El libro de la serenidad



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El discípulo aburrido



Era un discípulo que se dejaba ganar muy a menudo por el tedio y el desánimo. Se sentía víctima de la rutina cotidiana y experimentaba angustiado lo condicionantes que eran los acontecimientos vulgares y repetidos. Insatisfecho y desalentado, visitó al mentor para decide:

-Maestro, si nos vestimos y comemos todos los días, ¿cómo po­demos escapar de la monotonía de tener que ponemos la ropa e in­gerir los alimentos?

-Nos vestimos; comemos -repuso apaciblemente el maestro. El discípulo, asombrado, protestó:

-No puedo seguir tu razonamiento; no comprendo.

y el maestro repuso:

-Si no comprendes, vístete y come.


Comentario
Escapar de la monotonía es a menudo intensificar la monotonía; escapar de la soledad es desencadenar un profundo sentimiento de soledad. No se trata de escapar, sino de atravesar. Había un discí­pulo que al meditar oía los ruidos del exterior, que le distraían; cuanto menos quería percibidos, más los oía. Al comentárselo a su maestro, éste le dijo: «El problema es que quieres escapar del rui­do, en lugar de atravesado». «¿Y cómo puedo atravesado?» Y el maestro le respondió: «Oyéndolo».

Hay tres velos que distorsionan la visión mental e impiden la sa­biduría liberadora y la paz interior. Son la reacción, la interpretación y la imaginación descontrolada. Así la mente cae en sus propios có­digos rígidamente establecidos. ¿Quién dice lo que es o no es mo­notonía? Un jardinero llevaba cincuenta años atendiendo su jardín y un día le preguntaron: «¿No te aburres de hacer siempre lo mismo?». «¡Ah! -exclamó el jardinero-, pero ¿es que acaso hago siempre lo mismo?» Si la mente se renovase, ¿dejaríamos de ver como intere­sante lo que un día nos lo pareció? La monotonía también está en la mente. Aun en la rutina subyace lo imprevisible; incluso en lo coti­diano hay una magia para el que sabe verla. Sirve de ejemplo el de un hombre que siempre estaba aburrido. Unos amigos se propusie­ron divertirle, pero no fue posible. Le hicieron viajar por países exó­ticos, le llevaron a fiestas, le presentaron personas fascinantes. Nada pudo hacerle salir de su tedio, porque la mente era su tedio. Otro hombre no hacía nada especial. Todos los atardeceres se sentaba al­gunas horas en su mecedora y miraba el horizonte. Cada atardecer era un prodigio, un espectáculo, un verdadero acontecimiento. La fiesta estaba en su mente, no sólo en el hermoso atardecer.

A veces no se puede cambiar lo que es, pero sí la actitud ante lo que es. Lo que a unos atrae a otros repele; lo que a unos apasiona a otros deja indiferente. Si no podemos cambiar lo que es, cambiemos nuestro punto de vista o enfoque ante lo que es. Pero la mente no sólo es saltarina como un mono, sino que también puede ser tan necia como el mono que fue atrapado en una botella. ¿Conoces la historia? Un hombre, para atrapar a un mono, colocó una botella de cuello lar­go en el campo y dejó dentro de ella algunos frutos secos, que tan apetecibles resultan a estos animales. Un mono metió el brazo y atra­pó los frutos secos, pero al querer librarse de la botella no pudo con­seguido, porque en su avidez no comprendía que sólo necesitaba abrir la mano, pues el puño era lo que no podía salir a través del cue­llo de la botella. El resultado fue evidente: el hombre cazó al mono.

Cada vez que la mente se cierra, es monotonía, embotamiento y mediocridad; cada vez que se abre, es frescura, vitalidad e intensi­dad. Si nos contraemos, la energía se estanca; si nos relajamos, la energía se expande. Aún en las dificultades, la zozobra y la amar­gura, podemos aprender a soltamos.



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