El libro de la serenidad



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  • Ejemplo

El apego al ciervo



Diariamente cumplía con sus deberes espirituales. Durante uno e sus paseos, encontró un cervatillo abandonado. Seguramente su ladre había muerto, por lo que se lo llevó a su casa. Sintió mucho ,riño por el animalito y lo cuidó durante tres años con suma aten­6n y esmero, hasta tal punto que estaba obsesionado con él y ha­bía abandonado sus prácticas espirituales. Un día el ciervo partió y hombre se hundió en la añoranza y la desesperación. Echaba tanto de menos al animal que, aun teniendo tiempo libre, no pod­ía meditar ni seguir sus prácticas espirituales hacia la paz interior y la sabiduría. El animal no había hecho otra cosa que buscar su li­bertad, pero el hombre no lograba comprender por qué le había abandonado. Aunque desde joven se había sentido muy inclinado al cultivo de la vida interior, la había descuidado por atender al ciervo y ahora su nostalgia y apego al animal tampoco le dejaban llevar a cabo sus ejercitaciones para el autodesarrollo.

Cierto tiempo después el ciervo regresó. Era para el hombre como el hijo más amado y durante el resto de su vida le dedicó to do su tiempo y atenciones. Incluso cuando le llegó la hora de morir, sus últimos pensamientos fueron para el ciervo. Así, su espír­itu reencarnó como ciervo. Desde los primeros días de su nue­va existencia sintió la necesidad de la soledad y del silencio. Re­rcordaba que en otras vidas había descuidado sus ejercitaciones espirituales y que había tenido excesivo apego. Se sentía triste por ello, porque no es fácil conseguir la forma humana. Un día, el ciervo ­dejó el rebaño y se dirigió a la que había sido su ermita de medi­tación cuando era hombre. Allí había pasto para alimentarse y un río cercano para poder saciar la sed, así que ¿qué mejor sitio podía elegir? Era un paraje tranquilo y silente, donde se podía estar con uno mismo. No sabemos si los animales meditan, pero sí suelen ser mucho más inofensivos que el hombre. El ciervo pasó su vida apa­ciblemente, con mente pura y sin hacer jamás daño a nadie, con el deseo de volver a nacer como ser humano para darle un sentido pleno a su existencia, encontrar la serenidad y conseguir la evolu­ción espiritual.


Comentario
Esta vida es una oportunidad preciosa para practicar espiritual­mente y hallar sentidos de orden superior al proceso existencial. Tenemos conocimientos perennes y milenarios, de demostrada sol­vencia; disponemos de técnicas y métodos muy prácticos y efica­ces, perfectamente definidos; contamos con enseñanzas que pode­mos leer o escuchar, reflexionar y poner en práctica e incorporar a nuestras vidas; podemos, según todos los maestros de la mente rea­lizada, aprovechar el tiempo vital para ganar la liberación y hallar la senda de la total certidumbre y la paz inconmovible; contamos con un guía interior que puede procuramos destellos de sabiduría y comprensión real; somos dueños de un discernimiento que po­demos purificar para que nos reporte sabiduría discriminativa y lí­beradora. Si además contamos con algunas condiciones de vida fa­vorables, es inexcusable e imperdonable que no dediquemos parte de nuestro tiempo y de nuestras energías a prosperar no sólo hacia fuera (es lícito y humano mejorar las condiciones de vida exter­nas), sino hacia dentro, porque cuando se han cubierto satisfac­toriamente las necesidades vitales y externas, ¿por qué no poner parte de nuestro esfuerzo en realizar también objetivos de tipo emocional y espiritual?

