La primera imagen de Lyon, con sus lóbregas mansiones parecidas a cuarteles, recurrentes como pesadillas, y sus calles de guijarros filudos que lastimaban las plantas de los pies, le causó pésima impresión. Le recordó al Londres de los Spence, por su grisura, sus contrastes entre ricos riquísimos y pobres pobrísimos, y su carácter de urbe-monumento consagrado a la explotación de los obreros. Esa sensación deprimente del primer día desaparecería a medida que sus encuentros, citas, reuniones, se multiplicaban, y se veía, por primera vez en su vida, acosada por la policía. Aquí sí tuvo, por fin, innumerables encuentros con obreros de todos los sectores, tejedores, zapateros, talladores de piedras, herreros, carpinteros, terciopeleros y otros. Su fama la había precedido; mucha gente la conocía y miraba en la calle con admiración o reprobación, y, algunos, como bicho raro. Pero, la razón por la que, en los meses restantes de su gira -en Lyon cumplió dos meses desde su salida de París-, recordaría siempre el mes y medio lionés, fue porque, en la apretada agenda de esas semanas, verificó de manera abrumadora los excesos de la explotación de que eran víctimas los pobres, y también las reservas de decencia, de pureza moral y de heroísmo que tenía la clase obrera, pese a vivir en la más absoluta degradación. «En seis semanas en Lyon aprendí más sobre la sociedad que en toda mi vida pasada», apuntó en su diario.
En la primera semana dio una veintena de charlas, en los talleres de tejedores de seda del barrio de la Croix Rousse, los famosos canutos, que, no hacia muchos años ---1831 y 1834-, encabezaron dos revoluciones obreras que la burguesía sofocó con terrible derramamiento de sangre. En los estrechos, sucios, oscuros talleres encaramados en la montaña de la Croix-Rousse, cuyas interminables escaleras la dejaban sin aliento, Flora tuvo dificultad en asociar a esos hombres medio borrados por la penumbra, iluminados apenas por un candil -las reuniones se hacían de noche, luego del trabajo-, tímidos, mal vestidos, descalzos, en harapos, de caras estupidizadas por el cansancio -trabajaban de cinco de la madrugada a ocho de la noche con un pequeño descanso al mediodía-, con los combatientes que se enfrentaron a pedradas y palazos a las bayonetas, balas y cañones de los soldados. Muchos ponían en duda que ella hubiera escrito La Unión Obrera. Los prejuicios contra la mujer habían calado en todas las clases sociales. Por llevar faldas, la creían incapaz de desarrollar estas ideas para la redención del obrero. Luego de un cierto embarazo -que fuera mujer los desconcertaba- solían hacerle muchas preguntas y, por lo general, cuando ella los interrogaba sobre sus problemas, se explayaban con desenvoltura. Había muchos seres limitados entre ellos, pero, también, inteligencias en bruto, a las que la sociedad impedía pulirse. Salía de esas reuniones cayéndose de fatiga, pero en estado de incandescencia espiritual. Tus ideas prenden, Florita, los obreros las adoptan., la Unión Obrera comienza a ser realidad.
Al noveno día de su estancia, cuatro agentes de la policía y el comisario de Lyon, monsieur Bardoz, se presentaron en el Hotel de Milan con una orden de registro. Luego de hurgarlo todo por espacio de un par de horas, se llevaron sus papeles, libretas y cartas íntimas -entre ellas una, apasionada, de Olympia- y los ejemplares de La Unión Obrera que no alcanzó a distribuir en librerías. Partieron, entregándole una orden de comparecencia ante el procurador del rey, monsieur A. Gilardin. Éste era un hombre delgado como un cuchillo, vestido con un traje que parecía un hábito religioso. No se levantó a saludarla cuando ella entró a su despacho.
-La labor que usted desarrolla en Lyon es subversiva -le dijo, glacial-. Se ha abierto una investigación y podría ser procesada como agitadora. Por eso, en espera del resultado de la investigación, le prohibo que continúe las reuniones con los canutos de la Croix-Rousse.
Flora lo examinó de arriba abajo, con lento desprecio. Hacía grandes esfuerzos para no estallar.
-¿Considera subversivo cambiar ideas con las personas que tejen los paños de los elegantes trajes con que usted se viste? Me gustaría saber por qué.
