En busca del tiempo perdido



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En otro lugar, una pandilla numerosa jugaba a la pelota. Todas aquellas niñas querían aprovechar el sol, pues los días de febrero, incluso cuando son tan brillantes, duran poco y el esplendor de su luz no retrasa su ocaso. Antes de que se consumara, tuvimos un tiempo de penumbra, pues llegados hasta el Sena, donde Albertina admiró, y con su presencia me impidió admirar, los reflejos de rojos velos sobre el agua invernal y azul, una casa de tejas acurrucada a lo lejos como una amapola única en el claro horizonte del que Saint-Cloud parecía, más lejos, la petrificación fragmentaria, quebradi­za y acanalada, bajamos del coche y anduvimos mucho tiempo. En algunos momentos le di el brazo, y me parecía que el anillo formado por el suyo debajo del mío unía en un solo ser nuestras dos personas y fundía uno con otro nues­tros dos destinos.



A nuestros pies, nuestras sombras paralelas, luego juntas, formaban un dibujo precioso. Ya me parecía maravilloso, en la casa, que Albertina viviera conmigo, que fuera ella quien se acostara en mi cama. Pero era como la exportación de esto al exterior, en plena naturaleza, que, junto al lago del Bois que tanto me gustaba, al pie de los árboles, fuera preci­samente su sombra, la sombra pura y simplificada de su pierna, de su busto, lo que el sol pintara a la aguada junto a la mía sobre la arena del paseo. Y en la fusión de nuestras som­bras encontraba yo un encanto sin duda más inmaterial, pero no menos íntimo que en la aproximación, en la fusión de nuestros cuerpos. Volvimos a subir al coche. Y el coche tomó para el retorno unos caminitos sinuosos donde los ár­boles de invierno, vestidos de hiedra y de zarzas, como rui­nas, parecían conducir a la mansión de un mago. Apenas sa­lidos de su bóveda oscura volvimos a encontrar, para salir del Bois, el pleno día, tan claro aún que creí tener tiempo bastante para hacer todo lo que quería antes de la comida, cuando, poco después, cerca ya del Arco del Triunfo, vi con sorpresa y susto, sobre París, la luna llena y prematura, como la esfera de un reloj parado que nos hace creernos en retraso. Habíamos dicho al cochero que nos volviera a casa. Para Albertina era también volver a mi casa. La presencia de las mujeres que tienen que dejarnos para volver a su casa, por amadas que sean, no da esa paz que yo gozaba en la pre­sencia de Albertina sentada en el coche al lado mío, presen­cia que nos encaminaba no a las horas de separación, sino a la reunión más estable y más recogida en mi casa, que era también la suya, símbolo material de mi posesión de ella. Claro es que para poseer hay que haber deseado. Sólo posee­mos una línea, una superficie, un volumen, cuando nuestro amor lo ocupa. Pero Albertina no había sido para mí, du­rante nuestro paseo, como fuera Raquel en otro tiempo, vano polvo de carne y de tela. En Balbec, la imagen de mis ojos, de mis labios, de mis manos, había construido tan só­lidamente su cuerpo, lo había pulido tan tiernamente, que ahora, en este coche, para tocar este cuerpo, para contener­lo, no tenía necesidad de apretarme contra Albertina, ni si­quiera de verla: me bastaba oírla y, si se callaba, saberla junto a mí; mis sentidos trenzados juntos la envolvían toda entera, Y cuando llegada ante la casa se apeó con toda naturalidad, me detuve un momento para decir al chófer que volviera a buscarme, pero mis ojos la envolvían aún mientras ella se perdía ante mí bajo la bóveda, y era siempre aquella misma calma inerte y doméstica que yo gozaba viéndola así, grávi­da, colorada, opulenta y cautiva, volver tan naturalmente conmigo, como una mujer que era mía y, protegida por las paredes, desaparecer en nuestra casa. Desgraciadamente, parecía encontrarse allí presa y pensar como aquella mada­me de La Rochefoucault que, al preguntarle si no estaba con­tenta de hallarse en una mansión tan bella como Liancourt, contestó que «no hay cárcel bella», a juzgar por el talante triste y cansado que tenía aquella noche mientras cenába­mos los dos solos en su cuarto. Al principio no lo noté; y era yo el que sufría pensando que, de no ser por Albertina (pues con ella me atormentarían demasiado los celos en un hotel donde estaría todo el día en contacto con tanta gente), po­dría en aquel momento estar comiendo en Venecia en uno de esos comedorcitos bajos de techo como la cala de un bar­co y desde los cuales se ve el Gran Canal por unas ventanitas ojivales rodeadas de arabescos.

