El paraiso en la otra esquina



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¿Dónde estaría aquel retrato que hiciste de ella, en 1888, consultando tu memoria y aquella única fotografía de tu madre que conservabas, refundida en el baúl de los cachivaches? Nunca se vendió, que supieras. ¿Lo tendría Mette, en Copenhague? Debías preguntárselo, en la próxima carta. ¿Estaría entre las telas en poder de Daniel, del buen Schuff? Les pedirías que te lo enviaran. Lo recordabas con lujo de detalles: un fondo amarillo algo verdoso, como el de los íconos rusos, color que resaltaba los hermosos y largos cabellos negros de Aline Gauguin. Le caían hasta los hombros en una curva graciosa y se los sujetaba en la nuca con una cinta violeta, dispuesta en forma de flor japonesa. Unos verdaderos cabellos de andaluza, Paul. Trabajaste mucho para que sus ojos aparecieran como los recordabas: grandes, negros, curiosos, un poco tímidos y bastante tristes. Su piel muy blanca se animaba en las mejillas con el sonrojo que asomaba en ellas cuando alguien le dirigía la palabra, o entraba en un cuarto donde había gente que no conocía. La timidez y la discreta entereza eran los rasgos saltantes de su personalidad, esa capacidad para sufrir en silencio sin protestar, ese estoicismo que indignaba tanto -ella misma te lo contaba- a la abuela Flora, Madame-la-Colere. Estabas segurísimo de que tu Retrato de Aline Gauguin mostraba todo aque llo y sacaba a la superficie la tragedia prolongada que fue la vida de tu madre. Tenías que averiguar su paradero y recobrarlo, Paul. Te haría compañía aquí en Punaauia y ya no te sentirías tan solo, con esas llagas abiertas en las piernas y el tobillo que los estúpidos médicos de Bretaña te dejaron lastimado.

¿Por qué pintaste aquel retrato, en diciembre de 1888? Porque te enteraste, por boca de Gustave Arosa, en el último frustrado intento de acercamiento entre los dos, de aquel repugnante proceso judicial. Una revelación que, póstumamente, te reconcilió con tu madre; no con tu tutor, pero sí con ella. ¿Te reconcilió de veras con ella, Paul? No. Eras ya tan bárbaro que conocer el viacrucis de tu madre cuando niña -Gustave Arosa te permitió leer todos los documentos del proceso pues pensó que, compartiendo su pena, te amistarías con él- no te quitó el rencor que te comía el corazón desde que, al regresar de Lima, luego de vivir unos anos en Orléans, donde el tío Zizi, Aline te dejó allí interno en el colegio de curas de monseñor Dupanloup y se fue a París. ¡A ser amante y mantenida de Gustave Arosa, por supuesto! Nunca se lo habías perdonado, Koke. Ni que te dejara en Orléans, ni que fuera la querida de Gustave Arosa, millonario, diletante y coleccionista de pintura. ¿Qué clase de salvaje eras tú, hipócrita Paul? Un estofado de prejuicios burgueses, eso es lo que eras. «Te perdono ahora, mamá», rugió. «Perdóname tú también, si puedes.» Estaba totalmente borracho y sus muslos le ardían como si tuviese en cada uno de ellos un pequeño infierno. Se acordaba de su padre, Clovis Gauguin, muerto en altamar en aquella travesía rumbo a Lima, cuando huía de Francia por razones políticas, y enterrado en el fantasmal Puerto Hambre, cerca del estrecho de Magallanes, donde nunca nadie iría jamás a poner flores en su tumba. Y en Aline Gauguin, llegan do a Lima viuda y con dos hijos pequeñitos, en el colmo de la desesperación.

