El libro de la serenidad



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Desprendimiento



Poco tenía, pero menos iba a tener. Había hallado la paz en la sim­plicidad de la vida, aunque había sido hacía ya mucho tiempo una persona acaudalada. Se lo había dejado todo a sus hijos y se había instalado en una casita en el campo. Dedicaba los últimos años de su vida a meditar. Tenía todo lo necesario: algún mueble, un jer­gón, unos utensilios para cocinar y poco más. Paulatinamente ha­bía ido reduciendo sus necesidades y se sentía más sereno y con­tento que nunca. Una mañana salió a pasear y, al volver a su casa, vio a un ladrón que estaba cargando las pocas cosas que había encontrado para robadas. El hombre le echó una mano al ladrón en su tarea, hasta que dejaron la casa totalmente vacía. El ladrón se dejó ayudar de buen grado y luego preguntó:

-¿Y quién eres tú? ¿Otro ladrón?

-No -dijo el hombre con ecuanimidad, sin perder su proverbial calma-, soy el propietario, pero, claro, la casa no te la puedes lle­var en la carreta -sonrió.

El ladrón se asustó.

-No te preocupes -dijo el hombre-. Nada traje a este mundo y nada podré llevarme. Vete en paz. Que lo disfrutes.
Comentario
La avidez es uno de los grandes oscurecimientos de la mente humana. No tiene límites si no se trabaja para refrenada y mitigar­la. Genera ansiedad, demanda neurótica de seguridad, miedo, ape­go intenso y desdicha. Sus antídotos, obviamente, son el despren­dimiento, la generosidad y el amor. Se trata de una raíz insana que se instala en lo más profundo de la mente humana y que las socie­dades competitivas y productivas aún afianzan en mayor grado. Engendra rivalidades, envidias, desigualdades y falta de verdadera compasión. Puede convertirse en una fea y nociva ponzoña mental. Se contamina la visión mental y el individuo sólo opera en función de su desenfrenada codicia. La avidez, además, puede extenderse tanto a objetos materiales como inmateriales. Es un afán desmedi­do de acumular, poseer, retener con aferramiento. La persona avara difícilmente puede ganar la serenidad. Se sentirá amenazada y pondrá muchas de sus energías en conservar lo acumulado.

Muchas personas avaras lo son porque en el trasfondo de su psi­que hay buen número de carencias, inseguridad y falta de confian­za en sus posibilidades, que tienen que apuntalar acumulando y poseyendo, e incluso en el peor de los casos haciendo ostentación de lo poseído. Se compensan así sentimientos de inferioridad y otros déficits psíquicos. La sociedad competitiva contribuye de modo enfermizo a ello, porque de todos es bien sabido que se re­sume la cuestión en «tanto tengo, tanto valgo». El ego se afirma mediante la posesividad, llegando incluso a la actitud más misera­ble o mezquina. Ni que decir tiene que si todas las energías se des­tinan al poseer, no podrán disponerse para tomar una dirección de autoconocimiento y autodesarrollo.

Diametralmente opuesta a ese carácter ávido y egoísta, hallamos a la persona que el Bhagavad Gita describe como la que puede as­pirar al contento interior y la liberación de la mente, declarando: «Alcanza mi amor (el amor a lo Absoluto) quien no es egoísta ni conoce el "yo" y "lo mío", quien es piadoso y amigo de todos los seres, quien no odia a ningún ser, quien mantiene tranquilo su áni­mo en la prosperidad y en la desgracia, quien es paciente y lleno de misericordia, quien está satisfecho, quien ha dominado su yo, su voluntad y tiene la firme resolución del yogui..., quien no desea nada, quien es puro, quien no rehuye el dolor ni se aflige con él, quien no distingue entre sucesos felices y desgraciados, quien considera del mismo modo al amigo y al enemigo, la gloria y la infamia, el placer y el dolor, la alabanza y la injuria, la desgracia y la felicidad, el calor y el frío, quien está contento de cualquier cosa...».

Existe una notable diferencia entre poseer funcionalmente y ser poseído por lo que se posee; entre disfrutar con desprendimiento y saber soltar, y acumular mórbidamente sin saber compartir. La avidez crea adicción al objeto del deseo y, por tanto, servidumbre y falta de libertad interior.




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