Debo añadir que Albertina admiraba mucho un gran bronce de Barbedienne que a Bloch le parecía, y con mucha razón, muy feo. Quizá no tenía tanta en extrañarse de que yo lo conservara. Yo no me había propuesto nunca, como él, te­ner decoraciones artísticas, componer habitaciones; era de­masiado perezoso para eso, demasiado indiferente para lo que tenía costumbre de tener ante mis ojos. Como no me importaba, estaba en el derecho de no matizar interiores. A pesar de esto, quizá hubiera podido retirar aquel bronce. Pero las cosas feas y relamidas son muy útiles, pues para las personas que no nos comprenden, que no comparten nues­tro gusto y de las que podemos estar enamorados, tienen un prestigio que no tendría una cosa bella cuya belleza no es lla­mativa. Y las personas que no nos comprenden son precisa­mente las únicas con las que puede sernos útil ostentar un prestigio que con las personas superiores nos lo procura nuestra inteligencia. Aunque Albertina comenzaba a tener gusto, tenía aún cierto respeto por aquel bronce, y este res­peto se traducía en una consideración a mí que, viniendo de Albertina, y porque la amaba, me importaba mucho más que conservar un bronce un poco deshonroso.

Pero de pronto dejaba de pesarme la idea de mi esclavitud, y deseaba prolongarla aún, porque me parecía notar que Al­bertina sentía duramente la suya. Claro que cada vez que yo le preguntaba si no se aburría en mi casa, me contestaba siempre que no sabía dónde podría ser más feliz. Pero mu­chas veces desmentía estas palabras un aire de nostalgia, de descontento.

Es claro que si tenía las aficiones que yo le atribuía, aquella imposibilidad de satisfacerlas debía de ser tan irritante para ella como tranquilizante para mí, tranquilizante hasta el punto de que la hipótesis de haberla acusado injustamente me habría parecido la más verosímil si, aceptándola, no me fuera tan difícil explicar aquel extraordinario empeño que ponía Albertina en no estar nunca sola, en no estar nunca li­bre, en no pararse un momento ante la puerta cuando volvía a casa, en procurar ostensiblemente que cada vez que iba a telefonear la acompañara alguien que pudiera repetir sus palabras -Francisca, Andrea-, en dejarme siempre solo con ésta, sin que pareciera que lo hacía a propósito, cuando ha­bían salido juntas, para que pudiera contarme detallada­mente su salida. Con esta maravillosa docilidad contras­taban ciertos movimientos de impaciencia, en seguida reprimidos, que me hicieron pensar si no habría formado Albertina el proyecto de sacudir su cadena. Suposición apo­yada por hechos accesorios. Por ejemplo, un día en que salí solo encontré a Gisela cerca de Passy y hablamos de diversas cosas. En seguida le dije, muy contento, que veía constante­mente a Albertina. Gisela me preguntó dónde podría encon­trarla, pues precisamente tenía que decirle una cosa.

-¿Qué?

-Cosas de las compañeritas suyas.



-¿Qué compañeras? Quizá pudiera yo informar a usted, lo que no la impediría verla.

