El libro de la serenidad



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El príncipe arquero



Era un príncipe muy aficionado a la arquería, pero la verdad es que no tenía ni talento ni habilidad para esta actividad y, además, era muy débil de complexión y apenas podía tensar el arco; in­cluso el que utilizaba era más ligero de lo normal, a pesar de que sus consejeros lo cogían y simulaban que era un arco muy pesado, difícilmente sostenible salvo por un hombre atlético. El prín­cipe estaba convencido de su sagacidad y talento para el manejo del arco y, arrogándose las cualidades de un fenomenal arquero, se pavoneaba entre sus cortesanos. Nadie se atrevía a contradecirle; por el contrario, sus consejeros elogiaban sus aptitudes para este arte.

Pero cierto día el monarca de un reino próximo organizó una competición de arco y convocó a los mejores arqueros de los dife­rentes reinos. El príncipe se dijo: «Magnífico, pues ahora demos­traré que soy el mejor». Los consejeros, no obstante, se esforzaron por hacerle desistir de su asistencia al certamen. El príncipe pro­testó:

-¿Estáis locos? ¿Acaso no soy el más hábil en el tiro al arco? Demostraré que soy insuperable. No hay nadie que pueda compa­rárseme en destreza.

Llegó el día fijado para la competición. Se reunió un gran nú­mero de personas para contemplar la exhibición, toda vez que la prueba congregaba a los mejores arqueros de los diferentes reinos. El príncipe no disimulaba su arrogancia y se mostraba vanidoso y seguro de ganar e incluso humillar a sus competidores. Como se trataba de notables arqueros, la diana se colocó a una distancia considerable. Uno por uno, los competidores fueron disparando sus arcos y, con mayor o menor habilidad, todos alcanzaron con sus flechas el área de la diana.

Por fin le tocó el turno al príncipe. Tensó el arco y soltó la fle­cha, que sólo llegó a medio camino. No podía creerlo, por lo que de nuevo disparó su arco para comprobar otra vez que la flecha no conseguía ser impulsada más allá. No satisfecho, lo intentó de nue­vo, con los mismos resultados. Entonces todos los asistentes co­menzaron a reírse del príncipe y a preguntarse cómo un inepto así había tenido la osadía de presentarse a la competición de los me­jores arqueros de la época. El príncipe se sintió profundamente hu­millado y ridiculizado.
Comentario
¿De qué nos envanecemos? Tarde o temprano no podremos es­tar a la altura de nuestra imagen ni de la que hemos pretendido dar a los demás. Sin dejar de fabricar la red del ego, ésta nos hace sus esclavos y puede acabar por ahogar nuestra verdadera naturaleza. El autoengaño toma tal fuerza que nos impide ver lo que es, acep­tar nuestras limitaciones y recreamos en el dulce océano de la hu­mildad. Competir, luchar, superar a otros, vencer, ¿de qué sirve todo ello si seguimos acarreando nuestra mezquindad, nuestra an­gustia y nuestra insensatez, además de otro montón de cualidades nocivas? ¿Qué frutos pueden surgir del autoengaño y la autoim­ponancia que no sean la perturbación y la aflicción?

Donde hay competición nunca puede haber compasión. Aun los que ganan pierden y, además, no se gana siempre y en la as­censión ya están implícitas la caída y la decepción. Antes o después comprobaremos, espantados, nuestra mediocridad, como el prín­cipe de la historia, pero no hay mayor ni peor mediocridad que la espiritual o emocional. El sosegado sabio no destina su interés ni su energía en vencer, ganar, humillar y apabullar a los demás, sino más bien, como explica Francisco de Asís, de esta manera:

«¡Oh, Divino Maestro!, concédeme que yo no desee ser conso­lado, sino consolar; ser comprendido, sino comprender; ser ama­do, sino amar, pues recibimos cuando damos, somos perdonados cuando perdonamos, nacemos a la vida eterna cuando morimos para nosotros mismos».


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