El libro de la serenidad



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El pordiosero



Era un mendigo que había pasado casi toda su vida pidiendo li­mosna, sentado en la acera de una tumultuosa callejuela en una lo­calidad montañesa. Ya. en las postrimerías de su vida, seguía alar­gando una y otra vez el brazo tembloroso a la espera de que alguna persona caritativa dejara una moneda en su mano. Durante varias décadas había vivido de la caridad de los otros, mirándolos supli­cante, lamentándose para atraer la atención y pena de los viandan­tes. Pero un atardecer, le visitó la muerte y cayó desplomado justo allí donde había mendigado durante casi toda su larga existencia. Unos días después, excavaron en el lugar para hacer un desagüe y encontraron un cofre lleno de alhajas de un incalculable valor. El hombre había estado durante más de cincuenta años sentado sobre un fabuloso tesoro, pero, ignorante del mismo, no había dejado de mendigar ni un solo día.
Comentario
Buscamos la felicidad fuera de nosotros; miramos tan lejos que no podemos divisar el horizonte; cerramos todas las puertas de acceso hacia nosotros mismos. Somos mendigos de todo lo ajeno; pordio­seros de lo que habita fuera de nosotros mismos. Reclamamos que los otros nos hagan sentimos bien, nos procuren dicha y diversión, nos afirmen y aprueben, nos produzcan gusto y sosiego. Pero la fuente de dicha y sosiego está dentro de nosotros, porque es ahí donde sentimos, experimentamos, vivenciamos y en última instancia vivimos. En el mundo exterior podemos hallar confort, diversión, encuentro y desencuentro, placer y sufrimiento, pero el tesoro de la inconmovible paz interior está en nosotros mismos.

Nadie te puede procurar ese sosiego. No podemos desplazar nuestra responsabilidad y poner el sosiego y la dicha en la falsa idea de que los demás nos los tienen que proporcionar. Esa actitud es nociva e infantil; se basa en expectativas que antes o después se sentirán defraudadas. Es como la persona ganada por el tedio que culpa a los demás de su propio aburrimiento. Pero uno mismo debe convertirse en su maestro y viajar hacia el tesoro interior, pues reclamamos de fuera lo que habita dentro. Hemos de em­prender sin demora la senda hacia nuestra quietud interior, por­que, como reza el Dhammapada, «un solo día de la vida de una persona que perciba la Sublime Verdad vale más que cien años de la vida de una persona que no perciba la Sublime Verdad».

Buda dijo antes de morir: «Cada uno de vosotros sea su propia isla; cada uno, su propio refugio, sin tratar de acogerse a ningún otro». En cada persona es posible actualizar el propio santuario de sosiego. Pero tenemos que superar impedimentos de muchos tipos, que en las antiguas psicologías orientales se refieren: la ilusión de un ego independiente y no provisional, la duda sistemática que im­pide la confianza en la capacidad de autodesarrollo, el apego a ri­tos y ceremonias, el aferramiento, la concupiscencia, la malevolen­cia, el deseo de estados sutiles, el deseo de estados inmateriales, la presunción, el desasosiego y la ofuscación. Para seguir con éxito la senda hacia la paz interior es necesario:

-Trabajar sobre la mente para liberada de ofuscación, avidez y odio, a fin de que pueda florecer el lado más luminoso, claro y constructivo de la misma.

-Desarrollar un saludable autocontrol, que nos permita refrenar la apatía, la pereza, la negligencia y la confusión mental. -Desplegar el entendimiento correcto para poner la energía en esencial y no en lo inesencial.

-Vigilar los pensamientos, las palabras y los actos, haciéndolos más lúcidos e inegoístas.

-Desarrollar una conducta más virtuosa y menos egoísta y egocéntrica, pudiendo así evitar culpas y arrepentimientos.

-Evitar relacionamos sistemáticamente con personas innobles, confusas y malintencionadas; en lo posible asociamos con indivi­duos sensibles, nobles, sabios y bienintencionados.

-Ser indiferentes al halago o al insulto, a la aprobación o a la de­saprobación.

-Ejercitarse en el desasimiento y el desapego, mediante la aten­ción vigilante, la ecuanimidad, el desenvolvimiento de la compa­sión, el sometimiento del ego y el saludable autodominio.

-Comprender las necesidades ajenas y evitar herir a las otras criaturas.

-Renunciar al aferrante sentido de posesividad, saber soltar y fluir.

-Valorar la amistad y tender víncul03 de genuino amor y sana afectividad.

-Tratar de ser uno mismo y mantener la firmeza y equilibrio demente a pesar de las inevitables vicisitudes vitales.

-No cejar en el empeño de mejorar, porque, como dice el Dhammapada, «gradualmente, poco a poco, de uno a otro instan­te, el sabio elimina sus propias impurezas como el fundidor elimi­na la escoria de la plata».

Ese místico y poeta excepcional llamado Kabir y nacido en la sacrosanta Benarés escribía, a propósito de ese gran tesoro interior que es nuestra energía de ser, lo siguiente:


He encontrado algo

realmente excepcional;

nadie puede calcular su valor.

...


Yo moro en él y él mora en mí,

formamos una unidad, como agua

con agua mezclada.

Aquel que lo conoce

nunca morirá.
El Bhagavad Gita nos explica: «Quien tiene una mente tranqui­la por la práctica del yoga, quien tiene su alma satisfecha, quien co­noce su propia felicidad, real y profunda, quien ha dominado sus sentidos y quien ha llegado a un estado de verdad espiritual del que no puede separarse jamás, ése ha alcanzado el mayor de los triunfos y un tesoro ante el cual todos los demás pierden su valor; en este estado, el hombre no se turba ni se entristece ante la más profunda desgracia».


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