-Esos antros no son lugares aparentes para las damas. Además, ir a hablar a los obreros es asunto peligroso, cuando se tienen ideas desquiciadoras del orden social -le repuso, sin moverse, la boca sin labios del procurador del rey---. Debo prevenirla: mientras dure la investigación, estará sometida a vigilancia. Pero, si lo desea, puede abandonar Lyon de inmediato.
-Lo haré sólo por la fuerza. Esta ciudad me gusta mucho. Yo también debo advertirle algo: moveré cielo y tierra para que la prensa de aquí y de París haga conocer a la opinión pública el atropello de que soy víctima.
Partió del despacho del procurador del rey sin despedirse. Los tres diarios de oposición -Le Censeur, La Démocratíe y Le Bien Public- informaron del registro e incautación de sus papeles, pero ninguno se atrevió a criticar la medida. Y, a partir de ese día, Flora tuvo dos policias instalados en la puerta del Hotel de Milan, apuntando las visitas que recibía y siguiéndola en la calle. Pero eran tan perezosos y torpes que resultó fácil despistarlos, gracias a la complicidad de las camareras del hotel, que la hacían salir por una ventana de las cocinas a un callejón furtivo, a la espalda del local. De modo que, pese a la prohibición, siguió celebrando reuniones diarias con obreros, extremando las precauciones, y temerosa de que, en alguno de esos encuentros, llamada por algún traidor, apareciera la policía. No ocurrió.
Al mismo tiempo, llevó a cabo un intenso trabajo de información social. Talleres, hospitales, casas de caridad, casas de locos, orfelinatos, iglesias, escuelas, y, por fin, el barrio de las prostitutas, en La Guillotierre. En esta última expedición la acompañaron dos fourieristas -se portaron muy bien, consiguiéndole un abogado para defender su caso ante el procurador del rey---, no disfrazada de hombre como en Londres, sino cubierta con una capa y un sombrero algo ridículo, que le ocultaba media cara. Aunque no tan enorme ni dantesco como el del Stepney Green londinense, el espectáculo de las prostitutas apiñadas en las esquinas y las puertas de las tabernas y prostíbulos de nombres risueños -La casa de la novia, Los brazos cálidos- la descompuso. A varias, entre las más jóvenes, les preguntó su edad: doce, trece, catorce años. Unas niñitas sin desarrollar haciendo de mujeres. ¿Cómo era posible que los hombres se excitaran con estas criaturas puro hueso y pellejo, que no habían salido de la niñez y a las que rondaban la tisis y la sífilis, si es que ya no las habían contraído? Se le encogía el corazón, la rabia y la tristeza la enmudecían. Igual que en Londres, aquí también había algo entre monstruoso y cómico: en medio de esa depravación, se arrastraban, jugando, en los pisos de tierra de las casas de placer, entre las prostitutas y sus clientes -muchos obreros entre ellos-, niños de dos, tres o cuatro años, a los que las madres abandonaban allí mientras hacían su trabajo.
Realizaba esas visitas por obligación moral -no se podía reformar lo que se desconocía-, con profundo disgusto. Desde los primeros tiempos de su matrimonio con André Chazal, el sexo la repelía. Antes Incluso de adquirir una cultura política, una sensibilidad social, intuyó que el sexo era uno de los instrumentos primordiales de la explotación y dominación de la mujer. Por eso, aunque sin predicar la castidad o la reclusión monjil, siempre había desconfiado de las teorías que exaltaban la vida sexual, los placeres del cuerpo, como uno de los objetivos de la futura sociedad. Éste fue uno de los temas que la llevaron a apartarse de Charles Fourier, a quien, sin embargo, profesaba admiración y cariño. Curioso caso el del maestro; había llevado siempre, por lo menos en apariencia, una vida de total austeridad. Se lo tenía por misógino. Pero, en su diseño de la futura sociedad, el Edén venidero, la etapa de Armonía que sucedería a la Civilización, el sexo figuraba como protagonista. A ella le costaba aceptarlo. Aquello podía terminar en un verdadero aquelarre, pese a las buenas intenciones del maestro. Innecesario, absurdo, imposible organizar la sociedad de acuerdo al sexo, como pretendían ciertos fourieristas. En los falansterios, según el diseño de Fourier, habría jóvenes vírgenes, que prescindirían por completo del sexo, y vestales, que lo practicarían de manera moderada con los vesteles o trovadores, y mujeres todavía más libres, las damiselas, que harían el amor con los menestrales, y así sucesivamente, en un orden de libertad y exceso crecientes -las odaliscas, las faquiresas, las bacantes-, hasta las bayaderas, que practicarían el amor caritativo, acostándose con viejos, inválidos, viajeros, y, en general, seres a los que por su edad, mala salud o fealdad, la injusta sociedad actual condenaba a la masturbación o a la abstinencia. Aunque todo en esta organización fuese libre y voluntario -cada cual elegía a qué cuerpo sexual del falansterio quería pertenecer y podía abandonarlo a su albur- a Flora este sistema le parecía indebido, la hacía temer que, a su amparo, brota ran nuevas injusticias. En su proyecto de Unión Obrera no había recetas sexuales; salvo la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el derecho al divorcio, el tema del sexo se evitaba.
