El libro de la serenidad



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La antorcha



Era de noche. Un hombre caminaba con rapidez en la oscuridad. Al torcer una esquina chocó violentamente con otro que llevaba en la mano una antorcha. Iba a reprenderle con acritud cuando se dio cuenta de que era ciego. Entonces le dijo:

-Pero ¿se puede saber para qué llevas una antorcha en la mano si eres ciego?

El invidente repuso:

-Para que los atolondrados como tú puedan verme y no tropie­cen conmigo.


Comentario
Estar consciente: ése es el empeño. Los yoguis dicen: «Por don­de hemos entrado (la conciencia), hay que salir». La conciencia es atención, energía, intensidad, vitalidad y sabiduría. Una conciencia firmemente establecida y desarrollada nos previene contra infini­dad de obstáculos tanto externos como internos. Hay que esfor­zarse un poco más por estar lúcidos y conscientes. La conciencia se puede desarrollar mediante la ejercitación. Podemos ir salpicando la jornada de actos de mayor conciencia: sea al pensar, al hablar, al hacer. Estando más conscientes despejaremos los engaños de la mente y evitaremos palabras acres y arrogantes. El sabio Santideva declaraba: «El que desea seguir el Entrenamiento debe proteger cuidadosamente su mente; no puede seguir el Entrenamiento si la voluble mente está desprotegida».

Culpar



Era un apacible y modesto campesino que sólo poseía un burrito. Un día, al ir al establo, comprobó apenado que se lo habían roba­do. Entonces se dirigió al puesto de policía y contó lo sucedido. Uno de los policías le recriminó con acritud:

-Es usted un descuidado. No se le ocurre a nadie, desde luego, tener un cerrojo tan inseguro en la puerta del establo.

Otro, en mal tono, le dijo:

-O sea, que el burro se veía desde afuera. Pero ¿por qué la puer­ta del establo no era más alta? Si se veía el jumento eso resultaba una tentación para el ladrón, claro que sí. ¡Vaya ocurrencia!

El tercer policía se expresó así:

-Pero lo que es inexplicable es que usted no estuviera vigilando al burro. Cada uno tiene que cuidar lo que posee, vigilarlo y es­pantar así a los ladrones. Usted se ha comportado negligentemen­te y, claro, le han robado el burro.

A pesar de su paciencia y sencillez, el campesino no pudo al fi­nal más que replicar:

-Bueno, señores policías, está bien que me llamen la atención, pero me gustaría comentarles que alguna culpa debe haber tenido también el ladrón, ¿no creen?


Comentario
La irrefrenable tendencia a culpar. ¿Quién no la tiene?, ¿a quién no domina? Es lo fácil. El niño siempre tiende a culpar y cuando el ego inmaduro prevalece, sigue esta inclinación a culpar a los de­más. Pero en la medida en que uno madura, se refrena tanto la ten­dencia a culpar como a sentirnos neuróticamente culpables. La cla­ridad de la mente es el antídoto contra culpabilidades de cualquier orden.


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