El libro de la serenidad



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Comentario

El liberado-viviente es de todos y de ninguno; está en el mun­do sin estar en él. Aunque sigue atendiendo las necesidades de su cu erpo hasta que lo abandona, no se involucra con él y, además,ca rece de apegos y aversiones. Es inafectado y sereno. Pero su es­pecial modo de ver y reaccionar no es fácilmente comprensible ara los que no están iluminados, que pueden llegar a confundir a serenidad con frialdad, aunque un realizado es todo compa­sión.

Hay diversas dimensiones en la conciencia y cada una ofrece su grado de entendimiento y comprensión. Un ejemplo muy burdo, pero esclarecedor, es que no tenemos la misma visión desde el sóta­no de una casa que desde el ático de la misma. En la medida en que la persona evoluciona interiormente, se modifica su visión, que se hace más clara y panorámica, capaz de ver todos los aspec­tos de una situación. Esta «mirada» más global y menos subjetiva egocéntrica es infinitamente más luminosa y pura.

El que va accediendo a las más elevadas regiones o dimensiones el entendimiento contempla la multiplicidad como parte de una unidad, igual que las olas forman parte del océano. En comunión con la Totalidad, la serenidad se torna muy profunda y el sabio, aunque con infinita compasión, mantiene su calma ilimitada a pesar del sufrimiento inherente a todo lo constituido, porque por su penetrativa manera de ver puede amar sin apego, experimentar sin reacciones interiores, sin permitir que su ser interno se implique en las fantasmagorías de la existencia fenoménica. Como el sabio ha obtenido una ruptura del nivel ordinario de la conciencia, y ve más allá, no es fácil entender su manera de percibir, pero él ya no está dominado por la vida y su comprensión le permite ver la realidad subyacente más allá de las apariencias, desde una inconmovible paz interior.

La conciencia de la persona realizada ha crecido y se ha expandido, habiendo «estallado» la red de las ilusiones cósmicas y las apariencias que «engatusan» a la mente ordinaria.

­El apego del faquir
La prueba más difícil y portentosa a la que pueda someterse un fa­quir es la del enterramiento viviente. Un rey se enteró de que ha­bía un asceta que había conseguido dominar esa proeza y que por ello había ganado fama de santo. Hizo que se presentara ante él y le dijo:

-Buen hombre, si eres capaz de permanecer enterrado cuarenta días te daré este diamante de valor insuperable.

El monarca mostró el prodigioso diamante al asceta. Era una joya excepcional.

-Tengo grandes poderes, señor. Sometido a rigurosas peniten­cias, he conseguido un enorme dominio sobre mí mismo. Sí, acce­deré a tus deseos.

El asceta fue introducido en una urna y luego enterrado a varios metros de profundidad. La guardia del rey se apostó día y noche al lado de la fosa, para vigilar e impedir el fraude. Cuarenta días des­pués, sacaron la urna, la abrieron y, en cuanto recobró el sentido, el asceta empezó a exigir:

-¡Mi diamante, mi diamante! ¡Dádmelo enseguida, dádmelo en­seguida! ¿Dónde lo tenéis?


Comentario
Las antiguas enseñanzas sobre la evolución de la conciencia y la búsqueda de la calma profunda insisten en que no hay mayor po­der que vencer el apego y la codicia, enraizados en lo más profun­do de la psique humana, y que ligan al individuo a todo aquello que experimenta como agradable o placentero, robándole mucha energía interior, cegándole y abocándole a actos o actitudes innobl­es. La codicia contrae la conciencia y la enquista de tal modo que es muy difícil madurar y recobrar el equilibrio interior. No es fácil, desde luego, refrenar el impulso de la codicia, que tanta desdicha puede llevar a los otros e incluso a uno mismo.

La codicia impregna la mente de la mayoría de los seres humanos y los priva del correcto entendimiento. La madurez psíquica posibilita salir de la servidumbre de la avidez, aprender a soltar en lugar de asir de modo tan compulsivo. El codicioso se centra en el perseguir, apoderarse, aferrarse y retener, lo que le desequilibra y cierra la senda hacia la calma profunda. Ejercitarse en el desasim­iento y la generosidad es el modo de aprender a no apegarse tan­to ni a los propios procesos psicofísicos ni a lo exterior. A medida que uno está más lleno de sí mismo y se va completando, se redu­ce la necesidad de apegarse.

