El libro de la serenidad



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Añoranza



Un predicador muy fatuo y engreído alardeaba de sus pláticas que, según él, eran magníficas. A menudo, con una actitud ególatra, hacía saber a los demás que no había un predicador como él. Se tenía a sí mismo por muy ocurrente, sagaz y elocuente.

-Nadie como yo es capaz de impresionar tanto a los que me es­cuchan -se jactaba de continuo.

Un día como otro de tantos, tuvo lugar el oficio. El predicador, altivo, comenzó a hablar a los feligreses. Arremetió contra los pe­cadores e hizo referencia a espantosos castigos que les esperaban a quienes los cometieran. De repente, un hombre se puso a llorar desconsoladamente. El predicador, con mucha arrogancia, dijo:

-Mi pobre amigo, te están impresionando en alto grado mis sa­bias palabras, ¿verdad? Sí, tengo una especial e insuperable capaci­dad para alcanzar de lleno el corazón de los que me escuchan.

Pero el hombre, un sencillo y pacífico habitante de las monta­ñas, replicó:

-¡Oh, no! Ni siquiera sé lo que estabas diciendo. Lo que suce­de es que tu tupida barba me recuerda mucho a la de mi macho ca­brío, que el pobre murió hace unos meses. ¡Siento tanta pena!

Todo el auditorio no pudo por menos que estallar en sonoras carcajadas, dejando en el mayor ridículo y pesadumbre al predica­dor.
Comentario
El ego nos juega muy malas pasadas. Ya se ha dicho de él que es «una etiqueta pegada a ninguna parte», pero lo cierto es que cuan­do se sobredimensiona nos llena de soberbia, infatuación, arrogan­cia y, en suma, necedad. Por culpa de la vanidad incontrolada mu­chas veces somos como pavos patosos haciendo el ridículo. La humildad es una de las cualidades no sólo más encomiables, sino sintomáticas de una buena salud mental y emocional. Detrás de la soberbia, la vanidad y la infatuación, siempre hay un ego débil e inmaduro, pero, además, una actitud de autoimportancia siempre es nutrimento para la suspicacia, la susceptibilidad enfermiza, las autodefensas narcisistas y las heridas egocéntricas, que devienen las más dolorosas. Una persona vanidosa se convierte en una men­diga de la consideración de los otros; pagada de sí misma, no tie­ne ojos para las necesidades ajenas; demasiado pendiente por des­tacar su personalidad, vive de espaldas a su ser interior. Se vuelve muy vulnerable, porque está irremisiblemente pendiente de la aprobación o la desaprobación, el prestigio o el desprestigio, el ha­lago o el insulto. Recorre así no la senda hacia la serenidad, sino hacia la intranquilidad, y su arrogancia se torna su propio infierno y su propio castigo.


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