En esos días, en que se sentía tan desamparado, incapaz de salir de su choza por los dolores en el tobillo, recordaba la profecía de su madre, en el testamento en el que le legó sus pocos cuadros y sus libros. Te deseaba éxito en tu carrera. Pero añadía una frase que te amargaba todavía: «Ya que Paul se ha hecho tan antipático ante todos mis amigos que un día este pobre hijo mío terminará por quedarse completamente solo». La profecía se cumplió al pie de la letra, mamá. Solo como un lobo, solo como un perro. Tu madre adivinó el salvaje que llevabas dentro, antes de que tú asumieras tu verdadera naturaleza, Paul. Por lo demás, no era cierto que fueras un joven tan antipático con todos los amigos de Aline Gauguin. Sólo con Gustave Arosa, tu tutor. Con él, sí. Nunca pudiste sonreírle ni hacerle creer a ese señor que lo querías, por más afectuoso que fuera contigo, por más regalos y buenos consejos que te diera, por más que te apoyara para que, cuando dejaste la marina, hicieras carrera en el mundo de los negocios. Te hizo entrar en la agencia de Paul Bertin para que intentaras suerte en la Bolsa de Valores de París y muchos otros favores. Pero ese señor no podía ser tu amigo, porque, si amaba a tu madre, su obligación era separarse de su mujer y asumir públicamente su amor por Aline Chazal, viuda de Gauguin, en vez de tenerla de querida a escondidas, para la satisfacción esporádica de sus placeres. Bueno, a un salvaje no deberían preocuparle esas estupideces. ¿Qué prejuicios eran esos, Paul? Es verdad que, entonces, no eras un salvaje todavía, sino un burgués que se ganaba la vida en la Bolsa de París y cuyo ideal era hacerse tan rico como Gustave Arosa. Su gran carcajada hizo estremecer su cama y desprendió el mosquitero, que lo envolvió, como una red a un pescado.

Cuando calmaron los dolores, hizo averiguaciones sobre su antigua vahine, Teha'amana. Se había casado con un joven de Mataiea llamado Ma'arl y seguía viviendo en aquella aldea con su nuevo marido. Aunque sin esperanzas, Paul le envió un recado con el muchacho que limpiaba la iglesita protestante de Punaauia, rogándole que volviera con él y prometiéndole muchos regalos. Para su sorpresa y contento, a los pocos días Teha'amana se apareció en la puerta de su cabaña. Traía un pequeño bulto con sus ropas, como la primera vez. Lo saludó como si se hubieran separado la víspera: «Buenos días, Koke».

Había engrosado pero seguía siendo una bella joven llena de garbo, de cuerpo escultural, de pechos, nalgas y vientre ubérrimos. Su venida lo alegró tanto que empezó a sentirse mejor. Las molestias al tobillo desaparecieron y volvió a pintar. Pero la reconciliación con Teha'amana duró poco. La muchacha no podía disimular el asco que le producían las llagas, pese a que Paul tenía las piernas casi siempre vendadas, después de frotárselas con un ungüento a base de arsénico que le atenuaba el escozor. Hacer el amor con ella, ahora, era un remedo de esas fiestas del cuerpo que recordaba. Teha'amana se resistía, buscaba pretextos, y, cuando no había remedio, Paul la veía -la adivinaba- con la cara fruncida de disgusto, prestándose a un simulacro en el que la repugnancia le impedía el menor placer. Por más que la llenó de regalos y le juró que ese eczema era una infección pasajera, que se le curaría pronto, ocurrió lo inevitable: Una mañana Teha'amana, con su bultito a cuestas, se marchó sin despedirse. Tiempo después, Paul supo que estaba viviendo de nuevo con su marido, Ma'arl, en Mataiea. «Qué afortunado.» Era una mujercita excepcional y no sería fácil reemplazarla, Koke.

No lo fue. Aunque, a veces, chiquillas traviesas de la vecindad, luego de las clases de catecismo en las iglesias protestante y católica de Punaauia -equidistantes de su choza-, venían a verlo pintar o esculpir, divertidas con ese gigantón semidesnudo rodeado de pinceles, botes de pintura, telas y pedazos de madera a medio desbastar, y él conseguía arrastrar alguna a su alcoba y gozar de ella del todo o a medias, ninguna aceptaba, como él les proponía, ser su vahine. El trasiego de chiquillas le trajo conflictos, primero con el cura católico, el padre Danilán, y luego con el pastor, el reverendo Riquelme. Ambos vinieron, por separado, a reprocharle su conducta desinhibida, inmoral y corruptora de las niñas indígenas. Los dos lo amenazaron: podría traerle problemas con la justicia. Al pastor y al cura les respondió que nada le gustaría más que tener una compañera permanente, porque estos juegos de picaflor le hacían perder tiempo. Pero él era un hombre con necesidades. Si no hacia el amor la inspiración se le escabullía. Así de simple, señores.

