Si los bienes inmuebles no llegan a enajenarse en dos subastas sucesivas, podrán adjudicarse a la Hacienda en pago del crédito insatisfecho (art. 134 de la Ley General Tributaria).
l 10. LA MULTA COERCITIVA
| Este medio de ejecución consiste en la imposición de multas reiteradas I en el tiempo hasta doblegar la voluntad del obligado para cumplir el I mandato del acto administrativo de cuya ejecución se trata.
| Es una técnica importada del Derecho alemán, que denomina a las | multas coercitivas penas ejecutivas. Surgieron para compensar la falta ' de un delito de «desobediencia a las órdenes oficiales» y, en general, por la tradicional insuficiencia del sistema penal para servir de medio de coacción del Derecho administrativo, a pcsar de la definición de algu­nas incriminaciones sobre ciertas contravenciones administrativas. Esta
insuficiencia se palió de dos maneras: a) con la atribución a las autoridades administrativas de las contravenciones gubernativas y fiscales, si bien con clara conciencia de que se asignaban a la Administración funciones judi­ciales y, b) con la técnica de la pena ejecutiva o coactiva, que si no se hacía efectiva se sustituía por un arresto de duración limitada (FLEiNER)
Siguiendo el modelo germánico, la regulación de la multa coactiva viene a resaltar su diferencia respecto de las multas de Derecho penal afirmándose que aquélla no tiene carácter de pena con la grave con­secuencia de la inaplicación del principio non b¿s in ¿de». en relación con las multas sucesivas que implica esta técnica. En un claro exceso de dureza y autoritarismo se acepta, incluso, la compatibilidad de la multa cocrcitiva con otras sanciones penales o administrativas, lo que no adniitía siquiera la regulación alemana: dice a este efecto el artículo 99 de la Ley de Régimen Juridico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común—será independiente de las que puedan imponerse en concepto de sanc¿ón y compatible con ellas».
La multa coercitiva se sujeta por otra parte a un estricto principio de legalidad. No basta con que la ley autorice su establecimiento al poder reglamentario, sino que es necesario que la ley determine su forma y cuantía (en. contra de este criterio, la Sentencia de 22 de mayo de 1975 admite la validez de las multas cocrcitivas impuestas por Decreto de 3 de octubre de 1957).
Los supuestos en que procede la imposición de multas coercitivas son muy amplios, pues comprenden desde «los actos personalísimos en que no proceda la compulsión directa sobre las personas» o hasta aquellos otros «caya ejecución pueda el obligado encargar a otra persona» (art. 99 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­nistrativo Común). Este último supuesto carece, sin embargo, de jus­tificación; pues la prestación es fungible, no personalísima, lo lógico es acudir al sistema de ejecución subsidiaria, que garantiza una ejecución más rápida y responde mejor al principio de proporcionalidad que debe presidir la elección y utilización de todos los medios de ejecución forzosa, en la medida en que no echa sobre el obligado nuevas cargas, perfec­tamente innecesarias para conseguir el fin perseguido (GARCIA DE ENTERRIA).
En cualquier caso, la multa cocrcitiva sólo es aplicable en la fase de ejecución de un acto administrativo. No es hcita, pues, su utilización en actuaciones inspectoras para doblegar la voluntad del inspeccionado y obligarle a declarar en su contra o a facilitar documentos o pruebas
que le comprometan, como ocurre en materia fiscal (art. 83.6 de la Ley General Tributaria). Y es que dicho precepto no sólo desnaturaliza el carácter ejecutorio de la multa coercitiva, sino que al propio tiempo infringe el derecho constitucional del administrado «a no.declarar contra sf mismo y a no confesarse culpable», que consagra el artículo 24 de la Constitución. En otras palabras, la multa cocrcitiva actuada en un expe­diente sancionador equivale a una suerte de coacción, de amenaza eco­nómica, para forzar a determinadas declaraciones. La misma inconsti­tucionalidad cabría predicar, obviamente, de cualquier ley por la que se atribuyese al juez penal el poder de imponer multas cocrcitivas para obligar a declarar o exhibir documentos comprometedores a los incul­pados en el proceso. De ahí que el Tribunal Supremo haya planteado la inconstitucionalidad del artículo 83.3.f) de la Ley General Tributaria, que tras la reforma operada por la Ley 10/1985, de 26 de abril, sanciona con multas de 25.000 a 1.000.000 de pesetas «la falta de aportación de pruebas y documentos contables o la negat¿va a su exhibición» ante los órganos de la inspección tributaria. No obstante, el Tribunal Constitu­cional ha admitido la validez de este precepto (Sentencia de 26 de abril de 1990).
