El consejo del faquir
El rey y la reina estaban sentados junto a la chimenea, cuando de pronto se escuchó el canto de una perdiz. El rey aseguró:
-El canto viene de la derecha.
La reina dijo:
-Viene, mi querido rey y marido, de la izquierda.
-Vamos a apostar -dijo el rey, porfiando-. Si viene de la izquierda, como tú dices, te entregaré mi reino, y si viene de la derecha, como yo sostengo, me entregarás las tierras que heredaste de tus antepasados.
-De acuerdo -convino la reina.
Salieron fuera del palacio y comprobaron que la reina estaba en lo cierto. El rey comenzó a disponerlo todo para que ella se quedase con el reino, pero los consejeros le dijeron que eso era una estupidez supina y que lo que tenía que hacer era deshacerse de su mujer y mantenerse en el gobierno. Finalmente el monarca cedió ante la tentación. Una noche, unos hombres entraron en la estancia de la reina, mientras ésta dormía; la introdujeron en una caja y la lanzaron al río. Pero un faquir que estaba allí haciendo sus abluciones sagradas descubrió la caja y encontró dentro, casi ahogada, a la reina. Con sus artes curativas logró reponer a la soberana, que se quedó a vivir en la cabaña del faquir. Había quedado embarazada del rey, así que al poco dio a luz a tres preciosas niñas. El hada del bosque se hizo cargo de ellas durante un mes y, cuando llegó el momento de irse, con su varita mágica, dejó un regalo para cada una. Para la primera de ellas, que dondequiera que posara sus pies, lo pisado se convertiría en oro y plata; para la segunda, que cuando riera, de sus labios surgirían hermosas y perfumadas flores; para la tercera, que sus lágrimas, cuando llorase, serían finísimas perlas. Como los regalos se materializaron, las hermanas, junto con su madre, pudieron construir un fabuloso palacio. Y un día, el monarca, estando de cacería, cruzó ante la nueva residencia y sus cortesanos le dijeron:
-Antes no era más que la cabaña de un faquir.
El monarca se entrevistó con el faquir. Le exigió que le contase cómo había adquirido ese palacio. El faquir jamás mentía y le contó la verdadera historia del. monarca. El rey se dio cuenta de su monstruosidad y se arrojó a los pies de la reina para pedirle perdón, pero ella sólo guardaba rencor y se lo negó. Aquella noche, la soberana, que había aprendido a confiar en la sabiduría del faquir, le comentó lo sucedido y le pidió consejo. Éste le recomendó:
-Señora, el rencor es un veneno que nos va matando lenta e imperceptiblemente y que nos roba, de manera inexorable, la paz interior. De nada sirve vivir en un palacio si en nuestro palacio interior habita el veneno del rencor. Perdona al rey, porque bastante castigo va a tener consigo mismo, pero no vuelvas con él. No es de fiar y no tenemos por qué ponemos al alcance de las personas que no lo son.
La reina le perdonó. Ella fue feliz el resto de su vida, gozando de paz interior; él, enormemente desgraciado, sin poder hallar ningún tipo de consuelo y serenidad.
Comentario
La indulgencia no es debilidad sino, por el contrario, una energía muy poderosa. El perdón no es falta de firmeza ni mucho menos de entereza, sino generosidad. En el camino hacia la paz interior hay obstáculos que necesariamente deben salvarse, como el resentimiento, el rencor, el odio o el afán de venganza. Estos obstáculos alteran a la persona y le roban su paz interna. Hemos de asociamos con personas sabias y nobles, si tal es posible, y no dejamos alcanzar por individuos aviesos o insensibles, pero en nuestro hogar mental no debemos dejar que partícula tras partícula de rencor vayan amontonándose, sino que, por el contrario, hemos de estar libres de máculas de venganza y resentimiento, porque al que dañan es a aquel que las padece, impidiéndole el sosiego, la lucidez y la buena relación consigo mismo. Nuestras intenciones puras no deben verse desviadas por las intenciones impuras de los otros. Hay que ejercitarse para que el estado de serenidad no se vea perturbado por tendencias de odio o resentimiento. La mejor receta para ello es perdonar, pero no dar lugar a que la persona perdonada siga provocándonos dolor o malestar. La actitud de la reina fue no sólo la más noble, sino la más inteligente.
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