Era su cara ceniza oscura de mestiza, sus facciones finas y marcadas -la naricita respingona, los gruesos labios heredados de sus ancestros negros- y la viveza e insolencia de sus ojos, en los que había desasosiego, curiosidad, burla de todo lo que veía. Hablaba un francés de extranjera, de exquisitas incorrecciones, con vocablos e imágenes de una vulgaridad que a Paul le recordaban los burdeles de los puertos, en su mocedad marinera. Pese a no tener donde caerse muerta, ni saber leer ni escribir, ni poseer más cosas que su monita Taoa y la ropa que llevaba puesta, hacía alarde de una arrogancia de reina, en su desenfado, en sus poses y los sarcasmos que se permitía con todo y todos, como si nada le mereciera respeto, ni las formas convencionales rigieran para ella. Cuando algo o alguien le disgustaba, le sacaba la lengua y le hacía una morisqueta que Taoa imitaba, chillando.
En la cama, era difícil saber si la Javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacia gozar a ti, y, a la vez, te divertía. Annah te devolvió lo que, desde el regreso a Francia, temías haber perdido: el deseo de pintar, el humor y las ganas de vivir.
Al día siguiente de aparecer Annah por su estudio, Paul la llevó a una tienda del boulevard de l'opéra y le compró ropa y que le ayudó a escoger. Y, además de botines, media docena de sombreros, por los que Annah tenía pasión. Los llevaba puestos incluso dentro de casa, y era lo primero que se echaba encima, al despertar. A Paul lo estremecían las carcajadas cuando veía a la muchacha desnuda y con un rígido canotier en la cabeza, danzando en dirección a la cocina o el cuarto de baño.
Gracias a la alegría e inventiva de la javanesa, el estudio de la rue Vercingétorix se convirtió, los jueves en la tarde, en un lugar de reunión y festejo. Paul tocaba el acordeón, se vestía a veces con un pareo tahitiano y se lle naba el cuerpo de fingidos tatuajes. A las soirées venían los amigos fieles de antaño, con sus esposas o amantes -Daniel de Monfreid y Annette, Charles Morice con una arriesgada condesa que compartía su miseria, los Schuffenecker, el escultor español Paco Durrio que cantaba y tocaba la guitarra, y una pareja de vecinos, dos suecos expatriados, los Molard, Ida, escultora, y William, compositor, quienes llevaban a veces a un compatriota dramaturgo e inventor medio loco llamado August Strindbery-. Los Molard tenían una hija adolescente, Judith, chiquilla inquieta y romántica, fascinada por el estudio del pintor. Paul lo había empapelado de papel amarillo, las ventanas de tonalidades ambarinas, y lo alborotó con sus esculturas y cuadros tahitianos. De las paredes parecían salir llamas vegetales, cielos azulísimos, mares y lagunas esmeralda y sensuales cuerpos al natural. Antes de que apareciera Annah, Paul mantenía a cierta distancia a la hija de sus vecinos suecos, divertido con el embelesamiento que la chiquilla le mostraba, sin tocarla. Pero, desde la llegada de la Javanesa, especie exótica que excitaba sus sentidos y fantasías, comenzó también a juguetear con Judith, cuando sus padres no andaban cerca. La cogía de la cintura, le rozaba los labios y apretaba sus nacientes pechitos, susurrándole: «Todo esto será mío cierto, señorita?». Aterrada y feliz, la chiquilla asentía: «Sí, sí, de usted».
Así se le metió en la cabeza pintar desnuda a la hija de los Molard. Se lo propuso y Judith, blanca como la cera, no supo qué decir. ¿Desnuda, totalmente desnuda? Claro que sí. ¿No era frecuente que los artistas pintaran y esculpieran desnudas a sus modelos? Nadie lo sabría, porque Paul, luego de pintarla, ocultaría el cuadro hasta que Judith creciera. Sólo lo exhibiría cuando ella fuera una mujer hecha y derecha. Aceptaba? La chiquilla terminó por acceder. Sólo tuvieron tres sesiones y la aventura por poco termina en drama. Judith subía al estudio cuando Ida, su madre, que alentaba una pasión benefactora por los animales, salía en expedición., acompañada de Annah, por las calles de Montparnasse en pos de perros y gatos abandonados, enfermos o heridos, a los que traía a su casa, cuidaba y curaba, y les buscaba padres adoptivos. La chiquilla, desnuda sobre unas mantas polinesias multicolores, no alzaba los ojos del suelo; se encogía y sumía en sí misma, tratando de hacerse lo menos visible a los ojos que escudriñaban sus secretos.
