El libro de la serenidad



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La parábola de la casa



Buda se dirigió a sus discípulos y les dijo:

-La mente es como una casa. Si la casa está bien techada, no en­tran ni el granizo, ni la lluvia, ni la nieve. Si la mente está bien pro­tegida por la atención y la ecuanimidad, los estados mentales per­niciosos no pueden permanecer en ella.


Comentario
La mente está llena de engaños. Además, es frágil y hace aguas por todas partes. Muchas de sus potencialidades se debilitan o se pierden. En sus tendencias impulsivas de aferrarse o rechazar, ella misma se limita, se contrae y se enrarece. La mente da cabida a mu­chos estados perniciosos, pensamientos insanos, distracciones y reacciones desmesuradas. Así, la mente abre una vía hacia la insa­tisfacción, la obsesión y el apego, y cierra los canales hacia su pro­pia esencial sutil de calma profunda y reveladora. Hay que apren­der a proteger la propia mente y saber sumida en el silencio total, libre de inclinaciones, para que pueda conectar con su fuente de so­siego y claridad. Sólo mediante la renuncia al ego sobredimensio­nado y el desapego, lograremos superar aflicciones, apegos que con­ducen a la frustración y la decepción y muchos miedos imaginarios. Debemos empezar a comprender la mente y su funcionamiento y a examinar, desapasionadamente, los estados fugaces de su conteni­do. La semilla de la compasión sólo brotará cuando el ego vaya aflo­jando sus ataduras.

En un antiguo texto de enseñanza budista se nos dice: «El que vive con la mente atenta, y la conducta tranquila, libre de desaso­siego; el que se ejercita en la quietud de la mente con constancia y perseverancia, ése es conocido como el Siempre Resuelto». Y en otro texto notable se nos hace saber: «El que encuentre deleite en aquietar la mente, con certeza ganará la suprema liberación».



El espejo



Buda se reunió con su hijo Rahula y le preguntó:

-¿Para qué crees, Rahula, que es un espejo?

-Para reflejar, señor -repuso el muchacho.

-De la misma manera, Rahula, los actos corporales deben ha­cerse sólo tras madura reflexión y tras madura reflexión deben hacerse los actos verbales y mentales.


Comentario
La mecanicidad rige a menudo los pensamientos, las palabras y los actos de las personas. Conduce al impulso ciego, la negligencia y la completa falta de atención, lo que suele resultar perjudicial. Mejoraríamos notablemente si nos disciplináramos en tomar con­ciencia y discernir sobre nuestros pensamientos, palabras y actos. Evitaríamos muchas aflicciones y, además, el prematuro declinar de la conciencia. La negligencia es una inductora de malestar. El antí­doto de la ciega mecanicidad es la atención vigilante y consciente.

En una ocasión, Buda habló así a sus discípulos:

«Supongamos que se ha reunido una gran multitud de gente al oír la noticia de que ha llegado una reina de belleza. Y si esta reina de belleza está también altamente dotada para la danza y el canto, al saber eso, la multitud que se reúna será mayor. Ahora llega un hombre que desea vivir, no morir, que desea la felicidad y aborre­ce el sufrimiento. La gente le dice: "Amigo, aquí tienes una vasija llena de aceite hasta el borde. Debes llevárselo a la reina cruzando entre la multitud. Un hombre con una espada desenvainada se si­tuará a tu espalda y si derramas una sola gota de aceite te cortará la cabeza". ¿Qué creéis? ¿Llevará el hombre la vasija con el aceite cuidadosamente, sin prestar atención a lo que le rodea?».

Así el Buda les exhortó al desarrollo y cultivo metódico de la atención consciente, a la que también alentaba Jesús (censurando a las personas de mente embotada y ofreciendo parábolas para el despertar de la conciencia), pues como se declara en el Dhamma­pada: «El que permanece atento está vivo; el que no, es como si ya hubiera muerto».

La atención consciente conduce a la clara comprensión y la lu­cidez. Lucidez al pensar, lucidez al hablar, lucidez al actuar. Ésta evita mucho sufrimiento y ayuda a conquistar el sosiego.

Equilibrio



Dos ministros fueron acusados de corrupción, aunque solamente uno de ellos, el más joven, había sido corrupto. Pero el rey no po­día saber cuál de los dos era el culpable, así que los reunió y les dijo:

-Voy a someteros a una prueba. Ella decidirá por mí, puesto que los dos decís que sois inocentes y yo no tengo medios para saber quién es el culpable. La prueba consistirá en tender un alambre en­tre dos colinas y que lo paséis de una a otra cima. Si lo pasáis, se­réis exonerados de cualquier culpa, y si uno de vosotros o ambos os precipitáis a tierra, ése será el castigo: la muerte inexorable.

Así llegó el día de la prueba. Se había tendido un alambre entre dos colinas. El ministro más joven comenzó a caminar torpemente por el hilo de metal, enseguida dio un traspié y se precipitó al fon­do del abismo, hallando la muerte. Después le tocó el turno al mi­nistro mayor. Con sorprendente sagacidad fue pasando el alambre, hasta que cruzó de una a otra colina. Estupefacto, el monarca le hizo llamar y le dijo:

-Amigo mío, has salvado la vida. Pero hay algo que de verdad me intriga. ¿Cómo has podido superar prueba tan difícil?

Y el ministro repuso:

-¡Oh, Majestad, no ha sido gran cosa! Simplemente, he aplica­do la actitud que he observado durante toda mi vida: irme en ex­ceso a un extremo. Siempre he tratado de tener una mente firme y equilibrada y he procedido encima del alambre con esa actitud: cuando me inclinaba demasiado hacia un lado, corregía; cuando lo hacía en demasía hacia el otro, corregía. Todo lo que he hecho es aplicar a mi paso por el alambre esta equilibrada actitud de vida y así, sin esfuerzo, he logrado recorrerlo.


Comentario
Intencionadamente en mi novela espiritual El faquir me he ser­vido, a lo largo de muchas de sus páginas, del aprendizaje del equi­librismo sobre el alambre como analogía del aprendizaje vital so­bre ese otro «alambre» que es el de la vida, porque todos somos equilibristas que, pasando por él, debemos aplicar la actitud de un equilibrista para evitar precipitamos en el vacío. La vida es un alambre que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte y hay que ejercitarse en pasarlo con mucha atención, confianza, pacien­cia, intrepidez, firmeza de mente y sosiego. Uno no puede ligarse o aferrarse al alambre. Los movimientos deben ser medidos y cer­teros, pero a la vez libres y fluidos. No hay lugar para la distrac­ción, pues puede resultar fatal, ni tampoco para el alambre ya pa­sado o el alambre por pasar, porque hay que conectar con la momentaneidad. Pueden surgir complicaciones y hay que saber evitadas y reequilibrarlas. El ánimo no debe desfallecer. Uno no puede permitirse reacciones mecánicas ni automatismos. A la vez es necesario controlar y soltar. Para poder manejarse, tiene que ha­ber plena conciencia.

En la vida diaria la ecuanimidad o el arte de armonizar y ree­quilibrar, con una mente firme y sosegada, es sumamente necesa­rio y además consolidará una actitud que nos será siempre prove­chosa en cualquier situación inesperada o difícil que se produzca.





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