LA COMPULSIÓN SOBRE LAS PERSONAS
L
Como último medio de ejecución de los actos administrativos, el ar­tículo 100 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común permite el empleo de la com­pulsión directa sobre las personas.
Ahora bien, ¿en qué consiste esa compulsión? La doctrina advierte que estas medidas de coerción directa pueden ser muy variadas, ya que van desde el simple impedimento de progresar en un determinado camino, de impedir la entrada en un lugar, hasta comportar el desplazamiento físico de una persona, pasando por su inmovilización para privarla i~íomentáneamente de su libertad 0 para someterla a determinadas medi­das sobre su cuerpo (operaciones, vacunaciones obligatorias) e incluso la agresión física con armas de fuego, cuando se trata de medidas extremas de policía como reacción frente a la violencia del que se niega a acatar l una orden o actúa él mismo con violencia frente a los agentes de la Administración.
La extrema gravedad de esta técnica, tal y como se desprende de los diversos modos en que puede manifestarse, obliga a postular que su aplicación sólo es lícita cuando los demás medios de ejecución no se corresponden en absoluto con la naturaleza de la situación creada,
aparte claro está de que «la ley e~cpresamente lo autor¿ce» (art. 100). Por ello leyes posteriores a la de Procedimiento Administrativo de 1958 incre­mentan las cautelas de su empleo y las medidas reparadoras de los eveii­tuales cxcesos? en hnea con la exigencia de que la compulsión sobre las personas se lleva a efecto «dentro del respeto debido a la persona humana y a los derechos fundamentales». Así, se establece el criterio del mmimo indispensable de la medida compulsoria, el de su proporcionalidad a las circunstancias, y se admite la impugnación de todas las disposiciones y actos de la Administración relacionados con estas medidas, tal y como dispone la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, sobre los Estados de Alarma, Excepción y Sitio (arts. 1 y 3).
La compulsión sobre las personas ha de actuarse_p~evio un acto formal y personal dEiD1imida~on.para el d.ebido curnplir~del acto u orden de cuya ejecución se trata. No obstante, cuando la compulsión actúa sobre un colectivo de personas, la orden previa se convierte en una acción de conminación que a veces se expresa de forma simbólica, como ocurre con las intimidaciones para la disolución de manifestaciones ilegales por medio de toques de corneta (art. 14 de la Ley de Orden Público, de 30 de julio de 1959).
12. LÍMITES Y CONTROL JUDICIAL DE LOS ACTOS

DE EJECUCIÓN. SU RECURRIBILIDAD: TERCERiAS



DE DOMINIO E IMPUGNACIÓN CONTENCIOSA
La doctrina ha destacado la importancia de que la ejecución se sitúe, como decía MAYER, en línea directa de continuación del acto adminis­trativo de que se trata sin transformar o alterar, por consiguiente, sus contenidos. De este principio general derivan determinados límites de la ejecución administrativa que, en principio, no tienen por qué ser diver­sos de los que rigen para la ejecución de las sentencias judiciales.
Entre los límites generales está, en primer lugar, el propio orden de los medios de ejecución y la improcedencia de actuar simultáneamen~
con var~os de ellos, aunque algunos puedan desembocar en otros (el reembolso de las costas en la ejecución subsidiaria puede desembocar en el apremio sobre el patrimonio), así como el principio de la pro­porcionalidad de las medidas de ejecución ya aludido, sin que en ningún caso la ejecutoriedad pueda suponer una agravación de la situación del ejecutado o configurarse como una sanción personal (GARciA DE ENTERRiA).
