El libro de la serenidad



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El pintor



El monarca de un lejano reino de las montañas llamó al mejor pintor que existía y le preguntó:

-¿Cuáles son las cosas más difíciles de pintar?

El pintor, sin dudado, aseveró:

-Los perros, los caballos y otras criaturas.

Extrañado, el rey preguntó:

-Entonces, ¿cuáles son las más fáciles?

-Los fantasmas, los monstruos y cosas similares -repuso el pin­tor, riendo.

Intrigado, el rey preguntó la causa y el artista repuso:



-No hay nadie que no sepa cómo es un perro o un caballo, pero en cambio nadie ha visto monstruos ni fantasmas, por lo que uno los puede representar como quiera.
Comentario
Refrenar la imaginación no es fácil; ajustarse a los hechos como son, tampoco; eliminar los velos de la percepción para que ésta re­sulte precisa y cuerda es una labor difícil. Son muchas las personas que teorizan, discuten, polemizan, se pierden en elucubraciones y divagaciones, inconscientes de que todo se reduce a un producto imaginario; del mismo modo, muchos seres humanos han llenado sus vidas de buenas intenciones incumplidas, resoluciones que no han fructificado y determinaciones que se han quedado en ideas. En el intrincado universo de la mente saltimbanqui y descontrola­da aparecen «monstruos» y «fantasmas» de todo tipo, y cualquier persona puede extraviarse en suposiciones, conjeturas e hipótesis, porque es mucho más fácil decir cómo es preciso actuar que ha­cerlo, y perderse en la muselina de las fantasías estériles en lugar de tratar de ver con más agudeza y proceder en consecuencia. Mu­chos dicen lo que debe ser hecho, para no hacerla; muchos pro­nuncian la palabra luz, pero no encienden la lámpara para que la oscuridad se disipe.

Imitación



Era la mujer más elegante, distinguida y bella de la localidad. Su hermosura hechizaba tanto a hombres como a mujeres, hasta tal grado que cualquier gesto que hiciera era imitado por muchas otras mujeres, que incluso copiaban las expresiones de su rostro y trata­ban de llevar prendas parecidas a las suyas. Ella, atractiva y sutil, imponía, sin proponérselo, la moda en actitudes, gestos y vesti­mentas. A nadie le pasaba desapercibida. Como ella caminase, así andaban las jóvenes; como ella se expresase, ellas trataban de ha­blar; como ella gesticulase, ellas hacían por gesticular. Cierto día, la hermosísima dama padecía un fuerte dolor de estómago. Cuan­do salió a hacer unas compras, tenía la cara feamente contraída, el entrecejo fruncido, las mejillas rígidas y la mirada extraviada. Pero aquellas que vieron esa expresión en su rostro rápidamente la imi­taron. Al día siguiente, las jóvenes de la localidad mostraban un rostro contraído, tenso y afeado.
Comentario
La mayoría de las personas se vuelven «copistas», imitadores, con lo que pierden su propia identidad y siguen los modelos y pa­trones de otros que, muchas veces, aprovechan esa debilidad hu­mana para apuntalar su ego y explotar a los demás. En la imitación nunca puede haber ni belleza ni frescura, ni creatividad ni espon­taneidad, en suma, ninguna potenciación de los propios recursos vitales. La imitación convierte al ser humano en autómata, defici­tario psíquico, siervo. En una sociedad donde priman los intereses económicos y donde se trata de producir deseos ficticios, no resul­ta en absoluto fácil escapar de la sugestión colectiva y las tenden­cias miméticas, que han sido perversamente delineadas. Cuando la persona imita continua e inconscientemente modelos, mutila sus más preciadas energías y deviene adicta a esos modelos y esque­mas, que son los que le procuran una artificial «coherencia» sin la cual se encuentra como sobre arenas movedizas; es decir, no sabe cómo pensar, hablar y proceder por sí misma y tiene que hacerla por los fáciles y automáticos cauces que se le marcan.

La visión de la persona está muy enturbiada por los modelos que imita en ocasiones con apasionado fervor y que la inducen in­cluso a identificarse con toda suerte de «valores» y proyectos to­talmente ajenos a ella, pero que llega a sentir como si fueran pro­pios. Este proceso de mimetismo se convierte en una irreparable calamidad para la psique de la persona, que le impide manifestar sus mejores energías y que convierte al sujeto en un número más en uniformada suma de individuos cuya orientación no tratan de hallar en sí mismos, sino en los cánones y modelos imperantes. La vida entonces no constituye un arte y mucho menos un aprendi­zaje, sino una simple e incluso grotesca caricatura de lo que en sí misma debe ser. El que imita de manera sistemática (casi siempre desde la inconsciencia, llegando a creer que la iniciativa parte de él), permanece emocional y psicológicamente larvado, viviendo la vida de acuerdo con códigos que no son los suyos e incapaz de complementar la ley externa con su propia ley interior. Entonces el juicio, el raciocinio y la inteligencia primordial de la persona están inoperantes y ésta, en lugar de afirmar su ser, vive para obedecer, sin investigar ni cuestionarse, a los modelos que se le ofrecen como idóneos y que raramente lo son.