A la tercera sesión, cuando Paul había esbozado su silueta filiforme y su carita oval de grandes ojos asustados, Ida Molard irrumpió en el estudio con aspavientos de trágica griega. Te costó trabajo calmarla, convencerla de que tu interés por la niña era estético (¿lo era, Paul?), que la habías respetado, que tu empeño en pintarla desnuda carecía de malicia. Ida sólo se calmó cuando le juraste que desistías del proyecto. Delante de Ida embadurnaste con trementina la tela inconclusa y la raspaste con una espátula, sepultando la imagen de Judith. Entonces, Ida hizo las paces y tomaron té. Enfurruñada y asustada, la niña los escuchaba charlar, calladita, sin inmiscuirse en sus diálogos.
Cuando, tiempo después, Paul decidió hacer un desnudo de Annah, tuvo una iluminación: sobrepondría la imagen de su amante a la inconclusa Judith de la tela interrumpida. Así lo hizo. Fue un cuadro que le tomó mucho trabajo, por la incorregible Javanesa. La más inquieta e incontrolable modelo que tendrías nunca, Paul. Se movía, alteraba la pose, o, para combatir el aburrimiento, se ponía a hacer morisquetas a fin de provocarte la risa -el juego favorito, con el espiritismo, de las veladas de los jueves-, o, simplemente, de buenas a primeras, harta de posar, se ponía de pie, se echaba encima cualquier ropa y largaba a la calle, como hubiera hecho Teha'amana. Qué remedio, guardar los pinceles y postergar el trabajo hasta el día siguiente.
Pintar este cuadro fue tu respuesta a esas críticas y comentarios ofensivos que, desde la exposición en Durand-Ruel, oías y leías por doquier sobre tus pinturas tahitianas. Ésta no era una tela pintada por un civilizado, sino por un salvaje. Por un lobo de dos patas y sin collar, sólo de paso en la prisión de cemento, asfalto y prejuicios que era París, antes de retornar a tu verdadera patria, en los Mares del Sur. Los refinados artistas parisinos, sus relamidos críticos, sus educados coleccionistas, se sentirían agraviados en su sensibilidad, su moral, sus gustos, con este desnudo frontal de una muchacha, que, además de no ser francesa, europea ni blanca, tenía la insolencia de lucir sus tetas, su ombligo, su monte de Venus y el mechón de vellos de su pubis, como desafiando a los seres humanos a venir a cotejarse con ella, a ver si alguien podía enfrentarle una fuerza vital, una exuberancia y sensualidad comparables. Annah no se proponía ser lo que era, ni siquiera se daba cuenta del poder incandescente que le venía de su origen, de su sangre, de los indomesticados bosques donde había nacido. Igual que una pantera y un caníbal. ¡Qué superioridad sobre las escleróticas parisinas, muchacha!
No sólo el cuerpo que iba apareciendo en la tela -la cabeza más oscura que el ocre enardecido, con reflejos dorados, de su torso y sus muslos y los grandes pies de uñas como garras de fiera- era una provocación; también su entorno, lo menos armonioso que cabía imaginar, con ese sillón chino de terciopelo azul en el que habías sentado a Annah en una postura sacrílega y obscena. En los brazos de madera del sillón, los dos ídolos tahitianos de tu invención insurgían, a ambos flancos de la Javanesa, como una abjuración del Occidente y su remilgada religión cristiana, en nombre del pujante paganismo. Y, también, la insólita presencia, en el cojincillo verde donde reposaban los pies de Annah, de esas florecillas luminosas que merodeaban siempre por tus telas, desde que descubriste los grabados japoneses, cuando empezabas a pintar. Estudiando el simbolismo y la sutileza de esas imágenes tuviste, por primera vez, la adivinación de lo que, ahora, por fin, veías muy claro: que el arte europeo estaba enclenque, afectado también de la tuberculosis pulmonar que mataba a tantos artistas, y que sólo un baño revivificador, venido de esas culturas primitivas no aplastadas aún por Europa, donde el Paraíso era todavía terrenal, lo sacaría de la decadencia. La presencia en la tela de Taoa, la monita colorada, a los pies de Annah, en una actitud entre pensativa y negligente, reforzaba el inconformismo y la soterrada sexualidad que bañaba todo el cuadro. Hasta esas manzanas aéreas que sobrevolaban la cabeza de la Javanesa, en la rosada pared del fondo, violentaban la simetría, las convenciones y la lógica a las que rendían un culto beato los artistas parisinos. !Bravo, Paul!
