El libro de la serenidad



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La visita al médico



No había podido conciliar el sueño en toda la noche por culpa de un marcado malestar de estómago. Nada más amanecer, fue a la consulta del médico y le dijo:

-Doctor, no puedo soportar el dolor. ¡Es horrible!

-Bien, bien. ¿Qué cenó anoche?

-Tomé una gran cantidad de pan muy caliente y he debido su­frir una indigestión.

Entonces el médico le extendió una receta y, al entregársela, le dijo:

-Aquí le receto unas gotas para los ojos.

-¿Para los ojos? -preguntó en el colmo de la extrañeza el pa­ciente.

-Sí -afirmó el doctor-. Su problema no es de estómago, sino de vista, porque no ha sabido distinguir entre el pan caliente y el pan frío.


Comentario

Uno de los grandes impedimentos para hallar la comprensión real y la serenidad son los enfoques incorrectos, que distorsionan los hechos e inducen a actitudes y procederes inoportunos. Es como si no operasen correctamente los «conectores» de la mente y entonces nos informasen de una manera equivocada, con lo que la visión se estrecha y la información obtenida no es certera. A me­nudo nos falla el discernimiento, y nuestro entendimiento, al no

resultar lúcido, nos impide decidir con sabiduría, distinguir con precisión y adoptar el adecuado proceder. Muchas veces el empa­ñamiento de la visión deriva de una falta de atención y ecuanimi­dad, o de un desmesurado egocentrismo, de tendencias muy mar­cadas al apego o alodio, emociones negativas, códigos y esquemas u otros factores. El esclarecimiento de la visión es uno de los logros que debemos proponemos y para ello hay que trabajar necesaria­mente con el discernimiento para ir recuperando la sabiduría dis­criminativa. La visión oscurecida provoca innecesarias querellas, discordia, opiniones equivocadas, dogmatismos, fanatismo y dolor. Los antídotos para la visión perturbada y demasiado coloreada por el egocentrismo y las opiniones son la ejercitación del entendi­miento, la comprensión intelectiva, la duda constructiva, la investi­gación rigurosa, la apreciación de otros puntos de vista, el saluda­ble dominio del pensamiento y, por supuesto, la meditación como disciplina.

Unidad



Desde hacía años había optado por la vía del eremitismo y per­manecía aislado en una cueva en las montañas, dedicado a la inda­gación espiritual.

Estaba cierto día en meditación, cuando un ratoncito empezó a deslizarse por la cueva y, confiado, se acercó al eremita y se puso a enredar entre sus piernas. El asceta, harto y enfurecido, gritó:

-¡Déjame en paz de una vez, molesto roedor! Me estás impidiendo entrar en meditación profunda y fundirme con el Ser.

-Pero, señor... -balbució tembloroso el roedor-, es que estoy buscando algún resto de comida, porque me muero de hambre.

-¡Serás necio! -exclamó el eremita-. Después de muchos años estaba a punto de conseguir la unión con el Divino y tú me has in­cordiado y me lo has impedido.

El ratoncito sonrió irónicamente y dijo:

-Si no eres capaz ni de sentirte unido a mí, un miserable ratoncillo, ¿cómo vas a poder unirte con el Divino?
Comentario
La búsqueda del auto conocimiento y la serenidad nunca debe ser una vía de escape ni un subterfugio para evadir las propias res­ponsabilidades. Eso no es visión justa ni conduce a la verdadera rea­lización. No podemos mirar tan lejos que no veamos lo que está a nuestro lado ni extraviarnos en acrobacias espirituales sin aten­der a lo más urgente e inmediato. La ecuanimidad no es indiferen­cia. La búsqueda de lo Sublime debe saber elevar a rango de subli­me incluso un canto rodado y, por supuesto, cualquier criatura vi­viente, porque cualquier forma de vida es sagrada. Había una mu­jer notable que fue una común y eficiente ama de casa, pero que en la vejez ardía en deseos de convertirse en río para poder saciar la sed de todos los seres. Se llamaba Devahuti y a tal grado llegaba su amor hacia los otros. En el anhelo de fundirse con el Ser, el místi­co no da la espalda a las otras criaturas, sino que por el contrario su evolución de la conciencia es la mejor contribución para todas las criaturas y a todas ellas desea encontradas en el templo de su propio corazón. El afán de trascendencia nunca debe empañar la contemplación de las necesidades de los otros seres sintientes, por­que el desapego no es despego, y en la disciplina para el autoco­nocimiento toda forma de vida se considera un resplandor maravi­lloso e irrepetible del Alma Cósmica.


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