-¡Oh!, son compañeras de otro tiempo, no recuerdo los nombres -contestó Gisela vagamente, batiéndose en reti­rada.



Me dejó, creyendo haber hablado con tanta prudencia que no podía menos de parecerme todo muy claro. ¡Pero la men­tira es tan poco exigente, necesita tan poca cosa para mani­festarse! Si se hubiera tratado de compañeras de otro tiem­po, de las que no sabía ni siquiera los nombres, ¿por qué tenía «precisamente» que hablar de ellas a Albertina? Este adverbio, bastante pariente de una expresión cara a madame Cottard: «esto llega a tiempo», sólo podía aplicarse a una cosa particular, oportuna, acaso urgente, relacionada con personas determinadas. Por otra parte, nada más en la ma­nera de abrir la boca, como cuando se va a bostezar, con un aire vago, al decirme (retrocediendo casi con su cuerpo, como dando marcha atrás a partir de aquel momento en nuestra conversación): «¡Oh!, no sé, no recuerdo los nom­bres», esto hacía tan bien de su cara y, acoplándose a ella, de su voz, una cara de mentira, que el aire muy distinto, directo, animado, de antes, el de «precisamente tengo», significaba una verdad. No interrogué a Gisela. ¿De qué me hubiera ser­vido? Desde luego no mentía de la misma manera que Al­bertina. Y las mentiras de Albertina me eran más dolorosas. Pero había entre ellas un punto común: el hecho mismo de la mentira, que en ciertos casos es una evidencia. No de la rea­lidad que se oculta bajo esta mentira. Sabido es que cada ase­sino, en particular, cree haberlo combinado todo tan bien que no le descubrirán; al final, casi todos los asesinos son descubiertos. En cambio los mentirosos lo son rara vez, y, entre los mentirosos, especialmente la mujer que amamos. Ignoramos dónde ha ido, qué ha hecho. Pero en el momento mismo en que está hablando, en que está hablando de otra cosa bajo la cual hay lo que no dice, percibimos instantánea­mente la mentira y se agudizan nuestros celos, porque nota­mos la mentira y no llegamos a saber la verdad. En Albertina, la sensación de mentira la daban muchas particularidades que ya hemos visto en el transcurso de este relato, pero princi­palmente que, cuando mentía, su relato pecaba, bien por in­suficiencia, omisión, inverosimilitud, bien, al contrario, por exceso de pequeños hechos destinados a hacerlo verosímil. La verosimilitud, a pesar de la idea que se hace el mentiroso, no es enteramente la verdad. Cuando, escuchando algo ver­dadero, oímos algo que es solamente verosímil, que acaso lo es más que lo verdadero, que quizá es incluso demasiado ve­rosímil, el oído un poco músico siente que no es aquello, como ocurre con un verso cojo, o una palabra leída en alta voz por otro. El oído lo siente, y si estamos enamorados, el corazón se alarma. ¡Qué no pensaremos cuando la vida se nos cambia toda porque no sabemos si una mujer pasó por la Rue de Berri o por la Rue Washington, qué no pensaremos cuando esos pocos metros de diferencia y la misma mujer queden reducidos a la cienmillonésima (es decir, a una mag­nitud que no podemos percibir), si tenemos siquiera el acierto de permanecer unos años sin ver a esa mujer, y lo que era Gulliver en mucho más alto se torne un liliputiense que ningún microscopio -al menos del corazón, pues el de la memoria indiferente es mucho más potente y menos frágil­- podrá ya percibir! Como quiera que sea, aunque había un punto común -la mentira misma- entre el mentir de Alber­tina y el de Gisela, sin embargo, Gisela no mentía de la mis­ma manera que Albertina, ni tampoco de la misma manera que Andrea, pero sus mentiras respectivas encajaban tan bien unas en otras, aun siendo como eran tan diferentes, que la camarilla tenía la impenetrable solidez de ciertas casas de comercio, de librería o de prensa, por ejemplo, en las que el desdichado autor no llegará jamás, pese ala diversidad de las personalidades que las componen, a saber si le estafan o no. El director del periódico o de la revista miente con un aspec­to de sinceridad tanto más solemne porque tiene necesidad de disimular, en muchas ocasiones, que hace exactamente lo mismo y se dedica a las mismas prácticas mercantiles que las que él denunciara en los otros directores de periódico o de teatro, en los otros editores cuando tomó por bandera, le­vantada contra ellos, el estandarte de la Sinceridad. Haber proclamado (en calidad de jefe de un partido político, o de lo que sea) que mentir es horrible, suele obligar a mentir más que los otros, sin por eso quitarse la careta solemne, sin de­jar la tiara augusta de la sinceridad. El asociado del «hombre sincero» miente de otra manera y más ingenuamente. Enga­ña a su autor como engaña a su mujer, con trucos de vaude­ville. El secretario de redacción, hombre probo y grosero, miente muy sencillamente, como un arquitecto que nos pro­mete que nuestra casa estará terminada en una época en la que ni siquiera estará comenzada. El redactor jefe, alma an­gélica, revolotea en torno a los otros tres, y sin saber de qué se trata les presta, por escrúpulo fraternal y tierna solidari­dad, el precioso concurso de una palabra sagrada. Esas cuatro personas viven en perpetuas disensiones, que cesan cuando llega el autor. Por encima de las querellas particula­res, cada uno recuerda el gran deber militar de acudir en ayuda del «cuerpo» amenazado. Sin darme cuenta, yo repre­sentaba desde hacía tiempo con la «camarilla» el papel de ese autor. Si cuando Gisela me dijo «precisamente» hubiera pensado yo en esta o en la otra compañera de Albertina dis­puesta a viajar con ella cuando mi amiga, con un pretexto cualquiera, me dejara, y en decir a Albertina que había llega­do la hora o que iba a llegar muy pronto, Gisela se habría de­jado cortar en pedazos antes que decírmelo; luego era com­pletamente inútil preguntarle nada.