Sólo unos seis meses después de la partida de Teha'amana consiguió otra vahine: Pau'ura. Tenía --naturalmente- catorce años. Vivía cerca del pueblo y cantaba en el coro católico. Luego de los ensayos vespertinos, dos o tres veces fue a meterse a la cabaña de Koke. Contemplaba largo rato, entre risitas sofocadas, las postales pornográficas desplegadas en una pared del estudio. Paul le hizo regalos y fue a comprarle un pareo a Papeete. Por fin, Pau'ura aceptó ser su vahine y se vino a la cabaña. No era ni tan bella, ni tan despierta, ni tan ardiente en la cama como Teha'amana, y, a diferencia de ésta, descuidaba las tareas domésticas, Pues, en vez de limpiar o cocinar, corría a jugar con las chiquillas de la aldea. Pero esa presencia femenina en la cabaña, sobre todo en las noches, le hizo bien, redujo la ansiedad que le impedía dormir. Sentir la respiración pausada de Pau'ura, divisar en las sombras el bulto de su cuerpo rendido por el sueño, lo serenaba, le devolvía cierta seguridad.

¿Qué te desvelaba así? ¿Qué te tenía en ese enervamiento constante? No que se estuviese agotando la herencia del tío Zizi y los magros francos del remate en el Hotel Drouot. Te habías acostumbrado a vivir sin dinero, eso nunca te quitó el sueño. No era la enfermedad impronunciable, tampoco. Porque, ahora, después de atormentarlo tanto tiempo, las llagas se cerraron una vez más. El dolor del tobillo era por el momento llevadero. ¿Qué, entonces?

Pensar en su padre, perseguido político al que le reventó el corazón en medio del Atlántico cuando huía de Francia hacia el Perú, y recordar el Retrato de Aline Gauguin. ¿Dónde estaba? Ni Daniel de Monfreid ni el buen Schuff lo tenían; no lo habían visto siquiera. Lo escondía Mette, entonces, en Copenhague. Pero, su mujer, en la única carta que recibió de ella desde que volvió a Tahití, no decía una palabra sobre ese retrato, pese a que él en dos cartas le había pedido noticias sobre su paradero. Lo hizo por tercera vez. ¿Cuándo recibirías la respuesta, Paul? Seis meses de espera cuando menos. El pesimismo lo ganó: nunca volverías a verlo. La imagen de Aline Gauguin, que no se apartaba de tu mente, se convirtió en otra llaga.

Era la Aline Chazal de carne y hueso, no sólo su imagen, la que lo asediaba. ¿Por qué volvía ahora tu memoria una y otra vez sobre las desgracias que habían jalonado la vida de la única hija que sobrevivió, de los tres hijos que parió la abuela? Hubiera sido preferible que no sobreviviera, que muriera como sus dos hermanitos, la infortunada hija de Flora Tristán, ex Chazal.

En aquella última reunión con su tutor, Paul vio cómo se llenaban de lágrimas los ojos de Gustave Arosa

evocando el calvario de Aline Chazal, que él conocía al dedillo. Esto confirmó sus sospechas sobre las relaciones entre su madre y el millonario. Ella, tan lacónica, tan celosa de sus secretos, ¿a quién sino a un amante le hubiera confiado esa degradante historia? En eso pensabas, mientras te ibas enterando de los detalles macabros de la vida de Aline Gauguin, y, en vez de llorar como tu tutor, te descomponías de celos y vergüenza. Ahora, en cambio, en esta noche tibia, sin viento, perfumada por los árboles y las plantas, con esa gran luna amarilla de luz parecida a la que pusiste como fondo del retrato de Aline Gauguin, tenías ganas de llorar también. Por ti, por el infortunado periodista Clovis Gauguin, pero sobre todo por tu madre. Una infancia muy triste la de ella, desde luego. Haber nacido cuando la abuela Flora ya había huído de la casa de tu abuelo -pues esa bestia maligna, André Chazal, esa hiena asquerosa, era tu abuelo, por más que te helara la sangre tenerlo que admitir- y pasado sus primeros años de vida a salto de mata, sin saber lo que era un hogar ni una familia, en pensiones, hotelitos, albergues de mala muerte, bajo las faldas de la rauda abuela Flora, siempre huyendo, siempre escapando de la persecución del marido abandonado, o, todavía peor, entregada a nodrizas campesinas. Esa niña sin padre y sin madre debió tener una infancia deprimente. Cuando la abuela Flora se fue al Perú, y se pasó dos años ausente, en Arequipa, Lima y cruzando los océanos, dejó a Aline olvidada donde una señora caritativa de la campiña de Angouleme, que se compadeció de ella, según la misma abuela Flora contaba en Peregrínaciones de una paría. Cuánto lamentabas no tener esas memorias aquí contigo, Paul.

