El libro de la serenidad



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El viaje



Dos hombres se encontraron en la ruta. Uno venía del norte y el otro, del sur. Decidieron viajar juntos durante unos días.

-¿Adónde vas? -preguntó el hombre que venía del norte a su compañero.

-A donde pueda hallar un verdadero mentor. Llevo años via­jando por todo el mundo en busca de un maestro genuino, pero no es labor nada fácil, porque hallar un mentor verdadero es muy ar­duo.

-¿Qué harás cuando lo encuentres?

-Ése será el momento más significativo de mi vida. Me abalan­zaré a sus pies y le pediré que me instruya. Ojalá me sea dado vi­vir tan inefable momento alguna vez.

Pasaron unos días. Pero un amanecer el hombre procedente del norte le dijo a su compañero:

-Bueno, amigo, cada uno debe seguir su camino. Ha llegado el momento de separarnos.

-¿Hacia dónde vas? -preguntó el hombre procedente del sur.

-También yo proseguiré con mi búsqueda.

-¿Con tu búsqueda?

-Sí -dijo el hombre del norte-. Quiero hallar un verdadero discí­pulo. Y no es fácil, ¿sabes? Primero tiene que reconocer al genuino maestro y luego demostrar una actitud impecable que le haga mere­cedor de recibir la instrucción espiritual. No es fácil, nada fácil.

El hombre del norte partió en otra dirección y el hombre del sur, en ese momento, se dio cuenta de que no había reconocido al maestro verdadero que siempre había buscado.


Comentario
Un antiguo y conocido adagio afirma: «Cuando el discípulo está preparado, el maestro aparece». El discípulo no siempre está listo ni suficientemente motivado para que surja el mentor. Puede que tampoco sea lo bastante virtuoso. Otras veces, sus exigencias son tales y sus expectativas tan desorbitadas que no le permiten intuir al preceptor; en ocasiones no está lo suficientemente perceptivo para descubrirlo. Pero, además, hay que abandonar el sentimiento aferrante de maestro, porque cualquier persona que tenga algo que enseñamos en la búsqueda interior -incluso si ella misma no está en esa búsqueda- se convierte en una valiosa preceptora, así como cualquier criatura sintiente o las circunstancias de la vida misma o un elemento de la naturaleza o un libro o cualquier otro elemento que despierte nuestra viveza, nuestra motivación y nos ayude a me­joramos.

La parábola de las vigas



Buda reunió a sus discípulos y les habló así:

-Así como en una casa con tejado de dos aguas, monjes, las vi­gas convergen en la parhilera, se dirigen por igual a ella, se fijan y se unen a ella, así también los estados mentales perniciosos están todos arraigados en la ignorancia, y se fijan y se unen a ella. Por eso, monjes, debéis disciplinaros así: «Viviremos juntos con vigi­lancia».


Comentario
Un antiguo adagio reza: «No hay otro pecado que la ignoran­cia», puesto que de la ignorancia básica o fundamental, también denominada ofuscación, surgen las opiniones equivocadas y los es­tados mentales más perniciosos. Precisamente, en la más remota Antigüedad nacieron los métodos de meditación para poder supe­rar la ignorancia fundamental de la mente, que la somete a servi­dumbre, le impide proceder saludablemente y es el combustible de otros impedimentos o negatividades. Por ignorancia ponemos mu­cha energía en lo que no la merece y, por el contrario, la sustrae­mos de allí hacia donde deberíamos canalizarla.

Mediante el trabajo interior se disipa la ignorancia de la mente y, en la medida en que despierta la potencia de la claridad mental, la persona comienza a rectificar y a valorar lo realmente importan­te. Como dice Mateo: «El reino de los Cielos es semejante a un mercader que busca perlas preciosas. Cuando encuentra una de gran .valor, vende todo lo que tiene y la compra».



