El libro de la serenidad



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El avaro



Era tan anciano como avaro. Toda su vida había estado obsesio­nado por ganar y acumular dinero. Desde joven había sido un des­piadado usurero y prestaba dinero con un interés desorbitado. Él mismo se encargaba de recaudar sus intereses, viajando de aquí para allá, sin hacer ningún tipo de concesiones.

Su corazón era como una piedra y no se apiadaba de nadie, por enfermo que estuviese o por muy adversas que le hubieran resul­tado las circunstancias vitales. Se había convertido en un hombre de edad avanzada y diriase que con los se había vuelto, si cabe, más codicioso. Como las piernas le empezaron a fallar y el re­suello también, se decidió, con no poco pesar, a comprarse un bu­rro, a fin de utilizado solamente cuando las distancias que recorrer fueran considerables. No quería arriesgarse a que le pasara algo al asno, muriese, con lo que él hubiera tirado el dinero.

Un día, el anciano debía desplazarse muy lejos, por lo que no tuvo más remedio que recurrir al jumento. Pero he aquí que el asno, por falta de ejercicio, enseguida comenzó a jadear visible­mente. El anciano se alarmó. Le aterraba que el asno pudiera mo­rirse. ¿Qué hizo entonces? Descabalgó e incluso le quitó la silla al animal para que renovase sus fuerzas. En ese instante, el asno salió de estampía. El anciano, dando traspiés, se esforzó por seguido como pudo. Por un lado no quería perder al jumento y, por otro, tampoco exponerse a perder la silla de montar si la abandonaba. Con más pena que gloria intentó seguir al burro, pero toda tenta­tiva fracasó. Extenuado, cayó en la tierra de rodillas. Después se restableció un poco y partió hacia su casa. Llegó bañado en sudor, desencajado y con graves dificultades para respirar, pero a pesar de todo, su primera pregunta fue si había regresado el jumento. Sí, el burro había regresado. Entonces el anciano se sintió muy aliviado y complacido, pero fue por unos instantes, porque momentos des­pués tuvo un paro cardíaco. Al borde de la muerte, abrió un ins­tante los ojos velados por las cataratas y reunió todas sus tuerzas para formular la que sería la última pregunta de su vida:

-Pero ¿de verdad que ha regresado el burro?


Comentario
La codicia impregna hasta los últimos instantes de la vida. Puede estar una persona muriéndose (como me fue referido un caso) y en esos últimos minutos de existencia consultar los números de la Bol­sa, en lugar de ocupar esos postreros instantes en hacer un acto de conciliación con todos los seres o llorar en paz. La avidez puede lle­gar a no tener límite y condicionar lo que los hindúes denominan «las Tres Puertas de Brahma»: la mente, la palabra y los actos. En­tonces se deja de disponer de una mente saludable para tener una calculadora sobre los hombros, y la vida entera se convierte en una senda no hacia la plenitud, sino hacia la inversión y la acumulación. Se llega a negociar con los afectos y los sentimientos y todo se con­vierte en una transacción. Sólo cuando una mente está libre de codi­cia, se toma firme y no vacilante, sosegada y no agitada, amorosa y no odiosa. Una persona con esa avaricia desmedida no puede en ver­dad ni protegerse a sí misma ni proteger a los demás, al menos en el maravilloso sentido en que lo cifra el Anguttara Nikaya al declarar:

«Protegiendo a uno mismo se protege a los demás; protegiendo a los demás se protege a uno mismo.

¿Cómo protegiéndose a uno mismo se protege a los demás? Con la práctica frecuente y repetida de la meditación.

¿Cómo protegiendo a los demás se protege a uno mismo? Con paciencia y perseverancia, con una vida sin violencia e inofensiva, con afabilidad y compasión».



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