Al regresar a Francia, Flora rescató a Aline y ésta pudo disfrutar de su madre apenas tres añitos. Pero, en fin, Gustave Arosa lo decía y debía ser verdad, pues se lo había dicho la propia Aline: ese período, entre el regreso de la abuela Flora del Perú, cuando sacó a tu madre de Angouleme y se la llevó con ella a París, a la casita de la rue du Cherche-Midi 42, y la matriculó, como alumna externa, en un colegio para niñas de la vecina rue d'Assas, fue el mejor de su vida, el único en que Aline gozó de su madre, de un hogar, de esa rutina cálida que fingía la normalidad. Hasta el 31 de octubre de 1835, en que comenzó aquella pesadilla que sólo acabaría tres años más tarde, con el pistoletazo de la rue du Bac. Ese día y acompañada por una criada, Aline Chazal regresaba del colegio a casa. Un hombre mal vestido y alcoholizado, con los ojos enrojecidos saltando de sus órbitas, la detuvo en plena calle. De un bofetón apartó a la aterrorizada criada y a empellones metió a Aline al coche que lo esperaba, chillando: «Una niña como tú debe estar con su padre, un hombre de bien, y no con la perdida de tu madre. Has de saber que yo soy tu padre, André Chazal». 31 de octubre de 1835: comienzo del infierno para Aline.

«Vaya manera de enterarse de la existencia de su progenitor», dijo Gustave Arosa, condolido hasta los huesos. «Tu madre tenía apenas diez años y era la primera vez que veía a André Chazal.» Fue el primer rapto, de los tres que la niña padeció. Esos secuestros hicieron de ella el ser triste, melancólico, lastimado que fue siempre y que tú pintaste en ese retrato perdido, Paul. Pero, peor que el rapto, que esa manera abusiva y brutal de presentarse a Aline, fueron los motivos del rapto, las razones que indujeron a esa inmundicia humana a secuestrarla. ¡La codicia! ¡El dinero! ¡La ilusión de un rescate con el oro imaginario del Perú! ¿De dónde le llegó el rumor, el mito, a la escoria muerta de hambre que era tu abuelo André Chazal, que la mujer que lo abandonó había regresado del Perú bañada por las riquezas de los Tristán de Arequipa? No la raptó por amor paternal, ni por orgullo de marido vejado. Sino para chantajear a la abuela Flora y desplumarla de unas imaginarias riquezas que habría traído de América del Sur. «No hay límites para la vileza, para la bajeza, en ciertos seres humanos», protestó Gustave Arosa. En efecto, la conducta de André Chazal fue la de los peores especímenes de la vida animal: los cuervos, los buitres, los chacales, las víboras. El miserable tenía las leyes de su parte, la mujer que huía de su hogar era, para la beata moral del reino de Louis-Philippe, tan indigna como una puta, y con menos derechos que las putas a reclamar nada de la legalidad.

Qué bien se había portado en esa ocasión Madame-la-Colere, ¿no, Paul? Ésas eran las cosas que hacían que sintieras de pronto una admiración ilimitada, una solidaridad visceral por esa abuela que murió cuatro años antes de que nacieras. Estaría rota, destrozada, con el secuestro de su hija. Pero no perdió la presencia de ánimo. Y, a lo largo de un mes, valiéndose de sus parientes maternos, los Laisney (principalmente su tío, el comandante Laisney), gestionó un encuentro con su marido. Porque el secuestrador de Aline seguía siendo su marido ante la ley. La reunión tuvo lugar en Versalles, cuatro semanas después del rapto, en casa del comandante Laisney. Imaginabas muy bien la escena y alguna vez garabateaste unos bocetos representándola. La fría discusión, los reproches, los gritos. Y, de pronto, la magnifica abuela reventándole un florero, ¿una olla, una silla?, a Chazal en la cabeza, y, aprovechando la confusión, tomando a Aline de la mano y escapando con ella por las calles desiertas y empapadas de Versalles. Una lluvia providencial facilitó su fuga. ¡Qué abuela la tuya, Koke!

