La ocurrencia del maestro
Entre todos los discípulos había uno que era con mucho el más indolente, a pesar de que aseguraba anhelar la paz interior. No había forma de corregirle. Iban pasando los años y no avanzaba espiritualmente, entre otras razones porque siempre estaba tumbado en la cama pensando en las musarañas, o se entretenía cotilleando con los demás, o buscaba los mil y un modos de continuar holgazaneando. Cierto día, se unió al grupo de discípulos un hombre que era especialista en maquillar a los bailarines de danza clásica. Al maestro, entonces, se le ocurrió una idea: le pidió al recién incorporado que caracterizara al holgazán, mientras dormía, como si hubiera envejecido veinte años. Así lo hizo el maquillador. El perezoso discípulo se levantó de la cama a media mañana y, saltándose como de costumbre tanto la meditación como las tareas domésticas, se dirigió a la fuente para lavarse. Al ver su rostro envejecido reflejándose en las aguas, se espantó. Comenzó a llorar desesperadamente y fue corriendo hasta el maestro.
-Pero ¿qué me ha sucedido? -preguntó entre sollozos irreprimibles.
-Nada -dijo el mentor, disimulando hábilmente-. ¿A qué te refieres?
-Pero ¿no me ves terriblemente avejentado?
-Bueno -repuso el maestro-, pues igual que te vi ayer y anteayer. Sí, ya te has hecho mayor. Lo peor es que has perdido el tiempo, no has avanzado interiormente y no has conquistado la paz interior que anhelabas. Has consumido tu vida sin ningún logro espiritual.
El discípulo se echó al suelo llorando desconsoladamente, lamentándose con estas palabras:
-¡He desaprovechado mi vida! ¡He quemado de manera absurda mi existencia! ¡Soy viejo y no he hecho ningún progreso espiritual! ¡Es verdaderamente terrible! Si pudiera volver a la juventud...
-¡Qué mal negocio has hecho, querido mío! Pero ¿cómo vas a volver a la juventud? Muy mal negocio, sí, porque incluso los diamantes, el oro y la plata pueden comprarse en el bazar, pero nadie puede comprar ni el tiempo ni la paz interior.
El maestro dejó que su angustiado discípulo llorara un rato. Después pidió un cubo de agua y él mismo le limpió la cara con un paño. A continuación dijo:
-Ahora no sigas holgazaneando. Eres joven, pero la vida pasa muy rápido.
El discípulo se volvió el más diligente del grupo.
Comentario
Todos nos podemos hacer una pregunta para tratar de remover un poco nuestros cimientos y tornarnos más diligentes. La pregunta es: ¿cuál sería mi reacción si ahora un especialista me dijera que tengo una enfermedad incurable y en pocos días vaya morir? Podríamos añadir otros interrogantes: ¿he hecho lo que debía hacer en estos años de vida? ¿He aprovechado la existencia humana como debía? Si tuviera ocasión para ello y se me diera una segunda oportunidad, ¿qué cambiaría en mi proceder?
Pero no hay una segunda oportunidad. Esta vida puede ser más o menos larga, pero es única e irrepetible. Podemos aprovechada o malgastarla. ¡Cuánta desdicha inútil, cuánto odio, cuántos pensamientos mortificantes, cuántos conflictos innecesarios, cuánto dolor absurdo provocado a los demás y a uno mismo!
Que cada persona reflexione por sí misma. Hay un adagio muy crudo, pero muy significativo, que reza: «A cada uno, su gusto: los hay que prefieren las ortigas».
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