El libro de la serenidad



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Comentario

Poco más que añadir, ¿verdad? Lo mismo es extensible a los ce­los, la envidia, el odio, la codicia y otras cualidades negativas. Aprende a vedas tratando de no dejarte atrapar por ellas. Son olas que vienen y van; surgen y se desvanecen. ¿Dónde está el proble­ma si no dejas que te arrebaten, no cedes ante ellas y no las expre­sas? Son molestas, pero tú puedes evitar cargadas y alimentadas con tus reacciones y puedes reeducarte para resistirte a ellas y de­jar que sean cada vez menos frecuentes y más leves. El éxito está asegurado. Podemos ser más que ese conglomerado de emociones negativas que tratan de asaltamos y dominamos. Las podemos ver; nos podemos resistir a ellas; podemos corregir nuestras reacciones y podemos superadas o transformadas. La ira puede disiparse has­ta dar paso a la serenidad. Pero los estados de serenidad y de deleite también son pasajeros. Las olas vienen, las olas van, pero el «testigo» permanece. En el «testigo» está la certidumbre. Reflexio­na sobre esta antigua máxima: «Cuando dejo de ser, soy». Para el que desarrolla la visión cabal desaparecen los engaños y, entre és­tos, hay uno muy peligroso y cuanto antes lo descubramos, mucho mejor: es la ira. Nada bueno ni bello puede florecer de ella. Es como una enredadera maligna.


La Llave



Un hombre estaba junto a la puerta de la casa. No podía evitar, angustiado, que se le saltaran las lágrimas. Otro hombre pasó por allí y al vede tan desconsolado, le preguntó:

-¿Qué te ocurre, amigo mío?

-Que no puedo entrar en la casa porque no tengo la llave de la puerta.

Y el que por allí pasaba dijo:

-¡Oh, amigo! Al menos tú has encontrado una casa y una puer­ta, pero yo ni siquiera eso he hallado. Eres muy afortunado.
Comentario
Ésta es una de las antiguas narraciones espirituales que siempre me han impresionado más. Es de gran belleza y de colosal significa­do. Es en sí misma una enseñanza sublime. Cada vez que desfalle­cemos, deberíamos recordada. Hemos escuchado la enseñanza y dis­ponemos de un gran número de métodos para autodesarrollarnos y mejoramos. ¿No es ésa la puerta? ¡Qué afortunados somos! Y ade­más pertenecemos a ese diez por ciento de la humanidad que vive en mejores condiciones externas. Los creyentes deberían hincarse de rodillas todos los días al despertar y dar gracias al Divino. ¡Cuántas personas hay sin puerta y sin llave y, además, malviviendo en terri­bles condiciones! Éste es un cuento que debemos recordar cuando nos asaltan los ñoños estados de ánimo o cuando nos volvemos que­jumbrosos y pusilánimes. Tenemos una puerta, ¿qué más queremos? A cada uno incumbe encontrar la llave o la ganzúa para abrirla.


La posada



Un hombre llegó a las puertas del palacio real y dijo al jefe de la guardia:

-Quiero dormir en esta posada.

El jefe de la guardia prendió al hombre y le presentó ante el rey.

-¿Por qué traéis a este hombre? -preguntó el monarca.

-Porque no sabemos si pretende reírse de todos nosotros, ofen­der a su Majestad o es simplemente un loco -repuso el jefe de la guardia-. Llama posada al palacio real.

El hombre le preguntó al rey:

-Señor, ¿de quién era este lugar antes?

-De mi padre -repuso el monarca.

-¿Y antes?

-De mi abuelo.

-¿Y antes?

-De mi bisabuelo.

-¿Y antes? -seguía preguntando el hombre.

-De mi tatarabuelo.

-¿Y dónde están todos ellos? -indagó el hombre.

-Murieron -repuso el monarca.

Y el hombre dijo:

-¿Y cómo entonces no llamáis posada a un lugar donde vienen y van gentes de paso?


