El libro de la serenidad



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Sueños premonitorios



Era un hombre muy codicioso, pero que siempre vivía angustia­do y sin deleitar la paz interior. Además de ser el dueño de muchas tierras, tenía un caballo, una cabra, una vaca y un cerdo. Siempre estaba obsesionado con sus posesiones, que no le daban ningún so­siego. Todas las noches le rogaba al Divino que salvase sus perte­nencias y que la fortuna nunca le diera la espalda. Eso era todo lo que pedía. y una noche soñó que el caballo iba a morirse. Nada más despertarse se dijo: «No vaya perder lo que vale el caballo; que se le muera a otro». Fue al mercado y lo vendió. La noche si­guiente, soñó que se le moría la cabra, razonó de la misma mane­ra y la vendió, diciéndose: «Que se le muera al comprador, a mí me da igual, porque tengo mi dinero». La siguiente noche, soñó que se moría la vaca y nada más amanecer ya la había puesto en venta y poco después se deshacía de ella. A la cuarta noche, soñó que se moría el cerdo y tampoco dudó en venderlo al día siguiente. «¡Me­nos mal que pude librarme de ellos antes de que murieran y así no he perdido el dinero», se dijo suspirando aliviado y contento. Pero esa noche soñó que era él quien se moría. Aterrado, al alba, fue al santuario a rezar al todopoderoso señor Shiva y a pedirle una so­lución. Escuchó la voz de Shiva en el centro de su cerebro, dicién­dole: «Véndete a ti mismo, a ver si logras salvarte».
Comentario
La muerte está siempre al acecho. A mayor apego, mayor mie­do a morir. Lo que tememos no es tanto lo que pueda o no venir como lo que dejamos atrás y nos causa placer, insuflando nuestro ego, cuya disolución constituye la mayor angustia. Para el que ha muerto en vida (matando su ego), ¿quién hay para morir? Muy po­cas personas fallecen en paz. También ha habido raros individuos, con gran autocontrol psicosomático, que han muerto consciente­mente, y otros que se han retirado de manera voluntaria de su cuerpo, como hicieran antaño algunos yoguis. Liberando su men­te de oscurecimientos, han matado la muerte y penetrado en ese estado de supraconciencia, irreductible a ningún concepto, y del que Buda lo máximo que podía explicar era: «Hay algo no nacido, no originado, no creado, no constituido. Si no hubiese algo no na­cido, no originado, no creado, no constituido, no cabría liberarse de todo lo nacido, originado, creado y constituido. Pero puesto que hay algo no nacido, no originado, no creado, no constituido, cabe liberarse de todo lo nacido, originado, creado y constituido».

No obstante, lo más sorprendente es que nos estamos murien­do y no nos convencemos de ello. Seguimos enredados en todo tipo de afanes, ocupaciones y preocupaciones, como si quedara mucho tiempo. Pero llegará el día (nunca lejano si uno no ha con­quistado el verdadero sosiego interior) en el que nos veremos en la situación irreversible de «Véndete a ti mismo, a ver si logras salvarte». En esta finitud entre dos infinitudes que es la existencia humana, en esta breve representación entre dos eternidades, sería importante aprender el arte del desligamiento, aunque fuera par­cialmente. No dejes que las actividades y los afanes te liguen de tal modo que te olvides del que se activa y se afana. Si no sabemos gra­vitar en nuestro ser interior y nos volvemos frenéticamente centrí­fugos, la vida se consume sin haber hecho nada de valor ni dentro ni fuera de nosotros mismos. Todo lo que hagamos debe estar dic­tado, para que sea en realidad fructífero (al menos en el ámbito de la evolución de la conciencia), por una intención recta y pura.




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