No eran encuentros como el de Gisela lo único que acentuaban mis dudas. Por ejemplo, yo admiraba las pin­turas de Albertina. Y las pinturas de Albertina, conmove­doras distracciones de la cautiva, me emocionaron tanto que la felicité.

-No, es muy malo, pero nunca he tomado ni una sola lec­ción de dibujo.

-Pues una noche me mandaste a decir en Balbec que te habías quedado para ir a una lección de dibujo.

Le recordé el día y le dije que me había dado perfecta cuenta de que a aquella hora no se iba a lecciones de dibujo. Albertina se sonrojó.

-Es verdad -dijo-, no iba a una lección de dibujo. Al prin­cipio te mentía mucho, lo reconozco. Pero ya no te miento nunca.

¡Me hubiera gustado tanto saber cuáles eran las numero­sas mentiras del principio! Pero sabía de antemano que sus confesiones serían nuevas mentiras. Así que me contenté con besarla. Le pregunté sólo una de aquellas mentiras. Me contestó:

-Pues sí, por ejemplo: que el aire del mar me hacía daño.

Ante aquella mala voluntad, no insistí.

Para que la cadena le resultase más ligera, me pareció lo más hábil hacerle creer que iba a romperla yo mismo. En todo caso, este falso proyecto no podía comunicárselo en aquel momento: había vuelto demasiado simpática del Tro­cadero; lejos de afligirla con una amenaza de ruptura, lo más que podía hacer era callar los sueños de perpetua vida co­mún que concebía mi corazón agradecido. Mirándola, me costaba trabajo contenerme de comunicárselos a ella, y qui­zá ella lo notaba. Desgraciadamente, la expresión de esos sueños no es contagiosa. El caso de una vieja amanerada -como monsieur de Charlus, que, a fuerza de no ver en su imaginación más que a un orgulloso mancebo, cree ser él mismo un orgulloso mancebo, y más cuanto más amanera­do y risible se vuelve-, este caso es más general, y es el infor­tunado caso de un enamorado que no se da cuenta de que mientras él ve ante sí un rostro bello su amada ve la figura de él, que no es más bella, sino al contrario, cuando la defor­ma el placer producido por la contemplación de la belleza. Y el amor ni siquiera agota toda la generalidad de este caso; no vemos nuestro propio cuerpo, que los otros ven, y «segui­mos» nuestro pensamiento, el objeto invisible para los de­más, que está delante de nosotros. Este objeto lo hace ver a veces el artista en su obra. A esto se debe que los admirado­res de la obra se sientan desilusionados por el autor, en cuyo rostro se refleja imperfectamente esa belleza interior.



Todo ser amado, y, hasta en cierta medida, todo ser es para nosotros Jano: nos presenta la cara que nos place si ese ser nos deja, la cara desagradable si le sabemos a nuestra perpetua disposición. En cuanto a Albertina, su compañía duradera tenía algo de penoso de otro modo que no puedo decir en este relato. Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen. Pero tómese como compara­ción los altos y los bajos, los peligros, la inquietud, el temor de que se crean más tarde cosas falsas y verosímiles que no podremos ya explicar, sentimientos experimentados cuan­do se tiene en su intimidad un loco. Por ejemplo, yo compa­decía a monsieur de Charlus por vivir con Morel (en segui­da el recuerdo de la escena de la tarde me hizo sentir el lado izquierdo de mi pecho mucho más abultado que el otro); prescindiendo de las relaciones que tenían o no, monsieur de Charlus debía de ignorar, al principio, que Morel estaba loco. La belleza de Morel, su vulgaridad, su orgullo, debie­ron de disuadir al barón de inquirir más lejos, hasta los días de las melancolías en que Morel acusaba a monsieur de Charlus de su tristeza, sin poder dar explicaciones, le insul­taba por su desconfianza con razonamientos falsos pero muy sutiles, le amenazaba con resoluciones desesperadas en medio de las cuales persistía la preocupación más sinuosa del interés más inmediato. Todo esto no es más que compa­ración. Albertina no estaba loca. Me enteré de que aquel día había ocurrido una muerte que me causó mucha pena, la de Bergotte. Ya sabemos que estaba enfermo desde hacía mucho tiempo, no de la enfermedad que tuvo primero y que era natural. La naturaleza no sabe apenas dar más que enfermedades bastante cortas, pero la medicina se ha abrogado el arte de prolongarlas. Los reme­dios, la remisión que procuran, el malestar que su interrup­ción hace renacer, forman un simulacro de enfermedad que el hábito del paciente acaba por estabilizar, por estilizar, lo mismo que los niños siguen tosiendo regularmente en acce­sos una vez ya curados de la tos ferina. Las medicinas van produciendo menos efecto, se aumenta la dosis, y ya no ha­cen ningún bien, pero han comenzado a hacer mal gracias a esa indisposición duradera. La naturaleza no les hubiera permitido tan larga duración. Es una gran maravilla que la medicina, igualando casi a la naturaleza, pueda obligar a guardar cama, a seguir tomando, so pena de muerte, un me­dicamento. A partir de aquí, la enfermedad artificialmente injertada ha echado raíces, ha pasado a ser una enfermedad secundaria pero cierta, con la sola diferencia de que las en­fermedades naturales se curan, pero nunca las que crea la medicina, pues ésta ignora el secreto de la curación.