El trabajo, lentísimo por la vocación peripatética de Annah, resultó estimulante. Era bueno volver a pintar con convicción, sabiendo que no sólo pintabas con tus manos, también con los recuerdos de los paisajes y gentes de Tahití -sentías una irreprimible nostalgia de ellos, Paul-, con sus fantasmas, y, como le gustaba decir al Holandés Loco, con tu falo, el que, a veces, en plena sesión de trabajo, se enardecía con la visión de la chiquilla desnuda, y te empujaba a tomarla en brazos y llevarla a la cama. Pintar, luego de hacer el amor, con ese olor seminal en el ambiente, te rejuvenecía.
Desde que volvió de Tahití había escrito a la Vikinga que, apenas vendiera algunos cuadros y tuviera para el pasaje, iría a Copenhague a verlos a ella y a los chicos. Mette le contestó una carta sorprendida y dolida de que, apenas pisó Europa, no hubiera volado a ver a su familia. La inercia lo ganaba cada vez que le venía a la mente la imagen de su mujer e hijos. ¿Otra vez eso, Paul? Ser de nuevo un padre de familia, tú? Los trámites judiciales para cobrar la pequeña herencia del tío Zizi, la aparición de Annah en su vida y los deseos de volver a pintar que ella le despertó, fueron postergando el reencuentro familiar. Al llegar la primavera decidió, de manera intempestiva, llevarse a Annah a Bretaña, al antiguo refugio de Pont-Aven, donde pasó tantas temporadas y comenzó a ser un artista. No era sólo un retorno a las fuentes. Quería recuperar los cuadros pintados allí en 1888 y 1890, que dejó a Marie-Henry, en Le Pouldu, en prenda de la pensión que, debido a su insolvencia crónica, había pagado tarde, mal o nunca. Ahora, gracias a los francos del tío Zizi podría cancelar aquella deuda. Recordabas esas telas con aprensión, pues eras ahora un pintor más cuajado que aquel ingenuo que fue a Pont-Aven creyendo que en la Bretaña profunda, misteriosa, creyente y tradicional, encontrarías las raíces del mundo primitivo que la civilización parisina resecó.
Su llegada a Pont-Aven causó verdadera conmoción. No tanto por él como por Annah, y por las piruetas y chillidos de Taoa, que había aprendido a saltar de la cabeza de su ama a los hombros de Paul y viceversa, manoteando. Nada más llegar, supo que, en Egipto, había muerto Charles Laval, el amigo con quien compartió la aventura de Panamá y la Martinica, y que su esposa, la bella Madelenie Bernard, se hallaba muy enferma. Esa noticia lo deprimió tanto como recordar a sus viejos amigos artistas con los que había vivido años atrás las ilusiones de Bretaña: Meyer de Haan, recluido en Holanda y entregado al misticismo; Émile Bernard, también retirado del mundo, vol cado en la religión y ahora hablando y escribiendo contra ti, y el buen Schuff, allá en Paris, dedicando sus días, en vez de pintar, a peleas domésticas con su mujer.
Pero, en Pont-Aven encontró otros amigos, pintores jóvenes que lo conocían y admiraban, por sus cuadros
y por su leyenda de explorador de lo exótico, que abandonó París para buscar inspiración en los lejanos mares de la Polinesia: el irlandés Roderic O'Conor, Armand Seguin y Émile Jourdan, quienes, al igual que sus amantes o esposas, lo recibieron con los brazos abiertos. Se disputaban por halagarlo, y se mostraron tan obsequiosos con Annah como con él. En cambio, Marie-Henry, Marie la Muñeca, la del albergue de Le Pouldu, pese a haberlo saludado de manera afectuosa, fue terminante: los cuadros no eran prestados ni empeñados. Eran el pago por el cuarto y la pensión. No se los devolvería. Porque, aunque, según decían, ahora no valían gran cosa, en el futuro tal vez si. No hubo nada que hacer.