Sin embargo, la mayoría de los seres humanos procedemos con demasiada torpeza, como si la vida nunca acabase. Llegará un día en que habremos perdido casi todas nuestras energías y difícil­mente podamos ya hacer nada por nuestro universo interior. Po­demos, mientras las tengamos, aprender a incrementar, reorientar y encauzar nuestras energías. Una vida completamente egoísta y le no hayamos podido aprovechar para eliminar la ofuscación, la avaricia y el odio (sobre todo si disponíamos de medios para ello) un verdadero fracaso. En la medida en que limpiamos nuestra mente, contribuimos a la felicidad de los otros. Podemos obse­quiarles con nuestro sosiego, generosidad, claridad de mente y ternura de corazón. Y como a la vida sigue la muerte, como al día la noche, moriremos extinguiéndonos como una débil candela, pero sabiendo que en nuestra representación existencial hemos tratado dañar lo menos posible a las otras criaturas y hemos puesto al­gún empeño en mejorar y contribuir a la dicha de los demás. En un mundo donde imperan la más ardiente y despiadada codicia, el desamor y la competencia, la brutalidad y la insensatez, lo mejor le un ser humano puede hacer es conseguir alguna cordura y al­guna paz para compartidas con los demás.



Ejemplo



El discípulo se había comprometido a barrer todos los días la er­mita y a lavar los cacharros a cambio de recibir la instrucción espi­ritual, pero era bastante holgazán y siempre se demoraba en exce­so en cumplir estas labores. Todos los días, al amanecer, el maestro se incorporaba diligente, barría la ermita y lavaba los cacharros. Después de un tiempo, el discípulo le dijo:

-No me das tiempo para que yo haga las cosas. ¿Por qué las ha­ces tú cuando acordamos que ésa era mi tarea?

El mentor le contempló irónicamente, aunque con cariño, y le dijo:

-El verdadero maestro enseña con hechos y no sólo con pala­bras, aunque ya veo que tú prefieres las palabras.

El discípulo se sintió muy avergonzado. Desde aquel día cum­plió con su pacto y también comenzó a practicar con mayor inten­sidad la meditación.
Comentario
Todo está dicho; casi nada está hecho. Las palabras que no son seguidas por los actos son flores sin aroma, estanques sin agua, ár­boles sin raíces. Si el hombre de hace trescientos mil años levanta­ra la cabeza, se quedaría aterrado al comprobar que no ha habido prácticamente ningún tipo de evolución interior. ¡Vaya evolución esa que pone la ciencia al servicio de la injusticia y que apuntala la insaciable sed de los egos humanos! El sofisticado cerebro del hombre hace gala de una lógica apabullante y de colosales conoci­mientos librescos, datos y erudición. Pero ni esa fría y calculadora lógica ni todos esos conocimientos cambian la vida interior del individuo. Por todas partes imperan los predicadores que no ejemplifican lo predicado; los políticos eminentemente ávidos y co­rruptos; los científicos que se venden al mejor postor; los gélidos intelectuales que dominan la palabra y no dominan su mente y su corazón; los innumerables mediocres que consiguen celebridad, fama, medios económicos desorbitados y el culto de no menos in­numerables papanatas.

Pero ¿dónde están las pautas, los referentes, la educación salu­dable para aprender a gobernar nuestras emociones negativas y sembrar amor y concordia en una sociedad que se achicharra en sus propias falacias e infravalora la compasión, el amor y la benevolencia? Es una empresa muy difícil conservar la esencia de la pure­za del corazón y recuperar el sosiego contra el que la misma sociedad conspira, porque exige muchas veces nadar contra corriente

ser menospreciados por los tarambanas y mentecatos que acumulan poder y viven de espaldas a todo intento noble de humanidad al ser humano. Por eso el ejemplo es más importante que nunca y sigue siendo una energía poderosa, aun en nuestros días, para desvanecer el odio y la acritud.

Se habla de la transformación de las partículas, pero no de la transformación interior. Se buscan los agujeros negros para llegar a has galaxias, pero no la senda hacia el propio ser. Se pone el énfa­sis en un vano y obsesivo externalismo, pero no se estimula el en-­ cuentro con uno mismo y con las otras criaturas. Todo está escrito. De hecho, nadie puede superar las enseñanzas de los grandes textos espirituales, a los que en esta obra, intencionadamente, hace­mos referencias asiduas. ¿Cuándo comenzará el ser humano real­mente a hacer algo para que los desórdenes del sistema se sanen y mente recupere su prístina pureza?





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