La parábola del dardo



Y así se expresó Buda:

-Monjes, una persona que no conoce la Enseñanza experimen­ta una sensación agradable, experimenta una sensación desagrada­ble o una sensación neutra. Un noble discípulo que conoce la Ense­ñanza también experimenta una sensación agradable, una sensación desagradable o una sensación neutra. ¿Cuál es la diferencia, la diver­sidad, la distinción entre un noble discípulo que conoce la Enseñan­za y una persona mundana que no conoce la Enseñanza?

»Cuando una persona mundana que no conoce la Enseñanza es tocada por una sensación dolorosa se inquieta, se aflige, se lamen­ta, se golpea el pecho y llora y está muy turbada. Es como si un hombre fuera traspasado por un dardo y, a continuación del primer impacto, fuera herido por otro dardo. Así pues, experimentará las sensaciones causadas por los dos dardos. Ocurre lo mismo con la persona mundana que no conoce la Enseñanza: cuando es tocada por una sensación dolorosa (corporal) se inquieta y sufre, se la­menta, se golpea el pecho, llora y está muy turbada. Así expe­rimenta dos sensaciones: la sensación corporal y la sensación mental.

»Pero en el caso de un noble discípulo bien enseñado, monjes, cuando es tocado por una sensación dolorosa no se inquieta, no se aflige, no se golpea el pecho y llora, ni está turbado. Experimenta una sensación: la corporal, pero no la mental. Es como un hombre que ha sido traspasado por un dardo, pero no es herido por un se­gundo dardo que sigue al primero. Así esa persona experimenta las sensaciones causadas por un solo dardo. Ocurre lo mismo con un noble discípulo que conoce la Enseñanza: cuando es tocado por una sensación dolorosa, no se inquieta, no se aflige, ni se lamenta, no se golpea el pecho y llora, ni está muy turbado. Experimenta una sola sensación, la corporal.


Comentario
La sensación merece un análisis preciso, porque toda nuestra vida es sentir. De hecho, en Oriente a los seres vivos se los deno­mina «seres sintientes». La sensación es lo que denota la vida: mientras existe un complejo cuerpo-mente, hay sensaciones. Pue­den ser burdas o sutiles, gratas, ingratas o neutras. Unas (las agra­dables) producen codicia; otras (las desagradables), odio; otras (las neutras) generan tedio o torpor mental. Las sensaciones -tanto las físicas como las mentales- dominan nuestra vida y nos someten, si no sabemos manejamos con ellas, a la ofuscación, dependencia, es­clavitud, desasosiego, aferramiento y odio.

Todos perseguimos compulsivamente sensaciones gratas y no nos basta con disfrutarlas, sino que deseamos eternizarlas, apro­piamos de ellas, repetirlas e intensificarlas, con lo que generamos adicción, aferramiento, dependencia y, antes o después, desdicha. Detestamos, asimismo, las sensaciones ingratas, que nos crean frustración y malestar, las rechazamos añadiendo sufrimiento al su­frimiento, y se crea resentimiento y rabia, aumenta la masa de do­lor. Ante las sensaciones gratas e ingratas, los sabios proponen la firmeza, equilibrio e imperturbabilidad de mente. Es una discipli­na que, aunque requiere entrenamiento, está al alcance de todo el mundo. El esfuerzo continuo para desplegar la ecuanimidad es im­prescindible. La sensación pierde ascendencia sobre la persona y no la somete a servidumbre. La sensación grata se disfruta, sin afe­rrarse; la sensación ingrata se sufre, sin crear odio, rencor, frustra­ción y desdicha sobre la desdicha. ¿No es esto sabiduría? Poco a poco nos vamos situando así más allá del aferramiento y el odio, lo que proporciona la verdadera libertad interior, la tranquilidad, la sublimidad.

En el Digha Nikaya leemos: «Que mi mente no abrigue codicia por nada que induzca a la codicia»; por esta razón debemos con­vertir la atención vigilante en guardián de la mente, por el propio bien. «Que mi mente no abrigue odio hacia nada que induzca al odio»; por esta razón debemos convertir la atención vigilante en guardián de la mente, por el propio bien.


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