A partir de ese soberbio rescate, en la memoria de Paul aquella historia se enredaba, espesaba y repetía, como en un mal sueño. Denunciada, perseguida, la abuela Flora iba de comisaría en comisaría, de fiscal en fiscal, de tribunal en tribunal. Como el escándalo prestigia a los abogados, un joven leguleyo ambicioso y vil, que haría carrera política, Jules Favre, asumió la defensa de André Chazal, en nombre del Orden, de la Familia Cristiana, de la Moral, y se dedicó a hundir en el descrédito a la fugitiva del hogar, madre indigna, esposa infiel. ¿Y la niña? ¿Qué pasaba con tu madre, todo ese tiempo? Era enviada por los jueces a unos internados ófricos, donde Chazal y la abuela Flora podían visitarla, por separado, sólo una vez al mes.

El 28 de julio de 1836 Aline fue secuestrada por segunda vez. Su padre la sacó a la fuerza del internado regentado por mademoiselle Durocher, 5 rue d'Assas, y la encerró, en secreto, en un pensionado de mala muerte, en la rue du Paradis-Poissonmere. «¿Te imaginas el estado de ánimo de esa niña con semejantes sobresaltos, Paul?», lloriqueó Gustave Arosa. A las siete semanas, Aline escapó de ese encierro, descolgándose por una ventana, y consiguió llegar donde la abuela Flora, quien vivía ya en la rue du Bac. La niña pudo disfrutar un par de meses de la casa materna.

Porque Chazal, gracias al leguleyo Jules Favre consiguió que la justicia y la policía se lanzaran a la caza de la criatura, en nombre de la patria potestad. El 20 de noviembre de 1836 Aline fue raptada por tercera vez, ahora por un comisario, en la puerta de su casa, y entregada a su padre. Al mismo tiempo, el procurador del rey y el juez hacían saber a la abuela Flora que cualquier intento de arrebatar a Aline a su progenitor significaría para ella la cárcel.

Ahora venía la parte más sucia y maloliente de la historia. Tan sucia y maloliente que, aquella tarde, cuando Gustave Arosa, creyendo congraciarse así contigo, te mostró la cartita de abril de 1837 que la niña hizo llegar a la abuela Flora cinco meses después de haber sido secuestrada por tercera vez, apenas comenzaste a leerla cerraste los ojos, enfermo de asco, y se la devolviste a tu tutor. Aquella cartita había figurado en el juicio, aparecido en los periódicos, formado parte del expediente judicial, hecho correr habladurías y chismes en los salones y mentideros parisinos. André Chazal vivía en un cubil sórdido, en Montmartre. La niña, desesperada, con faltas de ortografía en cada frase, rogaba a su madre que la rescatara. Tenía miedo, dolor, pánico, en las noches, cuando su padre el señor Chazal, decía-, generalmente borracho, la hacia acostarse desnuda con él en la única cama del lugar, y, el, asimismo desnudo, la abrazaba, la besaba, se frotaba contra ella, y quería que ella también lo abrazara y lo besara. Tan sucio, tan maloliente, que Paul prefería pasar como sobre ascuas por ese episodio y la denuncia que hizo la abuela Flora contra André Chazal por violación e incesto. Terribles, enormes acusaciones que provocaron el concebible escándalo, pero que, gracias al arte consumado de esa otra fiera, la del foro, Jules Favre, depararon sólo unas pocas semanitas de cárcel al violador incestuoso, ya que, aunque los indicios lo condenaban, el juez dictaminó que «no se pudo probar de manera fehaciente el hecho material del incesto». La sentencia condenaba a la niña, una vez más, a vivir separada de su madre, en un internado.

¿Habías puesto todos esos dramas mezclados con gran guiñol en el Retrato de Alíne Gauguin, Paul? No estabas seguro. Querías recuperar esa tela para averiguarlo. ¿Era una obra maestra? Tal vez, sí. La mirada de tu madre en el cuadro, recordabas, despedía, desde su timidez congénita, un fuego quieto, oscuro, con visajes azulados, que traspasaba al espectador e iba a perderse en un punto indeterminado del vacío. «¿Qué miras en mi cuadro, ma dre?» «Mí vida, mi pobre y miserable vida, hijo mío. Y la tuya también, Paul. Yo hubiera querido que, a diferencia de lo que le ocurrió a tu abuelita, a mí, a tu pobre padre que murió en medio del mar y enterramos en ese fin del mundo, tú tuvieras otra vida. De persona normal, tranquila, segura, sin hambre, sin miedo sin fugas, sin violencia. No pudo ser. Te legué la mala suerte, Paul. Perdóname, hijo mío, »

Cuando, un rato después, debido a los sollozos de Koke, Pau'ura se despertó y le preguntó por qué lloraba así, él le mintió:

-Me ha vuelto el ardor a las piernas y, qué desgracia, el ungüento se ha acabado.