En lo profundo del alma humana hay un foco de angustia. La angustia oprime, angosta, produce una sensación de profunda insa tisfacción y vaciedad. Es como si hubiera un hueco imposible de ll enar. La persona, por culpa de un enfoque distorsionado y una visión incorrecta, se empeña en repletar ese hueco existencial me­diante el afán compulsivo de objetos externos, a los que se apega desesperadamente. Pero la insatisfacción y la angustia permanecen o incluso se intensifican, porque se están utilizando medios fala­ces e ineficaces para suturar la brecha interna. Uno tiene que lle­narse de uno mismo.

Resulta ilustrativa la siguiente analogía: al nacer se coloca en el interior de la persona un hueco vacío. Durante años podemos in­currir en la ilusión de querer llenado con metas y logros externos, pero es inútil. Bienaventurado y afortunado el que comprende que sólo es posible llenado desde dentro. La angustia es un sen­timiento de separación, que viene desde la remota infancia. El místico logra trascenderla cuando sigue con éxito la vía del retor­no al Origen. Mientras tanto, para hacer más leve o soportable esa angustia, nos aferramos y desplazamos al objeto deseado: nues­tra propia identidad. El mayor poder, la gran proeza, es superar las reacciones de intenso apego que se repiten en nosotros y co­menzar a disfrutar de la nube de calma que representa el desasi­miento.


La mente quieta



Desde niño se había sentido inclinado hacia el desarrollo interior. De un modo natural y espontáneo entraba a veces en meditación y se conectaba con lo Absoluto, aquietando por completo su mente. En toda circunstancia era ecuánime y sosegado, y cuando su her­mnano le desposeyó de todo y le hizo asumir las más serviles ta­reas, él no se inmutó. La gente le tomaba por tonto, porque vivía muy pobremente y, sin embargo, siempre estaba sereno y mantenía una pacífica semisonrisa en los labios.

El rey quiso un día hacer una ofrenda a la Diosa. Como todos le habían dicho que había un bobo inútil, el monarca pensó que era el individuo ideal para ser sacrificado. Le ataviaron para la cere­monia, sin que el muchacho perdiera en ningún momento ni su ecuanimidad ni su sonrisa. Después le colocaron sobre una plata­forma, en el santuario de la Diosa, y el propio monarca se dispuso sacrificarle cortándole la cabeza con la espada real. Cuando iba a asestarle el golpe mortal, se personó la Diosa en forma humana de mujer. Clavó sus enfurecidos ojos en los del monarca, que cayó ful­minado. Había muerto.

Cuando la Diosa descubrió que el joven estaba conectado con lo Absoluto y que siempre mantenía la mente en un inefable esta­do de serenidad, comprendió que si hacían daño a un ser de cora­zón puro, se lo estarían haciendo directamente a ella. Tras esbozar una sonrisa al joven, se desvaneció. Todos entendieron entonces que lo que parecía bobería en el joven era, en realidad, paz y sabi­duría. El primer ministro quiso proponerlo como rey, pero el mu­chacho volvió a ocuparse de sus tareas serviles, porque considera­ba que todas las labores y los trabajos eran igualmente necesarios y dignos.
Comentario
Hay un libro bellísimo que debería comenzar a leerse en la es­cuela. Me refiero a Los Ojos del Hermano Eterno, de Sweig, y que re­presenta un hermoso canto a la humildad y una dignificación de cualquier actividad, por humilde que sea, que el ser humano lleve a cabo. Hoy en día ya cada vez hay más personas que abogan por un retomo a la simplicidad de la vida, la sencillez y el sosiego. Pero son muy pocas proporcionalmente, porque la mayoría de las per­sonas en las denominadas sociedades del bienestar están embria­gadas por una orientación a acumular en lugar de a ser, como explicaba Fromm. Así, a menudo, se subestima a los fundamental­mente bondadosos (que como señalo en mi novela espiritual El Fa­quir son los únicos de los que no se puede prescindir) y se malin­terpreta un estado interior de serenidad y calma profunda, que se sitúa al otro lado de la mayoría de las mentes humanas, coloreadas por la ansiedad y el desasosiego.


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