Había años en que Bergotte ya no salía de su casa. Por lo demás, no era amigo de la sociedad, o lo fue un solo día para luego despreciarla como a todo lo demás y de la misma ma­nera, que era su manera: no despreciar porque no se puede obtener, sino después de obtener. Vivía tan sencillamente que nadie sospechaba lo rico que era, y si lo hubieran sabido, le habrían creído avaro, cuando la verdad es que no hubo ja­más persona tan generosa. Lo era, sobre todo, con muje­res, más bien con jovencitas, que se avergonzaban de recibir tanto por tan poco. Se disculpaba ante sí mismo porque sa­bía que nunca podía producir tan bien como en la atmósfera de sentirse enamorado. El amor es demasiado decir, el placer un poco enraizado en la carne ayuda al trabajo de las le­tras porque anula los demás placeres, por ejemplo, los place­res de la sociedad, que son los mismos para todo el mundo. Y aunque este amor produzca desilusiones, al menos agita también la superficie del alma, que sin esto podría llegar a estancarse. El deseo no es, pues, inútil para el escritor, pri­mero porque le aleja de los demás hombres y de adaptarse a ellos, después porque imprime movimiento a una máquina espiritual que, pasada cierta edad, tiende a inmovilizarse. No se llega a ser feliz, pero se hacen observaciones sobre las causas que impiden serlo y que sin esas bruscas punzadas de la decepción permanecerían invisibles. Los sueños no son realizables, ya lo sabemos; sin el deseo, acaso no los concebi­ríamos, y es útil concebirlos para verlos fracasar y que su fra­caso nos instruya. Por eso Bergotte se decía: «Yo gasto más con las muchachitas que los multimillonarios, pero los pla­ceres o las decepciones que me dan me hacen escribir un li­bro que me produce dinero». Económicamente, este razona­miento era absurdo, pero seguramente Bergotte encontraba cierto atractivo en transmutar así el oro en caricias y las cari­cias en oro. Hemos visto, cuando la muerte de mi abuela, que la vejez cansada ama el reposo. Y en el mundo no hay más que conversación. Una conversación estúpida, pero tie­ne el poder de suprimir las mujeres, que no son más que pre­guntas y respuestas. Fuera del mundo, las mujeres tornan a ser lo que tanto descansa al viejo cansado, un objeto de con­templación. En todo caso, ahora ya no se trata de nada de esto. He dicho que Bergotte no salía ya de casa, y cuando pa­saba una hora levantado en su cuarto, la pasaba envuelto en chales, en mantas, en todo eso con que se tapa uno cuando tiene mucho frío o toma el tren. Se disculpaba de esto con los pocos amigos a los que permitía visitarle, y señalando sus mantas y sus chales, decía jovialmente: «Qué quiere usted, querido amigo, ya lo dijo Anaxágoras, la vida es un viaje». Así se iba enfriando progresivamente, pequeño planeta que ofrecía una imagen anticipada del grande cuando, poco a poco, se vaya retirando de la tierra el calor y después, con el calor, la vida. Entonces se habrá acabado la resurrección, pues por mucho que brillen las obras de los hombres en las generaciones futuras, falta que haya hombres. Si ciertas es­pecies de animales resisten más tiempo al frío invasor, cuan­do ya no haya hombres, y suponiendo que la gloria de Ber­gotte dure hasta entonces, se extinguirá de pronto para siempre. No serán los últimos animales quienes la lean, pues es poco probable que, como los apóstoles en Pentecostés, puedan entender el lenguaje de los diversos pueblos huma­nos sin haberlo aprendido.