La ejecución no puede afectar a los derechos de terceros y? por tanto, es cuestión fundamental en toda ejecución administrativa o judicial el
alcance de las declaraciones formales del órgano ejecutor sobre cuestiones de propiedad y derechos reales, que en ningún caso pueden contradecir las titularidades acreditadas en el Registro de la Propiedad que están bajo la salvaguardia de los Tribunales. Los embargos y apremios deben limitarse estrictamente a los bienes del ejecutado, tal y como se desprende de las correspondientes inscripciones regístrales, sin que puedan exten­derse a otros inscritos a nombre de terceros, por muy fundadas sospechas que induzcan a pensar que es el ejecutado y no aquellos el verdadero titular de dichos bienes (art. 1 de la Ley Hipotecaria).
Justamente~g~ar~dar las titularidades de terc~eros no sujetas ~r~edimiento de ejecución se ha arbitrado, a imagen y semejanza de proceso civil, el incidente de tercería de dominio o de mejor derecho en la fase de ejecución administrativa. Esta reclamación de un tercero o tercería provoca la suspensión del procedimiento de apremio en lo
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~ que se refiere a los bienes y derechos controvertidos, una vez que se E haya llevado a efecto su embargo y anotación preventiva en el Registro público correspondiente (arts. 136 de la Ley General Tributaria y 34 de la Ley General Presupuestaria). La substanciación de la tercer~a tiene una primera fase en vía administrativa y otra ante el Juez civil a qujen en definitiva corresponde decidir las cuestiones ~de titularidadqo de mejor derecho, debiendo advertirse que, pese al intento del art~culo 34 de la
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Ley General Presupuestaria de limitar la suspensión del apremio que la tercería provoca a la fase administrativa, ésta debe mantenerse durante el proceso civil ulterior, pues la alteración de la situación posesoria y registral mientras éste se sustancia ha de considerarse una usurpación de funciones judiciales, constitucionalmente protegidas.
El Reglamento General de Recaudación distingue jos clases de ter­cerías: las de dominio, que se fundan en la titularidad de un tercero sobre los bienes embargados al deudor y cuya interposición provoca la suspensión automática de la ejecución, y las de mejor derecho, fundadas en el derecho del tercerista a ser reintegrado de su crédito con preferencia al perseguido en el expediente de apremio, en que la suspensión se con­diciona al depósito por el tercerista del débito y costas del procedimiento a disposición del Delegado de Hacienda. La tercería se interpone en escrito dirigido al Ministro de Hacienda, o al que en su caso corresponda, debiendo resolverse en el plazo de tres meses desde que se promovió, entendiéndose desestimada por silencio si no es resuelta en dicho plazo a los efectos de promover la correspondiente demanda ante el juez civil (arts. 179 a 184 del Reglamento General de Recaudación, aprobado por Decreto 3154/1968, de 14 de noviembre).
Además del control judicial civil por la técnica de las tercerías debe admitirse—frente a posiciones contrarias que ven en los actos y medidas de ejecución una simple continuación del acto declarativo y, por ello, sólo controlable judicialmente a través de aquél—la enjuiciabilidad de Ias medidas de ejecución en vía contenciosoadministrativa cuando supon­gan un exceso sobre el alcance y los contenidos del acto que se ejecuta o por cualquier otra infracción de los principios y reglas que quedan expuestos. En el primer caso, sobre todo, la medida o acto de ejecución es distinto del que se pretende ejecutar y por ello debe ser enjuiciado de forma independiente.
Esta posibilidad, que no es sino la continuación de la recurribilidad de las medidas de ejecución en v~a administrativa admitida por el Esta­tuto General de Recaudación (arts. 187 a 189 del Decreto 3154/1968), el Texto Articulado de la Ley de Bases del Procedimiento Económi­coAdministrativo (art. 1 del Real Decreto Legislativo 2795/1980, de 12 de diciembre) y por el Real Decreto 716/1986, de 7 de marzo, y Orden de 23 de octubre de 1986, sobre vía de apremio de los débitos a la Seguridad Social (arts. 165 y ss.), se funda en el principio de la garantía judicial efectiva (art. 24 de la Constitución), que quedaría quebrantado si las extralimitaciones en la ejecución de los actos admi­nistrativos no pudieran ser controladas en vía contenciosoadministra­tiva, como ha reconocido el Tribunal Constitucional en la Sentencia 22/1984, al afirmar que «la jurisprudencia no cierra de modo tajante la posibilidad de que los actos de ejecución puedan ser revisados en v~a jurisdiccional cuando éstos incurran per se en algún vicio o_nfracción del ordenamiento jundico» (Sentencias de 4 de octubre de 1966 y 6 de julio de 1981, entre otras).
