Quién sabe
Era un verdadero maestro, al que a menudo los discípulos planteaban cuestiones existenciales. Entonces, invariablemente respondía:
-¡Quién sabe!
Había discípulos que se indignaban; otros quedaban perplejos por la ambigüedad de la contestación, y otros insistían en el debate de si hay alma o no, si existe o no un ser superior, si a la vida tras la muerte le sigue otro tipo de vida y cuestiones similares.
El maestro contestaba: -¡Quién sabe!
Esta rutinaria y habitual respuesta comenzó a despertar sospechas entre los discípulos así como irritabilidad o notable desconfianza en muchos de ellos. Cada vez que le formulaban preguntas filosóficas, respondía:
-¡Quién sabe!
Muchos empezaban a hartarse; otros dudaban de la inteligencia del mentor; algunos aseguraban que era un ignorante que fingía ser instructor espiritual. Un grupo de discípulos estaba cotilleando, criticando al maestro, cuando pasó por allí otro preceptor espiritual y, al verlos tan alterados, les preguntó qué les sucedía. Se lo contaron y el preceptor, tras escucharles atentamente, dijo:
-¡Qué fácil es censurar como lo estáis haciendo, sin juicio claro ni sabio discernimiento! Deberíais avergonzaros. Sois unos ignorantes.
Los discípulos se quedaron estupefactos, sin poder siquiera reaccionar. El preceptor añadió:
-Cuando vuestro maestro os dice «quién sabe» puede entenderse como «yo no lo sé», o «nadie lo sabe». O «unos lo saben y otros no lo saben», o «vosotros no lo sabéis», o «no es posible saberlo», o «no viene al caso si se sabe o no se sabe», o «es irrelevante saberlo», o «sólo los iluminados lo saben»... Con esa intencionada ambigüedad lo que pretende vuestro mentor es que utilicéis el recto entendimiento. Lo hace para favoreceros y que maduréis y, en cambio, vosotros sólo utilizáis vuestra impúdica lengua como un estilete para criticarle.
Comentario
Un gran adagio reza: «No digas nada si no es más bello que el silencio». Pero no es fácil practicar la noble disciplina de la recta palabra, que Buda cifraba en: «lo que oye aquí, no va a repetirlo allí, por no crear discordia. Trata siempre de reconciliar a quienes no estén concordes, y de fomentar la armonía de los que ya lo están. Le complace la concordia, goza y disfruta con ella, y todas sus palabras tienden a fomentarla. También evita y se abstiene de decir groserías. Sus palabras son suaves, agradables, afables, cordiales y atentas. Su modo de hablar agrada y complace a la gente». Poco más se puede decir y desde luego no mejor expresado.
Sin embargo, en las mentes donde reside resentimiento, frustración, odio, envidia y rencor, arde un fuego malévolo que tiñe las palabras de veneno y las convierte en malas, feas, destructivas y enemistosas. Entonces, la palabra, en lugar de tender puentes de comprensión y sembrar concordia, divide, segrega ponzoña y destruye.
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