En los meses que precedieron a su muerte, Bergotte pade­cía insomnios, y, lo que es peor, cuando se dormía tenía pesadillas, por lo cual, si se despertaba, evitaba volver a dor­mirse. Durante mucho tiempo le habían gustado los sueños, incluso los malos, porque gracias a ellos, gracias a la contra­dicción que presentan con la realidad vivida en el estado de vigilia, nos dan, lo más tarde al despertar, la sensación pro­funda de haber dormido. Pero las pesadillas de Bergotte no eran esto. Antes, cuando hablaba de pesadillas, se refería a cosas desagradables que ocurrían en su cerebro. Ahora era como si vinieran de fuera, como si una mujer malévola se empeñara en despertarle pasándole por la cara un trapo mo­jado; intolerables cosquillas en las caderas; un cochero furi­bundo que -porque Bergotte había murmurado, dormido, que conducía mal- se arrojaba sobre el escritor y le mordía los dedos, se los cortaba. Y en cuanto había en su sueño bas­tante oscuridad, la naturaleza hacía una especie de ensayo sin trajes del ataque de apoplejía que se lo iba a llevar: Ber­gotte entraba en coche al patio del nuevo hotel de los Swann e intentaba apearse. Un vértigo fulminante le dejaba clavado en el asiento, el portero intentaba ayudarle a bajar, pero él se­guía sentado, sin poder levantarse, sin poder estirar las pier­nas. Procuraba agarrarse al poste de piedra que había delante de él, pero no le ofrecía el suficiente apoyo para ponerse de pie.



Consultó a los médicos, los cuales, halagados porque Ber­gotte los llamara, atribuyeron la causa de sus males a sus vir­tudes de gran trabajador, al cansancio (llevaba veinte años sin hacer nada). Le aconsejaron que no leyera cuentos terro­ríficos (no leía nada), que tomara más el sol, «indispensable para la vida» (si había estado durante algunos años relativa­mente mejor, se lo debía a no salir de casa), que se alimenta­ra más (lo que le hizo adelgazar y alimentó sobre todo sus pesadillas). Uno de los médicos, que tenía espíritu de con­tradicción y de suspicacia, cuando Bergotte le consultaba en ausencia de los otros y, para no molestarle, le consultaba como cosa propia lo que los otros le habían aconsejado, el médico contradictor, creyendo que Bergotte quería que le recetara algo que a él le gustaba, se lo prohibía inmediata­mente, y muchas veces con razones tan apresuradamente fa­bricadas para las necesidades de la causa que, ante la eviden­cia de las objeciones materiales alegadas por Bergotte, el médico contradictor se veía obligado a contradecirse a sí mismo en la misma frase, pero por razones nuevas reforzaba la misma prohibición. Bergotte volvía a uno de los primeros médicos, hombre que presumía de inteligencia sutil, sobre todo ante un maestro de la pluma, y que si Bergotte insinua­ba: «Pero me parece que el doctor X... me dijo -hace tiempo, naturalmente- que eso podía congestionarme el riñón y el cerebro...», sonreía maliciosamente, levantaba el dedo y de­cía: «He dicho usar, no he dicho abusar. Claro es que todo re­medio, si se exagera, es un arma de dos filos.» Hay en nues­tro cuerpo cierto instinto de lo que nos es beneficioso, como en el corazón de lo que es el deber moral, instinto que no puede suplir ninguna autorización del doctor en medicina o en teología. Sabemos que los baños fríos nos sientan mal, y nos gustan: siempre encontraremos un médico que nos los aconseje, no que nos