En cualquier caso, las vías administrativas previas antes referidas, y qup tanto retrasan el acceso al juez, no podrán entorpecer ni dilatar la posibilidad de recursos jurisdiccionales directos contra los actos y medidas de recaudación, incluso con la suspensión inmediata de su eficacia, cuando los recursos se articulen por vulneración de los dere­chos y libertades fundamentales.
1. LA INVALIDEZ Y SUS CLASES
Estudiada la anatom~a del acto administrativo, sus elementos, requi­sitos y efectos—su salud, en suma—, se impone ahora considerar desde otra perspectiva su patolog~a, los vicios y enfermedades que pueden afec­tarle, lo que afronta la teor~a de la invalidez, que incluye también el estudio de los remedios sanatorios de los defectos y vicios de que adolecen los actos administrativos, o, en su caso, de los mecanismos para declarar su anulación. Sólo a partir de la declaración formal de ésta por la Admi­nistración o los Tribunales el acto inválido deja de producir efectos, cediendo la presunción de validez.
La invalidez puede definirse, pues, como una situación patológica del acto administrativo, caracterizada porque faltan o están viciados algu­nos de sus elementos. Como ocurre en toda enfermedad, la crisis puede superarse por el transcurso del tiempo o por aplicación de una terapia adecuada o ser de tal entidad, que el acto termina sin remedio fuera del mundo de los vivos. Y esto es as' porque se entiende que unos vicios originan simplemente una nulidad relativa o anulabilidad que cura el simple transcurso del tiempo o la subsanación de los defectos, mientras que otros están aquejados de la nulidad absoluta o de pleno derecho, lo gue conduce irremisiblemente a la anulación del acto.
Pues bien, hasta la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, que afronta por primera vez una regulación de la invalidez de los actos administrativos, ésta se reg~a por lo dispuesto en el Código Civil para los actos privados. En particular se invocaba el artículo 4 que, antes de la reforma de 1973, dispon~a como regla general la nulidad de ·los actos ejecutados en contra de lo dispuesto en la ley, salvo los casos en que la misma ley dispusiera su validez», y como excepción, la nulidad relativa o anulabilidad para los contratos afectados de determinados vicios (arts. 130O, 1304 y 1307).
Desde el Derecho Romano se distingue la nulidad, si el acto carecc de algún elemento o requisito esencial, nulidad sancionada con la posi­bilidad de oponer en cualquier momento por vía de excepción la invalidez del acto cuando se pretendía su efectividad (negotiam nallum, nallias momenti), de la anulabilidad (negatia qui rescindit posum), si el defecto no era esencial. Ese vicio o defecto del acto podía servir de base para una impugnación por los interesados (por ejemplo, los contratos celebrados por quienes, como los menores, teman un defecto de capacidad) pero la invalidez habia que pedirla y declararse expresamente por el pretor, utilizando un procedimiento especial.
En la actualidad, la doctrina civil más autorizada incluye dentro de los supuestos de nulidad—además de los supuestos de acto inexistente— el negocio imperfecto (los aquejados de un vicio insubsanable) pero, sobre todo, los negocios prohibidos, reprobados o contrarios a la ley, no obstante que su estructura negocial sea perfecta y carente de vicios. Esta doctrina ha sido aplicada restrictivamente por el Tribunal Supremo, que reduce la nulidad a los supuestos de violación de normas de carácter sustantivo. La nulidad produce efecto general erga omnes y por ello es oponible no sólo entre las partes sino frente a terceros, los cuales también pueden hacerla valer si les favorece; su alegación tiene carácter definitivo e insa­nable; (qund nallun fuit ab initio no convalescit tractu temporis ratificatur); no es confirmable (art. 1311 del Código Civil) y es imprescriptible, de forma que puede subsistir ilimitadamente la posibilidad de que se tenga en cuenta: quad initim vitiosan est no potest tractu tempere convalescere (arts. 1303 y 1964 del Código Civil). En cuanto a la anulabilidad—que el Código Civil reduce a los supuestos de invalidez de los contratos contemplados en los articulos 1300 a 1304 y 1307 a 1314, discutiéndose su aplicación a los negocios de familia y sucesiones—, se caracteriza por sumir al acto o negocio en una situación indecisa o transitoria, depen­diendo en definitiva su invalidez de que quien esté legitimado pida y consiga judicialmente la anulación; mientras que, en caso contrario, podrá sanar el negocio por confirmación o al caducar o fracasar la acción de nulidad.