Comentario
El sentido de propiedad y de posesividad está sumamente desa­rrollado en el ser humano, porque es uno de los máximos funda­mentos del ego. Cuando poseemos sin ser poseídos, la propiedad es puramente funcional (no psicológica ni motivo de desmedido afe­rramiento), pero cuando poseemos siendo poseídos por lo que se posee, surgen un apego muy intenso y enfoques oscurecidos de la realidad que nos impiden ver cuán pasajero y transitorio es todo. Nos volvemos «sedientos» de objetos materiales e inmateriales, y esa «sed» es causa de sufrimiento propio y ajeno. Perdemos el sen­tido de la transitoriedad de este «teatro de sortilegios» que es la vida y nos creemos inmortales, permitiéndonos mayor ceguera y mayor olvido de nuestro ser interior. Ésa es la gran tragedia y, para evitar­la, no está de más recordar que también somos mortales e incluso, si no somos demasiado hipocondríacos, reflexionar a menudo sobre unas palabras muy sabias del Ramazyana, la gran epopeya hindú:

Rodando sin tregua, noche y día,

decaen las vidas de los mortales,

al igual que los rayos ardientes del sol estival merman los siempre decrecientes arroyos. Cuando los hombres descansan en su hogar,

la muerte reposa también a su lado.

Cuando día tras día salen,

la muerte los acompaña en su camino;

la muerte va con ellos cuando vagan errantes;

la muerte está con ellos cuando están en su hogar.
El «mago de la vida», como dicen los sabios indios, tiene una capacidad especial para hacemos considerar sustanciales y defini­tivos los fenómenos de la existencia, pero aquel que comienza a despertar descubre sus trucos y empieza a saber que lo transitorio es transitorio y debemos utilizado y disfrutado, pero no dejamos tomar y utilizar por ello.

Indeciso



Un discípulo era extraordinariamente indeciso. El maestro se ha­bía dando cuenta de ello. La indecisión se había tornado un impe­dimento grave en la evolución interior del joven. El mentor le man­dó a buscar y le convocó en su celda. Cuando el discípulo entró en ella, el maestro estaba sentado en un taburete, al lado del cual ha­bía otro vacío. El discípulo comenzó a dudar a propósito de si de­bía o no sentarse. Entonces el mentor, fingiendo estar enfurecido, le gritó:

-Siéntate o quédate de pie, pero no vaciles.

El discípulo comprendió. Un estado de serenidad que hasta en­tonces le fuera desconocido inundó su mente.
Comentario
La reflexión es saludable y oportuna si es madura; cuanto más libre de deseos y aversiones se halle, estará menos contaminada, y mejor amiga será. De la reflexión surge la comprensión y a través de la comprensión clara llega el momento de tomar determinacio­nes, porque la vida misma es toda una opción y en la opción siem­pre se esconde la semilla del riesgo. Como dice un antiguo texto hindú, «cada vez que colocas la planta del pie en el suelo, mil ca­minos se abren». Así es la vida: un gran abanico de posibilidades, donde la opción, a veces, genera ansiedad porque hay que tomar la responsabilidad de la misma, no puede estar exenta del riesgo de la equivocación.

Pero la prudencia no puede tornarse apocamiento ni indecisión crónica, porque deja de ser una cualidad auxiliadora para conver­tirse en obstáculo. Después de sopesar la situación, hay que deci­dir. Uno puede equivocarse y también está el derecho al error; la equivocación constituye una enseñanza vital de primer orden. Pero incluso ante los propios fallos y errores hay que desplegar la ecua­nimidad, porque «posee el poder sobrenatural de transformar todo en ambrosía». Así, seamos ecuánimes incluso ante la propia falta de ecuanimidad y sepamos que a veces la vacilación nos roba nuestras mejores energías y recursos, nos paraliza y nos puede llegar a des­garrar.




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