impida que nos hagan daño. De cada uno de aquellos médicos, Bergotte tomó lo que, por pruden­cia, se había prohibido él desde hacía años. A las pocas se­manas reaparecieron los accidentes de antes y se agravaron los recientes. Enloquecido por un sufrimiento permanente, al que se sumaba el insomnio interrumpido por breves pesa­dillas, Bergotte dejó de llamar a los médicos y probó con éxi­to, pero con exceso, diferentes narcóticos, leyendo con fe el prospecto que acompañaba a cada uno de ellos, prospecto que proclamaba la necesidad del sueño, pero insinuaba que todos los productos que lo provocan (menos el del frasco que el prospecto envolvía, pues éste no producía nunca into­xicación) eran tóxicos y hacían el remedio peor que la enfer­medad. Bergotte los probó todos. Algunos son de distinta familia que aquellos a los que estamos habituados, deriva­dos, por ejemplo, del amilo y del etilo. El producto nuevo, de una composición completamente distinta, se toma siempre con la deliciosa expectación de lo desconocido. Nos palpita el corazón como cuando acudimos a una primera cita. ¿Ha­cia qué ignorados géneros de sueño, de sueños, nos llevará el recién llegado? Ya está en nosotros, asume la dirección de nuestro pensamiento. ¿De qué manera nos dormiremos? Y una vez dormidos, ¿por qué caminos extraños, a qué cimas, a qué abismos inexplorados nos conducirá el dueño omni­potente? ¿Qué nueva agrupación de sensaciones vamos a co­nocer en este viaje? ¿Nos llevará al malestar? ¿A la beatitud? ¿A la muerte? La de Bergotte sobrevino al día siguiente de haberse entregado a uno de estos amigos (¿amigo?, ¿enemi­go?) omnipotentes. Murió en las siguientes circunstancias: por una crisis de uremia bastante ligera le habían prescrito el reposo. Pero un crítico escribió que en la Vista de Delft de Ver Meer (prestada por el museo de La Haya para una expo­sición holandesa), cuadro que Bergotte adoraba y creía co­nocer muy bien, había un lienzo de pared amarilla (que Ber­gotte río recordaba) tan bien pintado que, mirándole sólo, era como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaba a sí misma. Bergotte leyó esto, comió unas pata­tas y se fue a la exposición. En los primeros escalones que tuvo que subir le dio un vértigo. Pasó ante varios cuadros y sintió la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan falso que no valía el aire y el sol de un palazzo de Ve­necia o de una simple casa a la orilla del mar. Por fin llegó al Ver Meer, que él recordaba más esplendoroso, más diferente de todo lo que conocía, pero en el que ahora, gracias al ar­tículo del crítico, observó por primera vez los pequeños per­sonajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa mate­ria del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el mareo; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa amarilla que quiere coger. «Así debiera haber escrito yo -se decía-. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado varias ca­pas de color, que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo.» Mientras tanto, se daba cuenta de la gravedad de su mareo. Se le aparecía su propia vida en uno de los platillos de una balanza celestial; en el otro, el fragmento de pared de un amarillo tan bien pintado. Sentía que, imprudentemente, había dado la primera por el segundo. «Pero no quisiera -se dijo- ser el suceso del día en los periódicos de la tarde.»

