El libro de la serenidad



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El amuleto



Era un hombre que siempre había tenido mucha suerte, pero

como «la vida se encarga de desbaratarlo todo», tal cual reza el an­tiguo adagio, la fortuna le cambió y comenzó a ser castigado por las adversidades de la vida. Se enteró de la existencia de un nota­ble mentor y fue a visitarle, para decirle:

-Maestro, estoy al borde de la desesperación. Desde hace un tiempo todo me sale mal. Mi mujer ha enfermado, mis negocios dan pérdidas y mi ánimo está abatido.

-Así son las cosas -repuso ecuánimemente el maestro-. Las co­sas vienen, las cosas van. La ola asciende, la ola desciende. Una estación sigue a la otra. Hay vicisitudes, sí. Vienen, pero también parten.

-No, no, no creo que sea cosa de los acontecimientos o del azar. Algún conjuro han realizado contra mí, te lo aseguro, respetado maestro.

El hombre estaba obsesionado pensando que habían conjurado maléficamente contra él y de ahí que todos los acontecimientos le fueran desfavorables y adversos. El mentor, por mucho que trató de disuadirle de esa obsesión apelando a lúcidos razonamientos, no lo consiguió. ¿Qué hacer entonces? Le dijo:

-Menos mal que todavía tengo el amuleto que mi gran maestro, que mora en una cueva de los Himalayas, me dejó. Es infalible para estos casos.

-¿Estás seguro?

-Nunca ha fallado, nunca. No hay conjuro que no sea neutrali­zado por su poder. Pero hay que llevarlo un mes atado al cuello y dedicarle una plegaria todos los días. Es un amuleto muy podero­so. No vayas a perderlo.

Se lo entregó al hombre y se lo colgó al cuello. Era una china de río.

-Está bendecido por mi maestro y también su mentor lo bendi­jo y el maestro de su maestro.

-No sabes cuánto te lo agradezco, alma noble.

El hombre se marchó aliviado. Todos los días efectuaba una plegaria al amuleto. Su ánimo comenzó a restablecerse; sus ne­gocios empezaron a ir mejor y su esposa comenzó a recuperar­se. Pasado un mes, volvió ante el maestro, le rindió pleitesía y le dijo:

-¡Qué gran reliquia! Aquí la tienes, señor, ¡es muy valiosa! ¡Vaya poder el suyo!

Pero el mentor ordenó:

-¡Tírala! ¡Deshazte de ella! Es una simple piedrecilla.

El discípulo se quedó atónito.

-¿Por qué has hecho esto? -preguntó indignado.

-Porque estabas tan obsesionado que he tenido que utilizar tu imaginación constructiva para refrenar tu imaginación destructiva. Es como cuando un hombre sueña que le ataca un león, pero en­cuentra un revólver y lo mata; o sea, que con un arma ilusoria ha matado a un león ilusorio.

Y el maestro estalló en carcajadas.


Comentario
La imaginación es una energía muy poderosa. Es excelente cuando se utiliza de manera creativa o constructiva, pero es un enemigo implacable cuando su empleo es negativo y destructivo. La imaginación descontrolada nos puede conducir a la sospecha infundada, la hipocondría, el temor o miedo irracional, las fanta­sías perniciosas y dolientes, los juicios erróneos, las proyecciones insanas e incluso a buen número de trastornos psicosomáticos. La
mente tiene una capacidad especial para generar creaciones y lue­go tomarlas por reales. Podemos llegar a ver lo que tememos ver, del mismo modo que otras veces vemos lo que queremos ver o nos gustaría ver. Por fortuna, no todo lo que nuestra imaginación per­versa ha anticipado se ha cumplido y de hecho si incluso algunos acontecimientos dolorosos o calamitosos han tenido lugar tras ha­berlos imaginado y anticipado, nunca han sido como los habíamos fantaseado o nuestras reacciones han sido bien distintas a las su­puestas.

La vida es imprevisible. Pero muchas personas sufren por los extravíos de su imaginación, que se toma muy engañosa. El maes­tro de nuestro cuento se ve obligado a utilizar, sagazmente, un en­gaño para disolver otro engaño, como una espina saca otra espina, pero luego hay que deshacerse de ambas. La mente tiene un poder creativo y curativo, pero también uno destructivo y enfermizo. En la psicología budista más antigua, la que pertenece a la genuina en­señanza del Buda, se hace referencia a diez trabas mentales, que son: la ilusión del ego o yo independiente, la duda sistemática o escéptica (bien diferente de la duda que invita a seguir indagando), el apego a ritos y ceremonias, el apego, el deseo de estados sutiles, el deseo de estados inmateriales, la presunción, el desasosiego y la ofuscación.

La ofuscación o ausencia de lucidez y claridad mentales condu­ce a la imaginación descontrolada y alienada. En la medida en que una mente se va liberando de sus trabas, todas sus funciones son más precisas, ordenadas y constructivas, y la mente enemiga se va tornando mente amiga y muchas aflicciones comienzan a supe­rarse. La persona, entonces, está más preparada para encajar las vicisitudes de la vida y saber que son inherentes a la dinámica exis­tencial y no se deben a ningún tipo de conjuro o magia. La me­ditación nos enseña a refrenar la imaginación incontrolada y a menu­do perniciosa, porque alerta la atención, favorece el dominio de la mente y va potenciando los factores de crecimiento: la clara inda­gación de la realidad como es, el contento, la ecuanimidad, la ener­gía, el sosiego y otros.

Es conveniente ejercitarse en contemplar atenta y ecuánimemen­te las acrobacias de la imaginación y poder así mirarla sin reaccionar o ser afectado por ella o incluso poder erradicarla y centrarse más en la realidad del momento. Con demasiada frecuencia, memorias e imaginaciones usurpan el lugar a la realidad momentánea y fre­nan el aprendizaje de momento en momento, la frescura de la mente y el desarrollo de la conciencia.




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