Lo que más la sobrecogía en la doctrina de Fourier era que, según éste, «toda fantasía es buena en materia de amor» y «todo el mundo tiene razón en sus manías amorosas porque el amor es esencialmente la pasión de la sinrazon». Le daba vértigo su defensa de la orgía noble», los acoplamientos colectivos, y que, en la futura sociedad, los gustos minoritarios -él los llamaba unisexuales-, sádicos y fetichistas, no fueran reprimidos sino fomentados, para que cada cual encontrara su pareja afín, y pudiera ser feliz con su debilidad o capricho. Eso si, sin hacer daño al prójimo, pues todo sería libremente elegido y consentido. Estas ideas de Fourier la escandalizaron tanto que, secretamente, le dio algo de razón al reformador Proudhon, un puritano que no hacía mucho, en su Advertencia a los propietarios, acusó a los falansterianos de «Inmoralidad y pederastia». El escándalo llevó a Victor Considérant a atenuar en los últimos tiempos las teorías sexuales del fundador.
Aunque reconocía y admiraba su audacia revolucionaria, a Flora la tolerancia libérrima de Charles Fourier en materia sexual la intimidaba. También la divertía, a veces. Ella y Olympia habían reído hasta el llanto una tarde, en medio de un encuentro amoroso, recordando la confesión del maestro de que tenía una «Irreprimible inclinación por las lesbianas», y su afirmación según la cual sus cálculos e investigaciones le permitían afirmar que en el mundo existían veintiséis mil colegas con la misma inclinación, con los que podía formar una asamblea o «cuerpo» en la futura sociedad de Armonía, en la que él y sus asociados podrían disfrutar sin trabas ni vergüenza de espectáculos sáficos. Las lesbianas que se exhibirían ante los felices mirones lo harían por su libre elección y porque, haciéndolo, practicarían su vocación exhibicionista. «¿Lo invitamos, mi reina?», se reía Olympia.
La manía clasificatoria de Charles Fourier ahora te merecía burlas, Florita, pero diez años atrás, al regresar del Perú, con qué alegría habías descubierto esa doctrina que reconocía la injusta situación de la mujer y del pobre, y se proponía repararla mediante la nueva sociedad que surgiría con la multiplicación de falansterios. La humanidad había dejado atrás las etapas iniciales, Salvajismo, Barbarie, Civilización, y ahora, gracias a las nuevas ideas, pronto ingresaría en la última: la Armonía. El falansterio, con sus cuatrocientas familias, de cuatro miembros cada una, constituiría una sociedad perfecta, un pequeño paraíso organizado de manera que desaparecieran todas las fuentes de la infelicidad. La justicia era inservible, a menos que trajera la dicha a los seres humanos. El maestro Fourier lo había previsto y prescrito todo. En cada falansterio se pagaría más los trabajos más aburridos, estúpidos y sacrificados, y menos los más divertidos y creativos, ya que ejercer estos últimos constituía un placer en sí mismo. Por tanto, un carbonero o un hojalatero estarían mejor retribuidos que un médico o un ingeniero. Cada limitación o vicio serían aprovechados en beneficio de la sociedad. Como a los niños les gustaba embarrarse, ellos se encargarían de recoger las basuras en los falansterios. Esto le pareció a Flora, al principio, el colmo de la sabiduría. Como, también, la fórmula de Fourier para que hombres y mujeres no se mediocrizaran haciendo siempre lo mismo: rotar de trabajo en trabajo, a veces en un mismo día, para que no los apolillara la rutina. De jardinero a profesor, de albañil a abogado, de lavandera a actriz, nunca nadie se aburriría.