Quien busca el equilibrio y la serenidad debe dudar para seguir investigando y tratar de hallar la propia esencia y no seguir las pau­tas ajenas con un instinto de borreguismo al que siempre se han negado los grandes maestros, como revolucionarios del espíritu, sino con la suficiente lucidez comprender que los modelos institu­cionales generalmente no sirven al individuo sino a la institución, a menudo putrescible. Es signo de salud mental y autodesarrollo tratar de sondear las íntimas tendencias que nos arrastran a la fea y perjudicial imitación, porque hemos de saber fluir con los es­quemas sociales a fin de no generar riesgos innecesarios para no­sotros mismos, pero con la conciencia de que ésos no son nuestros modelos.

La ocurrencia del maestro



Entre todos los discípulos había uno que era con mucho el más indolente, a pesar de que aseguraba anhelar la paz interior. No ha­bía forma de corregirle. Iban pasando los años y no avanzaba espi­ritualmente, entre otras razones porque siempre estaba tumbado en la cama pensando en las musarañas, o se entretenía cotilleando con los demás, o buscaba los mil y un modos de continuar holga­zaneando. Cierto día, se unió al grupo de discípulos un hombre que era especialista en maquillar a los bailarines de danza clásica. Al maestro, entonces, se le ocurrió una idea: le pidió al recién in­corporado que caracterizara al holgazán, mientras dormía, como si hubiera envejecido veinte años. Así lo hizo el maquillador. El perezoso discípulo se levantó de la cama a media mañana y, sal­tándose como de costumbre tanto la meditación como las tareas domésticas, se dirigió a la fuente para lavarse. Al ver su rostro en­vejecido reflejándose en las aguas, se espantó. Comenzó a llorar desesperadamente y fue corriendo hasta el maestro.

-Pero ¿qué me ha sucedido? -preguntó entre sollozos irrepri­mibles.

-Nada -dijo el mentor, disimulando hábilmente-. ¿A qué te refieres?

-Pero ¿no me ves terriblemente avejentado?

-Bueno -repuso el maestro-, pues igual que te vi ayer y ante­ayer. Sí, ya te has hecho mayor. Lo peor es que has perdido el tiem­po, no has avanzado interiormente y no has conquistado la paz interior que anhelabas. Has consumido tu vida sin ningún logro es­piritual.

El discípulo se echó al suelo llorando desconsoladamente, la­mentándose con estas palabras:

-¡He desaprovechado mi vida! ¡He quemado de manera absur­da mi existencia! ¡Soy viejo y no he hecho ningún progreso espiri­tual! ¡Es verdaderamente terrible! Si pudiera volver a la juventud...

-¡Qué mal negocio has hecho, querido mío! Pero ¿cómo vas a volver a la juventud? Muy mal negocio, sí, porque incluso los dia­mantes, el oro y la plata pueden comprarse en el bazar, pero nadie puede comprar ni el tiempo ni la paz interior.

El maestro dejó que su angustiado discípulo llorara un rato. Después pidió un cubo de agua y él mismo le limpió la cara con un paño. A continuación dijo:

-Ahora no sigas holgazaneando. Eres joven, pero la vida pasa muy rápido.

El discípulo se volvió el más diligente del grupo.
Comentario
Todos nos podemos hacer una pregunta para tratar de remover un poco nuestros cimientos y tornarnos más diligentes. La pre­gunta es: ¿cuál sería mi reacción si ahora un especialista me dijera que tengo una enfermedad incurable y en pocos días vaya morir? Podríamos añadir otros interrogantes: ¿he hecho lo que debía ha­cer en estos años de vida? ¿He aprovechado la existencia humana como debía? Si tuviera ocasión para ello y se me diera una segun­da oportunidad, ¿qué cambiaría en mi proceder?

Pero no hay una segunda oportunidad. Esta vida puede ser más o menos larga, pero es única e irrepetible. Podemos aprovechada o malgastarla. ¡Cuánta desdicha inútil, cuánto odio, cuántos pensa­mientos mortificantes, cuántos conflictos innecesarios, cuánto do­lor absurdo provocado a los demás y a uno mismo!

Que cada persona reflexione por sí misma. Hay un adagio muy crudo, pero muy significativo, que reza: «A cada uno, su gusto: los hay que prefieren las ortigas».


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