El libro de la serenidad



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Ella hace por mí



El alcalde de una localidad, un anciano cabal, murió de viejo. En­tonces muchos querían ser alcaldes y comenzaron a disputar entre sí, insultarse y recriminarse. No había manera de elegir al alcalde. No hallando otro remedio, la gente del pueblo decidió nombrar al­calde a un ermitaño que habitaba en el bosque, aunque sólo fuera temporal y provisionalmente hasta que todos lograran ponerse de acuerdo.

-Necesitamos perentoriamente que seas nuestro alcalde -le di­jeron al ermitaño.

-Pero si yo no hago nada -dijo el hombre.

-Sabemos -replicaron- que al menos eres un hombre justo y sosegado. De momento es lo que necesitamos.

-Pero si yo no hago nada -insistió el ermitaño, pero no logró di­suadir a la gente de su ruego.

El ermitaño fue nombrado alcalde. Entonces emprendió una ac­tividad extraordinaria y frenética, aunque siempre estaba sereno. Hizo una escuela, un hospital, pozos; reforestó; organizó un servi­cio de recogida de basuras; emprendió un sistema de ayuda a viu­das y huérfanos; empedró las callejuelas del pueblo; se encargó de que se encalaran las casas, y otras muchas mejoras. Después de un año, el pueblo había conseguido cambios muy notables. Entonces decidieron dar una condecoración al hombre.

En la plaza del pueblo, se reunieron todos y cuando iban a con­decorar al alcalde, éste los detuvo y les dijo:

-Yo no hago nada. Ponedle la medalla a ella.

-¿A ella? -preguntaron todos intrigados y perplejos.

-Sí, a ella, a la Mente Superior. Yo no hago nada. Por eso siem­pre me veis tan sereno y descansado. Condecoradla a ella.


Comentario
Sobreviene un estado de paz muy sentida cuando uno logra ha­cer el bien pero sin dejarse atrapar y angustiar ni por la acción ni por los resultados de la misma. Si tienes que hacer, haces, pero con una parte de ti, el ángulo de quietud, desligada de la acción enca­denante y libre de la actitud de apego a los frutos de la acción. En­tonces se consigue la obra por el amor a la obra misma, y ni la obra ni sus resultados encadenan y perturban. La responsabilidad del bien hacer es de uno y no puede desplazarse ni justificarse, pero li­bera uno la acción del sentimiento aferrante de personalismo y egocentrismo. Se mantienen la atención y la lucidez en cualquier actividad, pero no se permite que la acción nos hechice hasta per­der de vista al que hace ni que el ego se apropie de la acción para crecerse ni siquiera persiga ego céntricamente y con aferramientos los resultados.

Esa renuncia consciente a la acción y sus resultados (donde se hace mejor, pero sin infatuarse) representa un gran avance en la vía hacia el sosiego, porque la persona deja de angustiarse por ellos. Vivekananda aconsejaba: «Trabajad por amor al trabajo. Hay en cada país unos pocos seres humanos que son, realmente, la sal de la tierra y trabajan por amor al trabajo, sin preocuparse del re­nombre ni la fama, ni siquiera de ir al cielo. Trabajan simplemente porque de ello resulta el bien». Y también decía: «Trabajad como si fuerais, en esta tierra, un viajero. Actuad incesantemente, pero no os liguéis: la ligadura es terrible. Este mundo no es nuestra mora­da, es solamente uno de los escenarios por los cuales vamos pa­sando».




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