Ahora bien, como señala DE CASTRO, a pesar de los radicales rigorismos de la nulidad absoluta, el Derecho positivo puede crear y crea determinadas figuras en las que, con carácter excepcional, la nulidad se hace desaparecer, convalidándose cl negocio: así ocurre con la convalescencia, en que un hecho nuevo, al sumarse al supuesto que se consideraba nulo, le confiere validez al acto. También con la conversión, remedio por virtud del cual se aprovechan los elementos de un acto que es nulo para entender pro­ducido otro acto distinto. Por último, la nulidad parcial supone aplicar un principio dc cconomia para salvar alguna parte del acto o negocio por cuanto pueden concurrir, en el acto o negocio nulo varios pactos, cláu­sulas o disposiciones. A esto hemos de añadir que es más teórica que real la eficacia anulatoria radical de la infracción por los actos privados dc las normas de dcrecho público, como ocurre con las normas imperativas
._

sobre precios y las fiscales. Los actt~s contrarios no pueden ser invalidados a iniciativa de las partes, porque stin citas mismas las causantes del vicio y la Administración no está normalmente legitimada, ni acostumbra a com­parecer en los procesos civiles para obtener una declaración de nulidad.


Después de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 y de la reforma del Código Civil de 1973, la contraposición entre una regu­lac~ón púbhca y otra privada de la invalidez de los actos jurídicos se hizo evidente. Así, mientras el artlculo 6.3del Código Civil, en su reforma de 1973, sigue considerando la nulidad absoluta o de pleno derecho como Ia regla general de la invalidez («¿'05 actos contrarios a las normas impe­rat¿vas y a las proh¿bitivas son nalos de pleno derecho, salvo que en ellas se establezca un efecto contrario para el caso de contravención»), el ar­t~culo 47 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 sancionó, por el contrario, la regla inversa, pues la nulidad de pleno derecho sólo se aphcaba a supuestos tasados en que en el acto administrativo con­curr~an los defectos y vicios más graves: a) los dictados por órgano mani­f~estamente ~ncompetente; b) aquellos cuyo contenido sea imposible o sean constitutivos de delito; c) los dictados prescindiendo total o abso­lutamente del procedimiento legalmente establecido para ello o de las normas que contienen las reglas esenciales para la formación de la volun­tad de los órganos colegiados; y, por último, d) las disposiciones admi­mstrat~vas en los casos previstos en el art~culo 28 de la Ley de Régimen Jur~dico de la Administración del Estado.
La Ley de Ré~men Jur~dico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ha extendido notablemente los supuestos de nulidad de pleno derecho, incluyendo en ellos los «actos que lesionan el contenido esencial de los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional», «los actos expresos o presuntos contrarios al ordenam¿ento Jund~co por los que se adquieren facultades o derechos cuando se carezca de los requis¿tos esenciales para su adquisición» o cualquier con lo que se entrega al legislador ordinario, estatal o autonómico, la posibilidad de ampliar indefinidamente esta categor~a. A todo ello hay que sumar que la regla general para calificar la invalidez de los regla­mentos es, según se dijo, la nulidad de pleno derecho, pues, además de las causas anteriores, las disposiciones administrativas son nulas de pleno derecho cuando «vulneren la Const¿t¿¿ción, la.s leyes u otras dispo­siciones administrativas de rango superio/; Ins Q¿¿e regulen materias reser­vadas a la Ley, y las que establezcan la retr`'arti~idad ~le dispos¿c¿ones sanc¿onadoras no favorables o restr¿ctivas de `/e re ~ /u'.s i'~`lividuales».
Por el contrario, la analabilidad es, aunque ya muy mermada, la regla general, puesto que son anulables «los actos que ¿nfringen el orde­r¿am¿ento jund¿co, incluso la desviación de poder,> (art. 63).

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