El libro de la serenidad



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El monarca ególatra



Era un rey de muy escaso entendimiento, déspota y supersticioso. Hizo una promesa a su ídolo si le concedía un favor. Ésta consistía en capturar a las tres primeras personas que pasaran cerca del cas­tillo y obligarlas a adorar el ídolo con la amenaza de muerte a la que se negara a hacerlo.

Al cumplirse su petición, el monarca pidió al jefe de la guardia que apresara a las tres primeras personas que transitaran junto al castillo. El jefe de la guardia real se encargó de ello y las tres pri­meras personas fueron un académico, un sacerdote y una prostitu­ta. Cuando estuvieron frente al monarca, éste los condujo hasta el ídolo y les ordenó que lo adorasen. El académico dijo:

-En el ámbito de la doctrina, a esta circunstancia la calificaría­mos de «fuerza mayor» y como tal, el que se ve obligado a asumir esta situación está libre de cualquier responsabilidad pues, además, ya hay muchos precedentes al respecto.

Y dicho esto, adoró al ídolo.

Le llegó el turno al sacerdote. Dijo:

-Al ser yo un representante del Divino, todas mis acciones au­tomáticamente se purifican, así que no cometo ninguna falta.

Y el sacerdote adoró al ídolo.

Finalmente le tocó a la prostituta, que dijo:

-Estoy perdida. Ni tengo formación académica ni privilegios re­ligiosos, así que, Majestad, no tengo ninguna justificación para adorar al ídolo. Mátame si quieres.

El monarca se quedó sorprendido ante la entereza y sinceridad de la mujer, cuya actitud le infundió una especial lucidez. Liberó a la mujer y ordenó encarcelar al académico y al sacerdote.


Comentario
La habilidad del ser humano para seguir tejiendo la colosal urdimbre de sus autoengaños es extraordinaria, pero en la senda ha­cia el autoconocimiento y la serenidad es necesario un desenmas­caramiento que, aunque puede resultar doloroso, es inevitable. La intrepidez espiritual consiste en no engañarse con justificaciones, «racionalizaciones» y pretextos. Si uno se arroga cualidades de las que carece, nada hará por obtenerlas; si se ampara en falaces pre­textos, no asumirá sus responsabilidades y frustrará su autodesa­rrollo. Hay que sondear en uno mismo para poder regresar al pro­pio origen y no seguir extraviado en escapismos y en ese perenne afán compulsivo del ser humano por huir de uno mismo en lugar de ir hacia sí mismo.


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