El libro de la serenidad



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El gran maestro



Un joven estaba muy contento. Su amigo le preguntó:

-¿Qué te produce tanta alegría?

-He conocido a un maestro fenomenal que vive en la cima de la montaña. Un maestro incomparable.

-En ese caso háblame de él.

El eufórico joven dijo:

-Figúrate cómo será que se mortifica hincándose clavos, se ali­menta comiendo sólo hierba y se revuelca desnudo en la nieve.

-¡Ah! -exclamó el amigo-. ¿Y eso le convierte en un gran maestro?

El joven se quedó perplejo ante dicha pregunta tintada de iro­nía, pero aún le dejarían más estupefacto las palabras que siguieron:

-Eso también lo hace un caballo. Le pinchan con clavos, come hierba y le gusta revolcarse en la nieve.
Comentario
Las carencias emocionales de la persona le inducen a mitificar, idolatrar y crear ídolos de barro. Es la consecuencia de un ego frag­mentado e infantil, de la incapacidad de tomar el mando de uno mismo y darse un poco de seguridad, consuelo, satisfacción y ple­nitud. No lo olvides: más vale tu propia cárcel, que al menos es tuya, que entrar en la cárcel de otro. Merece ser admirado quien verdaderamente es noble en pensamientos, palabras y actos, por­que una persona tal es como una espléndida orquídea que destaca por cualidades insuperables.

La luna en el pozo



Una noche, una manada de monos iba cruzando un campo. Era una noche luminosa y espléndida. Al pasar junto a un pozo, como los monos son muy curiosos y enredadores, se asomaron a él. La luna se reflejaba en el agua del pozo y el jefe de los monos, atóni­to, exclamó:

-¡Atención, amigos míos! La luna se ha caído al pozo.

-Sí, sí -convinieron los otros monos-. Ahí está la luna. Se ha caí­do, se ha caído.

Todos comenzaron a preguntarse qué podían hacer para sacar­la de allí. Querían salvada, porque todos sabían que la luna era una buena amiga que alumbraba el camino en sus largas marchas noc­turnas. Empezaron a reflexionar hasta que al fin encontraron una solución. Formarían una larga cadena. El de un extremo se agarra­ría a un árbol y el de la otra punta sería el que podría coger la luna. Compusieron con sus cuerpos la larga cadena. Varios monos co­menzaron a descender por el pozo, tratando de que el del extremo alcanzara la luna. Pero el peso de los simios terminó por quebrar el árbol y todos cayeron al pozo. Momentos antes de ahogarse, tuvie­ron ocasión de comprobar que, milagrosamente, la luna había de­saparecido.


Comentario
Persiguiendo reflejos, ¿dónde vamos?; persiguiendo quimeras, ¿adónde nos dirigimos?; proponiéndonos logros falaces, ¿adónde llegaremos? Quizá por unos instantes, antes de abandonar este cuerpo, nos demos cuenta de que, milagrosamente, nuestra exis­tencia y todos sus reflejos se han desvanecido.

Kalu Rinpoche me contó una historia. Un hombre llegó hasta el maestro y le comenzó a contar las infinitas actividades que llevaba a cabo: sociales, culturales, profesionales, familiares y de ocio. El maestro le escuchó pacientemente y al final dijo: «Bueno, cuando mueras, en tu lápida pondrá: "He aquí un hombre que llenó su vida de actividades inútiles"».



Ayuda a los desvalidos



El maestro no quería que su discípulo se entregara sólo a la me­ditación y no la complementase con la práctica de acciones gene­rosas, porque sabía que la sabiduría que desencadenan la visión clara y la serenidad infinita consiste en combinar la disciplina men­tal con la acción generosa. Por eso, todas las tardes enviaba al alumno a que prestase ayuda a los más desvalidos. Una tarde el dis­cípulo fue a una leprosería y estuvo ayudando a los enfermos a co­mer y vestirse. Luego regresó a la ermita y esa noche el maestro le preguntó:

-¿Qué tal ha ido todo?

-¡Oh, muy bien! -exclamó el discípulo-. He ayudado muchísi­mo. Todo el mundo estaba encantado conmigo. He preparado co­midas, he lavado, he confeccionado vendajes. He sido de mucha ayuda, tanta que incluso se lo he comentado al director de la le­prosería y me ha felicitado. Sí, he ayudado enormemente.

Entonces, el maestro cogió la vela que estaba encendida y la arrojó a un pequeño fuego que había en el exterior para espantar a las alimañas. El discípulo se quedó consternado.

-¿A qué viene este acto impulsivo y absurdo? -preguntó inso­lentemente.

El maestro dijo:

-Como la cera se derrite en la hoguera, así se disipan los méri­tos de las buenas acciones de las que uno se ufana.
Comentario
Las maneras de apuntalar el ego son infinitas. La autoimportan­cia siempre encuentra el modo de engordar sin límites. Hay un di­cho que reza: «Al pobre que recibe una limosna no le importa la intención del que la dio». Pero al que hace méritos sí debe impor­tarle su actitud e intención. Unos hacen méritos por crecerse ante los otros o sentirse muy importantes ante sí mismos; otros, impe­lidos por la genuina compasión. La diferencia es enorme. La acti­tud inegoísta es la que distingue al que hace los méritos porque, de lo contrario, el mérito se toma desmérito, ya que contribuye a se­guir consolidando la burocracia del ego.

El médico



Era el médico más visitado de la ciudad. Atendía a miles de per­sonas al año. Un día estaba esperando a un enfermo, pero el pa­ciente tenía que asistir a un juicio y le había pedido a su hermano que fuera al médico a decide que no podía acudir a la cita. El hom­bre llegó a la consulta del doctor y nada más entrar, el galeno le dijo desde la distancia:

-Tiene usted un cólico nefrítico y le vaya recetar...

-No, doctor, yo...

-Sí, se lo veo en la cara. Veo que le duele mucho, pero no se preocupe, porque le vaya recetar un medicamento que acaba de salir y...

-Pero doctor...

-Ya verá qué pronto se aliviará, ya lo verá. Pero no deje de to­marla. Tiene usted, efectivamente, muy mal aspecto. Sí, la expre­sión de rostro y el color de tez típicos de un cólico. Tome, tome la receta. Tres píldoras por día. Ya verá cómo enseguida se repone.

-Pero, doctor -insistió el hombre-, estoy perfectamente sano. Nunca he estado enfermo en mi vida ni me ha dolido jamás nada. Venía a decide a usted que tendrá que recibir otro día a mi herma­no porque hoy no podía venir.

El médico se quedó perplejo y avergonzado. Había visto tantos enfermos que ya no sabía reconocer a los sanos.


Comentario
Pocas personas escapan del fenómeno mental que se denomina «proyección». Los códigos, esquemas, prejuicios y creencias con­dicionan y velan la visión. Hay mentes que, mientras no se sanen a sí mismas, sólo percibirán insania en los demás. La tendencia a ver el lado feo o difícil de las personas impide la visión de su ver­tiente más hermosa y prometedora. De poner tanto énfasis en el lodo, se termina por no contemplar el hermoso y resplandeciente loto que se yergue en el aire. Aprender a ver el lado bello de las per­sonas es una medicina balsámica y calmante para la propia alma.

Había una gran mujer que había hallado la liberación de la mente. jamás podía encontrar ningún defecto en los demás. ¿Por qué? Ése era el misterio para los otros, pero en realidad la causa es que a través del bello paisaje de su mente sólo podía ver la belleza en las otras criaturas.





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