La cordial acogida que Paul y Annah recibieron de los vecinos de Pont-Aven, sin embargo, mudó con el paso de los días en una actitud distante, y, luego, de sorda hostilidad. La razón eran las chiquillerías, escándalos y bromas, a veces de subido mal gusto, con que O'Conor, Seguin, Jourdan y otros jóvenes artistas instalados en Pont-Aven, se divertían, azuzados por Annah, feliz con los excesos de esos bohemios. Se emborrachaban y salían a la calle a hacer pasar malos ratos a las señoras del vecindario; improvisaban mojigangas en las que la Javanesa era la heroína. Las expresiones y poses descaradas de Annah y su risa torrencial, dejaban estupefactos a los vecinos, que, en las noches, desde las ventanas de sus casas les afeaban su conducta, mandándolos callar. Paul participaba de lejos, como espectador pasivo, en estas farsas. Pero su presencia era un silencioso aval a las locuras de sus discípulos, y las gentes de Pont-Aven lo hacían a él, por su edad y autoridad, el responsable.
El escándalo más comentado fue el de los pollos, concebido por la incorregible Javanesa. Ella convenció a los jóvenes discípulos de Paul -así se proclamaban ellos mismos- que se metieran a escondidas en el gallinero del tío Gannaec, el mejor provisto de la localidad, y, cambiándoles el agua por sidra, emborracharan a los pollitos. Luego, les rociaron botes de pintura, abrieron el gallinero y los ahuyentaron hacia la plaza, donde, en plena retreta del domingo, irrumpió aquella alucinante procesión de aves zigzagueantes y ruidosas, multicolores, que piaban con estruendo y daban vueltas sobre sí mismas o rodaban, desbrujuladas. La indignación del pueblo fue estentórea. El alcalde y el párroco dieron sus quejas a Gauguin y lo exhortaron a poner freno a esos alocados. «Cualquier día, esto terminará mal», sentenció el párroco.
En efecto, terminó muy mal. Semanas después del episodio de los pollos ebrios y pintarrajeados, el soleado 25 de mayo de 1894, todo el grupo -O'Conor, Seguin, Jourdan y Paul, más sus respectivas amantes o esposas, y Taoa-, aprovechando el excelente tiempo decidió hacer un paseo a Concarneau, antiguo puerto pesquero, a doce kilómetros de Pont-Aven, que conservaba las viejas murallas y las casas de piedra del barrio medieval. Desde que entraron al paseo marítimo, contiguo al puerto, Paul tuvo el presentimiento de que algo desagradable iba a ocurrir. Las tabernas estaban repletas de pescadores y marineros que, en las terrazas, bajo el espléndido sol, bajaban sus jarras de sidra y cerveza para ver pasar, con los ojos alelados, a ese grupo estrafalario de hombres con los cabellos larguísimos, de atuendos estridentes, y señoras llamativas, entre las cuales, contoneándose como una artista de circo, una negra tiraba de una cuerda a un mono chillón y les mos traba los dientes. Escucharon exclamaciones de sorpresa, de disgusto, advirtieron gestos amenazadores: «¡Fuera, payasos!». A diferencia de las de Pont-Aven, las gentes de Concarneau no estaban acostumbradas a los artistas. Y menos a que una negra diminuta les hiciera morisquetas.
A la mitad del paseo marítimo una nube de chiquillos los rodeó. Los miraban con curiosidad, algunos sonreían, otros les decían en su crujiente bretón cosas que no parecían muy cordiales. De pronto, empezaron a tirarles piedrecitas, guijarros, que llevaban en los bolsillos. Apuntaban sobre todo a Annah y a la monita, que, asustada, se estrechaba contra las faldas de su ama. Paul vio que Armand Seguin se apartaba del grupo, corría, alcanzaba a uno de los chicos que los apedreaban y lo sacudía de una oreja.
