El libro de la serenidad



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  • La ira

El monarca y el ermitaño



El rey detestaba a los eremitas, porque como eran pobres no po­dían pagar tributos. Además, no era feliz yeso le hacía despreciar aún más a aquellos que gozaban de serenidad. Se enteró de que ha­bía un ermitaño en un bosque que exhalaba paz interior. Quiso burlarse de él y humillarle. Le hizo llamar. El eremita estaba muy tranquilo ante el monarca, sin inmutarse. El rey le preguntó mali­ciosamente:

-¿Quién es más poderoso: Dios o tu rey?

El ermitaño respondió sin vacilar:

-Su Majestad es mas poderoso.

-Pues como no me expliques por qué -dijo secamente el mo­narca-, el látigo va a sacar a tiras la piel de tu espalda.

El eremita permaneció inalterable. Con calma manifestó:

-Es muy fácil, Majestad. Tú eres más poderoso porque puedes desterrar a cualquier súbdito de tu reino. En cambio, Dios no pue­de hacer tal cosa, porque ¿adónde podría desterrar a esa persona?
Comentario
¡Vaya poder es el que consiste en desterrar, castigar, mandar ma­tar, imponerse por la fuerza a los demás y poder sacar a tiras la piel de una espalda humana! El más poderoso es el que no se impone por la fuerza, el que no pone su orgullo en vencer, el que a nadie, por supuesto, destierra de su corazón.

La ira



Era un hombre que padecía bruscos ataques de ira. Él mismo su­fría con estos accesos incontrolados, hasta tal grado que decidió ir a visitar a un sabio para recibir consejo. El sabio moraba en la cima de una colina. Cuando el hombre llegó ante la presencia de aquél, se expresó así:

-Venerable sabio, mi vida es una calamidad por culpa de los ataques de ira y cólera que me asaltan repentinamente. Me hacen sentirme muy mal y empeoran mis relaciones con los demás. Mi ira no me deja. Me gustaría cambiar, pero ¿qué debo hacer? ¡Daría lo que fuese por tener calma mental!

El sabio repuso:

-Necesito ver tu ira para poder darte soluciones provechosas.

Así que cuando tengas ira, ven a verme enseguida, para que la con­temple y pueda aconsejarte qué hacer.

El hombre regresó a su hogar. Unos días después, la ira le tomó abruptamente y salió corriendo hacia la morada del sabio. Al llegar le dijo:

-Ya estoy aquí para que me aconsejes.

-Muéstrame tu ira -exigió el sabio.

-Pero es que ha desaparecido.

-No has venido lo suficientemente rápido -dijo el sabio-. Ne­cesito ver tu ira.

El hombre retornó a su casa. Días después, al sentir cólera, co­rrió hasta donde estaba el sabio.

-Enséñame tu cólera.

-Se ha disipado mientras venía corriendo a verte.

-¡Vaya, vaya! Así no vamos a ninguna parte. Quiero ver tu ira.

La próxima vez, corre más.

En varias ocasiones volvió el hombre colérico, pero cuando lle­gaba hasta el sabio, por mucho que corriera, la ira siempre se ha­bía desvanecido. Después de varios intentos, el sabio le dijo:

-¿No me habrás engañado? Yo no veo tu ira por ningún lado. Si la ira formara parte de ti, podrías mostrármela. Esa ira, amigo mío, no te pertenece. No es tuya. Te toma y te deja. No es tuya. Así que cuando quiera instalarse en ti, no la cojas. No des alojamiento al huésped de la ira, ¿de acuerdo?


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