El libro de la serenidad



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­El apego del faquir
La prueba más difícil y portentosa a la que pueda someterse un fa­quir es la del enterramiento viviente. Un rey se enteró de que ha­bía un asceta que había conseguido dominar esa proeza y que por ello había ganado fama de santo. Hizo que se presentara ante él y le dijo:

-Buen hombre, si eres capaz de permanecer enterrado cuarenta días te daré este diamante de valor insuperable.

El monarca mostró el prodigioso diamante al asceta. Era una joya excepcional.

-Tengo grandes poderes, señor. Sometido a rigurosas peniten­cias, he conseguido un enorme dominio sobre mí mismo. Sí, acce­deré a tus deseos.

El asceta fue introducido en una urna y luego enterrado a varios metros de profundidad. La guardia del rey se apostó día y noche al lado de la fosa, para vigilar e impedir el fraude. Cuarenta días des­pués, sacaron la urna, la abrieron y, en cuanto recobró el sentido, el asceta empezó a exigir:

-¡Mi diamante, mi diamante! ¡Dádmelo enseguida, dádmelo en­seguida! ¿Dónde lo tenéis?


Comentario
Las antiguas enseñanzas sobre la evolución de la conciencia y la búsqueda de la calma profunda insisten en que no hay mayor po­der que vencer el apego y la codicia, enraizados en lo más profun­do de la psique humana, y que ligan al individuo a todo aquello que experimenta como agradable o placentero, robándole mucha energía interior, cegándole y abocándole a actos o actitudes innobl­es. La codicia contrae la conciencia y la enquista de tal modo que es muy difícil madurar y recobrar el equilibrio interior. No es fácil, desde luego, refrenar el impulso de la codicia, que tanta desdicha puede llevar a los otros e incluso a uno mismo.

La codicia impregna la mente de la mayoría de los seres humanos y los priva del correcto entendimiento. La madurez psíquica posibilita salir de la servidumbre de la avidez, aprender a soltar en lugar de asir de modo tan compulsivo. El codicioso se centra en el perseguir, apoderarse, aferrarse y retener, lo que le desequilibra y cierra la senda hacia la calma profunda. Ejercitarse en el desasim­iento y la generosidad es el modo de aprender a no apegarse tan­to ni a los propios procesos psicofísicos ni a lo exterior. A medida que uno está más lleno de sí mismo y se va completando, se redu­ce la necesidad de apegarse.

En lo profundo del alma humana hay un foco de angustia. La angustia oprime, angosta, produce una sensación de profunda insa tisfacción y vaciedad. Es como si hubiera un hueco imposible de ll enar. La persona, por culpa de un enfoque distorsionado y una visión incorrecta, se empeña en repletar ese hueco existencial me­diante el afán compulsivo de objetos externos, a los que se apega desesperadamente. Pero la insatisfacción y la angustia permanecen o incluso se intensifican, porque se están utilizando medios fala­ces e ineficaces para suturar la brecha interna. Uno tiene que lle­narse de uno mismo.

Resulta ilustrativa la siguiente analogía: al nacer se coloca en el interior de la persona un hueco vacío. Durante años podemos in­currir en la ilusión de querer llenado con metas y logros externos, pero es inútil. Bienaventurado y afortunado el que comprende que sólo es posible llenado desde dentro. La angustia es un sen­timiento de separación, que viene desde la remota infancia. El místico logra trascenderla cuando sigue con éxito la vía del retor­no al Origen. Mientras tanto, para hacer más leve o soportable esa angustia, nos aferramos y desplazamos al objeto deseado: nues­tra propia identidad. El mayor poder, la gran proeza, es superar las reacciones de intenso apego que se repiten en nosotros y co­menzar a disfrutar de la nube de calma que representa el desasi­miento.



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