Sin embargo, muchas afirmaciones contundentes del amable y compasivo Fourrier terminaron por alarmarla. Asegurar: «Yo solo he conseguido confundir veinte siglos de imbecilidad política» era exagerado. El maestro presentaba como verdades científicas afirmaciones inverificables: que el mundo duraría, exactamente, ochenta mil años, y que, en ese tiempo, cada alma humana transmigraría ochocientas diez veces entre la Tierra y otros planetas, y viviría mil seiscientas veintiséis existencias diferentes. ¿Era eso ciencia o brujería? ¿No resultaba estrafalario? Por lo mismo, aunque sabia que sus conocimientos no igualaban ni de lejos los del fundador de la doctrina fourierista, se decía a sí misma que su propuesta de Unión Obrera era, precisamente por ser más modesta, más realista que la falansteriana.
Después de la visita al barrio de las rameras, fue aún peor recorrer La Antigualla, el hospital de locos y de prostitutas portadoras de enfermedades vergonzosas. Unos y otras andaban mezclados, entre los celadores embrutecidos y perversos, que molían a golpes a los locos que se paseaban semidesnudos y encadenados en un patio lleno de inmundicias, entre nubes de moscas, cuando chillaban demasiado. En los rincones, unas ruinas de mujeres escupían sangre o mostraban las pústulas de la sífilis, mientras trataban de entonar cánticos religiosos bajo la batuta de las hermanas de la Caridad, encargadas de la enfermería. El director del hospital, hombre amable, de ideas modernas, reconoció a Flora que, en la mayoría de los casos, la miseria había causado la enajenación de esos infelices.
-Lógico, doctor. ¿Sabe usted cuánto gana una obrera, en Lyon, por catorce o quince horas en el taller? Cincuenta centavos. La tercera o cuarta parte que el obrero, por el mismo trabajo. ¿Quién vive con eso al día, si tiene hijos que alimentar? Por eso muchas recurren a la prostitución, y acaban locas.
-Que no la oigan las hermanas -bajó la voz el doctor---. Para ellas la locura castiga el vicio. Su teoría les parecería poco cristiana.
No sólo en La Antigualla encontró Flora sacerdotes y religiosas. Estaban por todas partes. Lyon, ciudad de obreros revolucionarios, era, también, una ciudad clerical, que apestaba a incienso y sacristía. Entró y salió de muchas iglesias, llenas de pobres gentes fanatizadas, de rodillas, rezando o escuchando, sumisas, las asnerías oscurantistas que derramaban sobre ellas unos curas predicadores de la resignación y la servidumbre al poderoso. Lo más triste era comprobar que los pobres eran la inmensa mayoría de fieles. Para estudiar el fetichismo, subió, medio asfixiada por el esfuerzo, al pico más alto de Lyon, donde, en una pequeña capilla, se rendía culto a Notre Dame de Fourviére. La fealdad de la imagen la impresionó menos que el espectáculo de abyecta idolatría con que la masa de feligreses que habían subido como ella se empujaba y codeaba para acercarse y de rodillas tocar con la punta de los dedos la urna de la Virgen. ¡La Edad Media, en el corazón de una de las ciudades más industrializadas y modernas del mundo!
De regreso al centro de Lyon, a medio camino de la montaña, trató de visitar un Depósito de Mendigos donde los pobres ancianos sin casa ni empleo podían refugiarse y obtener un techo, un plato de sopa y un entierro cristiano. No logró entrar. El local estaba custodiado por gendarmes con mosquetes. Divisó, por las rejas, a las hermanas de la Caridad, que tenían también, en la ciudad, escuelas para pobres. ¡Cuándo no! Hábitos y guardias brazo con brazo, para tener atrapados a los pobres, de la niñez a la ancianidad, a fin de enseñarles la sumisión con rezos y sermones, o imponiéndosela por la fuerza, Qué distintas eran, en comparación con estas visitas de estudio, las reuniones con pequeños grupos de canutos de las sederías y demás obreros lioneses. A veces, las discusiones resultaban violentas. Flora salía de ellas fortalecida en sus convicciones, recompensada en sus esfuerzos. Una noche, en una reunión con obreros icarianos, seguidores de Étienne Cabet, cuya novela Viaje por Icaria había reclutado en la región muchos seguidores para sus doctrinas llamadas comunistas, en medio de una fogosa polémica Flora se desmayó. Cuando abrió los ojos era el amanecer. Había pasado la noche en un taller de tejedores, tumbada en el suelo. Los obreros que dormían allí, se turnaron para cuidarla, sobándole las manos y mojándole la frente. A una de las obreras, Eléonore Blanc, la había visto en otras reuniones. Flora advirtió en ella, además de la devoción con que la escuchaba, una mente muy ágil. Un pálpito le dijo que esta mujer todavía joven podía ser tina de las dirigentes de la Unión Obrera en Lyon. La invitó al Hotel de Milan, a tomar el té. Conversaron varias horas, bajo las plácidas miradas de los policías encargados de vigilarla. Sí, Eléonore Blanc era una mujer excepcional y formaría parte del comité organizador de la Unión Obrera de Lyon.