Entonces todo se precipitó de una manera que Paul recordaría después como vertiginosa. Varios pescadores de la taberna más cercana se pusieron de pie y vinieron hacia ellos a la carrera. En pocos segundos, Armand Seguin volaba por los aires, sacudido a empellones por un hombrón con zuecos y gorra marinera que rugía: «A mi hijo sólo le pego yo». Cayendo y trastabillando, Armand retrocedió, retrocedió, y terminó rodando al espumoso mar que golpeaba el parapeto. Reaccionando con ímpetu juvenil, Paul descargó su puño contra el agresor, al que vio desmoronarse, rugiendo, con las dos manos en la cara. Fue lo último que vio, pues, segundos después, caía sobre él un remolino de hombres en zuecos que lo golpeaban y pateaban desde todas las direcciones y en todo su cuerpo. Se defendió como pudo, pero resbaló y tuvo la seguridad de que su tobillo derecho, triturado y cercenado, se partía en cuatro. El dolor le hizo perder el sentido. Cuando abrió los ojos, resonaban en sus oídos alaridos de mujeres. Arrodillado a sus pies, un enfermero le señalaba en su pierna desnuda -le habían cortado el pantalón para examinarlo- un hueso saliente y astillado, que asomaba entre carne sanguinolenta. «Le han roto la tibia, señor. Tendrá que guardar mucho reposo.»
Marcado, dolorido, con vómitos, recordaba como un mal sueño el regreso a Pont-Aven en un coche de caballos que en cada hueco o barquinazo lo hacia aullar. Para adormecerlo, le alcanzaban traguitos de un aguardiente amargo, que le raspaba la garganta.
Guardó cama dos meses, en un cuartito de techo bajísimo y ventanas pigmeas de la pensión Gloanec, convertida en enfermería. El médico lo descorazonó: con la tibia rota era impensable que regresara a París, o, incluso, intentara ponerse de pie. Sólo el reposo absoluto permitiría que el hueso volviera a su sitio y soldara; de todos modos, quedaría cojo y en adelante debería usar bastón. De esas ocho semanas inmovilizado en una cama, recordarías el resto de tu vida los dolores, Paul. Mejor dicho, un solo dolor, ciego, intenso, animal, que te empapaba de sudor o te hacía tiritar, sollozar y blasfemar enloquecido, sintiendo que perdías la razón. Calmantes y analgésicos no servían de nada. Sólo el alcohol, que bebías en esos meses casi sin parar, te atontaba y sumía en breves intervalos de calma. Pero, pronto, ni siquiera el alcohol apaciguaba ese tormento que te hacía implorar al médico -venía una vez por semana-: «¡Córteme la pierna, doctor!». Cualquier cosa, con tal de poner fin al suplicio infernal. El médico se decidió a prescribirte el láudano. El opio te adormecía; en el atontamiento vago, en esos lentos remolinos de paz, te olvidabas de tu tobillo y de Pont-Aven, del incidente de Concarneau y de todo. Sólo quedaba en la mente un pensamiento fijo: «Es un aviso. Parte cuanto antes. Vuelve a la Polinesia y no regreses a Europa nunca más, Koke».
Luego de un tiempo incalculable, después de una noche en la que, por fin, durmió sin pesadillas, una ma-
ñana se despertó, lúcido. El irlandés O'Conor montaba guardia junto a su cama. ¿Qué era de Annah? Tenía la impresión de no haberla visto hacía muchos días.
-Se fue a Paris -le dijo el irlandés-. Estaba muy triste. No podía seguir aquí, desde que los vecinos envenenaron a Taoa.
Eso era, al menos, lo que la Javanesa suponía. Que los vecinos de Pont-Aven, que odiaban a Taoa tanto como a ella, le habían preparado a la monita ese menjunje con plátanos que le produjo una indigestión que la mató. En vez de enterrarla, Annah evisceró al animalito con sus propias manos, entre sollozos, y se llevó los restos consigo, a París. Paul recordó a Titi Pechitos cuando, harta del aburrimiento de Mataiea, lo dejó para regresar a las noches agitadas de Papeete. ¿Volverías a ver a la traviesa Javanesa? Seguro que no.
Cuando pudo levantarse -en efecto, cojeaba, y le era indispensable el bastón-, antes de regresar a Paris, tuvo que asistir a unas diligencias policiales sobre la pelea de Concarneau. No se hacía ilusiones con los jueces, coterráneos de los agresores y probablemente tan hostiles como ellos a los bohemios perturbadores de su tranquilidad. Los jueces, por supuesto, absolvieron a todos los pescadores, con una sentencia, que era una burla al sentido común, y le dieron como reparación una suma simbólica, que no cubría ni la décima parte de los gastos de su cura. Partir, partir cuanto antes. De Bretaña, de Francia, de Europa. Este mundo se había vuelto tu enemigo. Si no te dabas prisa, acabaría contigo, Koke.