Te pareció que la luna, la radiante Hina, la diosa de los Arlori, los antiguos maoríes, quieta en el cielo de Punaauía, luciente en medio de las hojas entrelazadas del cuadrado de la ventana, también se entristecía.

Ya casi no quedaba un centavo de la herencia del tío Zizi y del dinero que trajo de París. Ni Daniel, ni Schuff, ni Ambroise Vollard ni los otros galeristas a los que había dejado pinturas y esculturas en Francia, daban señales de vida. El corresponsal más fiel era, siempre, Daniel de Monfreid. Pero no conseguía comprador para una sola tela, una sola talla, ni un miserable apunte. Comenzaban a faltar los víveres y Pau-'ura se quejaba. Paul propuso al chino, dueño del único almacén de Punaaiua, un trueque: le daría dibujos y acuarelas para que los alimentara a él y a su vahine mientras le llegaba dinero de Francia. A regañadientes, el almacenero terminó por aceptar.

A las pocas semanas, Pau'ura vino a decirle que el chino, en vez de guardar sus dibujos, colgarlos en las paredes o tratar de venderlos, los usaba para envolver la mercadería. Le mostró los restos de un paisaje de mangos de Punaaiua, manchado, arrugado y con residuos de es camas de pescado. Cojeando, apoyándose en el bastón que ahora usaba para el menor desplazamiento incluso dentro de la cabaña, Paul fue al almacén e increpó al dueño su falta de sensibilidad. Subió tanto la voz que el chino lo amenazó con denunciarlo a los gendarmes. Desde entonces, Paul fue extendiendo su odio del almacenero de Punaauia a todos los chinos de Tahití.

No sólo la falta de dinero y los males físicos lo tenían exacerbado, siempre a punto de estallar en una rabieta. Era, también, la obsesionante memoria de su madre y de ese retrato del que no quedaba rastro. ¿Dónde había ido a parar? ¿Y por qué la desaparición de esa tela -habías extraviado tantas sin el menor pestañeo- te tenía sumido en el abatimiento, con el espíritu lleno de malos presagios? ¿Te estabas loqueando, Paul?

Estuvo tiempo sin pintar, limitándose a trazar algunos bocetos en sus cuadernos y a esculpir pequeñas máscaras. Lo hacía sin convicción, distraído por las preocupaciones y el malestar físico. Le vino una inflamación en el ojo izquierdo, que lagrimeaba todo el tiempo. El boticario de Papeete le dio unas gotas para la conjuntivitis, pero no le hicieron el menor efecto. Como la visión de ese ojo irritado disminuyó mucho, se asustó: ¿ibas a quedarte ciego? Fue al Hospital Valami y el médico, el doctor Lagrange, lo obligó a internarse. Desde allí Paul escribió a los Molard, sus vecinos de la rue Vercingétorix, una carta lastrada de amargura, en la que les decía: «La mala fortuna me ha perseguido desde niño. Nunca tuve suerte, nunca alegrías. Siempre la adversidad. Por eso grito: Dios, si existes, te acuso de injusticia y maldad».

El doctor Lagrange, de larga estadía en las colonias francesas, nunca le tuvo simpatía. Era un cincuentón demasiado burgués y formal -calvito, anteojos sin montura prendidos en la punta de la nariz, cuellito duro

y corbata mariposa a pesar del calor de Tahití— para ha­cer buenas migas con ese bohemio, de costumbres desa­foradas, que convivía con indígenas, y del que circulaban las peores historias por todo Papeete. Pero era un profe­sional concienzudo y lo sometió a rigurosos exámenes. Su diagnóstico no tomó a Paul por sorpresa. La inflamación del ojo era otra manifestación de la enfermedad impro­nunciable. Ésta había evolucionado hasta una etapa más grave, según indicaban la erupción y supuraciones de sus piernas. ¿Seguiría empeorando, pues? ¿Hasta cuánto, doc­tor Lagrange?

—Es una enfermedad de largo aliento —evadió la respuesta el médico—. Usted lo sabe. Siga el tratamiento de manera rigurosa. Y cuidado con el láudano, no se exceda de la dosis que le he indicado.


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