Cuando la llamó el juez de instrucción, su popularidad en Lyon era aún más grande. La gente la rodeaba en la calle, y, aunque algunos burgueses le torcían los ojos y algunas burguesas osaban decirle «Lárguese de aquí y déjenos en Paz», la mayoría la saludaba con palabras amables. Tal vez esa popularidad hizo que el juez de instrucción, monsicur Francois Demi, decretara, luego de interrogarla dos horas -una amable conversación-, que no había lugar a proceso y que la policía le devolviera los papeles incautados.
«Estas últimas semanas he estado sencillamente soberbia», se dijo Flora, al recobrar sus cuadernos, cartas y agendas, que el propio comisario Bardoz le entregó, disgustado. Sí., si, Florita. En cinco semanas en Lyon habías hecho apostolado ante centenares de obreros, enriquecido tus estudios sociales sobre la injusticia, instalado un comité de quince personas, y, por sugerencia de los propios trabajadores, se hallaba en marcha una tercera edición de La Unión Obrera, que se vendería a un precio muy bajo, de modo que estuviera al alcance de los bolsillos más humildes.
Su palabra llegó incluso al corazón del enemigo, la Iglesia. La última reunión que tuvo en la región fue sorprendente. Con mucho secreto, unos curas que vivían en comunidad, en Oullins, bajo la dirección del abate Guillemain de Bordeaux, la invitaron a visitarlos, pues «compartían con ella muchas ideas». Fue por curiosidad, sin esperar gran cosa del encuentro. Pero, para su asombro, en el castillo de Perron, en Oullins, la recibió un grupo de religiosos revolucionarios. Se llamaban a si mismos «Los curas rebeldes». Habían leído y discutido a Proudhon, Saint-Simon, Cabet y Fourier. Pero su guía y mentor era el padre Lamennais de la última época, el sacerdote rechazado por el Vaticano, el partidario de la República, adversario y fustigador de la monarquía y la burguesía, defensor de la libertad de cultos y de reformas sociales. Como Saint-Símon y como Flora, estos «curas rebeldes» creían que la revolución debía conservar a Cristo y a un cristianismo no corrompido por el autoritarismo de la Iglesia ni las prebendas del poder. La velada resultó entretenida y Flora se despidió de los curas rebeldes diciéndoles que también habría sitio para ellos en la Unión Obrera, y aconsejándoles, medio en broma medio en serio, que, ya que habían dado tantos buenos pasos, dieran uno más y se insubordinaran contra el celibato eclesiástico.
La separación de Eléonore Blanc, el día de su partida, fue penosa. La muchacha rompió en llanto. Flora la abrazó, diciéndole al oído algo que, mientras lo decía, la asustó: «Eléonore, te quiero más que a mi propia hija».
6. Annah, la Javanesa
París, octubre de 1893
Cuando aquella mañana del otoño de 1893 tocaron la puerta de su estudio parisino del número 6, rue Vercingétorix, Paul se quedó boquiabierto: la niña-mujer que tenía al frente, muy menudita, de color oscuro, embutida en una túnica parecida al hábito de las hermanas de la Caridad, llevaba una monita en el brazo, una flor en los cabellos, y, en el cuello, este cartel: «Soy Annah, la Javanesa. Un presente para Paul, de su amigo Ambroise Vollard».