La última semana en Pont-Aven, reaprendiendo a caminar -había perdido doce kilos---, llegó a visitarlo, desde París, un joven poeta y escritor, Alfred Jarry. Lo llamaba «maestro» y lo hacia reír con sus disparates inteligentes. Había visto sus cuadros donde Durand-Ruel y en casas de coleccionistas, y le demostraba desbordante admiración. Había escrito varios poemas sobre sus cuadros, que le leyó. El muchacho lo escuchaba despotricar contra el arte francés y europeo, con beata devoción. A él y a los otros discípulos de Pont-Aven, que lo despidieron en la estación, los invitó a seguirlo a Oceanía. Formarían, juntos, ese Estudio de los Trópicos con el que soñaba el Holandés Loco allá en Arles. Trabajando a la intemperie, viviendo como paganos, revolucionarían el arte, inyectándole la fuerza y la audacia que había perdido. Todos juraron que sí. Lo acompañarían, partirían con él a Tahití. Pero, en el tren, rumbo a París, adivinó que no cumplirían su palabra ellos tampoco, como no la habían cumplido, antes, sus antiguos compañeros Charles Laval y Émile Bernard. A este simpático grupo de Pont-Aven tampoco volverías a verlo, Paul.
En París, todo fue de mal en peor. Parecía imposible que las cosas se agravaran aún más después de esos meses de convalecencia en Bretaña. En los medios artísticos reinaban el recelo y la incertidumbre, por la despreciable política. Desde el asesinato, por un anarquista, del presidente Sadi Carnot, el clima represivo, las delaciones y persecuciones llevaron a exiliarse a muchos de sus conocidos y amigos (o ex amigos) simpatizantes de los anarquistas, como Camille Pissarro, u opositores al gobierno, como Octave Mirbeau. Había pánico en los medios artísticos. ¿Te traería problemas ser nieto de Flora Tristán, una revolucionaria y anarquista? La policía era tan estúpida que tal vez te tenía fichado como subversivo, por razones hereditarias.
Su ingreso al taller de la rue Vercingétorix, número 6, le deparó una soberbia sorpresa. No contenta con mandarse mudar dejándolo medio muerto allá en Bretaña, Annah, ese diablillo con faldas, había saqueado el estudio, llevándose muebles, alfombras, cortinas, los adornos y las ropas., objetos y prendas que seguramente había ya subastado en el Mercado de las Pulgas y en las covachas de los usureros de Paris. Pero -¡suprema humillación, Paul!- no se llevó un solo cuadro, ni un dibujo, ni un cuaderno de apuntes. Los dejó como trastos inservibles, en esa estancia ahora totalmente vacía. Luego de una explosión de cólera con maldiciones, Paul se echó a reír. No sentías la menor animadversión hacia esa magnífica salvaje. Ella sí que lo era, Paul. Una salvajita de verdad, hasta el tuétano, de cuerpo y alma. Tenías bastante que aprender todavía, para estar a su altura.
Los últimos meses en París, preparando su regreso definitivo a Polinesia, echó de menos a ese ventarrón que se hacia pasar por javanesa, y era acaso malasia, india, quién sabe qué. Para consolarse de su ausencia, allí había quedado su retrato desnuda, al que, contemplado en estado de trance por Judith, la hija de los Molard, se dedicó a retocar, hasta sentir que lo había terminado.
-¿Te ves ahí, Judith, al fondo, asomando en ese muro rosa, como una doble de Annah, en blanco y rubio?
Por más que abría mucho los ojos y escudriñaba largo rato la tela, Judith no alcanzaba a distinguir esa silueta, detrás de la de Annah, que le señalaba Paul. Pero, no mentías. Los contornos de la chiquilla, que, para calmar a Ida, su madre, habías borrado con trementina y raspado con espátula, no habían desaparecido totalmente. Asomaban, de manera brevísima, como una aparición furtiva, mágica, a ciertas horas del día, con borrosa luz, cargando el cuadro de secreta ambigüedad, de misterioso trasfondo. Pintó el título, sobre la cabeza de Annah, en torno a unas frutas ingrávidas, en tahitiano: Aita tamarí vahíne judith te pararl.
-¿Qué quiere decir? -preguntó la chiquilla.
-«La mujer-niña Judith, aún sin desflorar» -tradujo Paul---. Ya ves, aunque a primera vista sea un retrato de Annah, la verdadera heroína de este cuadro eres tú.
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