Nada más verla, sin recuperarse todavía del desconcierto ante semejante regalo del joven galerista, Paul sintió ganas de pintar. Era la primera vez que le ocurría desde su regreso a Francia, el 30 de agosto, luego de aquel malhadado viaje de tres meses, procedente de Tahití. Todo había salido mal. Bajó del barco en Marsella con sólo cuatro francos en el bolsillo y llegó medio muerto de hambre y desazón a un París de fuego, desertado por sus amigos. La ciudad, en los dos años pasados en la Polinesia, se había vuelto extraña y hostil. La exposición de sus cuarenta y dos
Nada te había deprimido tanto, en la exposición, como la manera cruda con que tu viejo maestro y amigo,
Camille Pissarro, liquidó sumariamente tus teorías y los cuadros de Tahití: «Este arte no es el suyo, Paul. Vuelva a lo que era. Usted es un civilizado y su deber es pintar cosas armoniosas, no imitar el arte bárbaro de los caníbales. Hágame caso. Desande el mal camino, deje de saquear a los salvajes de Oceanía y vuelva a ser usted». No le discutiste. Te limitaste a despedirte de él con una venia. Ni siquiera el gesto afectuoso de Degas, que te compró dos cuadros, te levantó el ánimo. Las severas opiniones de Pissarro eran compartidas por muchos artistas, críticos y coleccionistas: lo que habías pintado allá, en los Mares del Sur, era un remedo de las supersticiones e idolatrías de unos seres primitivos, a años luz de la civilización. ¿Eso debía ser el arte? ¿Un retorno a los palotes, bultos y magias de las cavernas? Pero, no sólo era un rechazo a los nuevos temas y técnicas de tu pintura, adquiridos con tanto sacrificio en los dos últimos años en Tahiti. Era también un rechazo sordo, turbio, retorcido, a tu persona. ¿Y, por qué? Por el Holandés Loco, nada menos. Desde la tragedia de Arles, su estancia en el manicomio de Saint-Rémy y su suicidio, y, sobre todo, desde la muerte, también por mano propia, de su hermano Theo van Gogh, la pintura de Vincent (que, cuando estaba vivo, a nadie interesaba) había comenzado a dar que hablar, a venderse, a subir de precio. Nacía una morbosa moda Van Gogh, y, con ella, retroactivamente, todo el medio artístico comenzaba a reprocharte haber sido incapaz de comprender y ayudar al holandés. ¡Canallas! Algunos añadían que, acaso, por tu proverbial falta de tacto, hasta podías haber desencadenado la mutilación de Arles. No necesitabas oírlos para saber que murmuraban estas y peores cosas a tus espaldas, señalándote, en las galerías, en los cafés, en los salones, en las fiestas, en las reuniones sociales, en los talleres de los artistas. Las infamias se filtraban en las revistas y en los diarios, de la manera oblicua con que la prensa parisina solía comentar la actualidad. Ni siquiera la muerte providencial de tu tío paterno Zizi, un solterón octogenario, en Orléans, que te dejó unos miles de francos que vinieron a sacarte por un tiempo de la miseria y las deudas, te devolvió el entusiasmo. Hasta cuándo ibas a seguir en este, estado, Paul?
Hasta aquella mañana en que Annah la Javanesa, con aquel pintoresco cartel en el cuello y Taoa, su monita saltarina de ojos sarcásticos a la que llevaba sujeta con un lazo de cuero, entró, contoneándose como una palmera, a compartir con él ese enclave lujurioso y exótico el que Paul convirtió el estudio alquilado en este rincón de Montparnasse, en el segundo piso de un viejo inmueble. Ambroise Vollard se la enviaba para que fuera su sirvienta. Eso había sido Annah hasta ahora en casa de una cantante de ópera. Pero esa misma noche Paul hizo de ella su amante. Y, después, su compañera de juegos, fantasías y disfuerzos. Y, finalmente, su modelo. ¿De dónde venía? Imposible saberlo. Cuando Paul se lo preguntó, Annah le contó una historia trufada de tantas contradicciones geográficas, que, sin duda, se trataba de una fabulación. Tal vez la pobre ni siquiera lo sabía, y se estaba inventando un pasado mientras hablaba, delatando su prodigiosa ignorancia de los países y demarcaciones del planeta. ¿Cuantos años tenía? Ella le dijo que diecisiete, pero él le calculo menos, acaso sólo trece o catorce, como Teha'amana, esa edad, para ti tan excitante, en que las muchachas precoces de los países salvajes entraban en la vida adulta. Tenía los pechos desarrollados y los muslos firmes, y ya no era virgen. Pero no fue su cuerpecito menudo y bien formado -una enanita, un dije, al lado del fortachón de cuarenta y siete anos que era Paul que lo sedujo de inmediato en esa compañera que le deparó el ingrato París.
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