Se repetía: «Detalle de pared amarilla con marquesina, detalle de pared amarilla». Y se derrumbó en un canapé circular; de la misma súbita manera dejó de pensar que esta­ba en juego su vida y, recobrando el optimismo, se dijo: «Es una simple indigestión por esas patatas que no estaban bas­tante cocidas, no es nada». Sufrió otro golpe que le derribó, rodó del canapé al suelo, acudieron todos los visitantes y los guardianes. Estaba muerto. ¿Muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo? Desde luego los experimentos espiritistas no aportan la prueba de que el alma subsista, como tampoco la aportan los dogmas religiosos. Lo que puede decirse es que en nuestra vida ocurre todo como si entráramos en ella con la carga de obligaciones contraídas en una vida anterior; en nuestras condiciones de vida en esta tierra no hay ningu­na razón para que nos creamos obligados a hacer el bien, a ser delicados, incluso a ser corteses, ni para que el artista ateo se crea obligado a volver a empezar veinte veces un pa­saje para suscitar una admiración que importará poco a su cuerpo comido por los gusanos, como el detalle de pared amarilla que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Ver Meer. Todas estas obligaciones que no tie­nen su sanción en la vida presente parecen pertenecer a otro mundo, a un mundo fundado en la bondad, en el escrúpulo, en el sacrificio, a un mundo por completo diferente de éste y del que salimos para nacer en esta tierra, antes quizá de re­tornar a vivir bajo el imperio de esas leyes desconocidas a las que hemos obedecido porque llevábamos su enseñanza en nosotros, sin saber quién las había dictado -esas leyes a las que nos acerca todo trabajo profundo de la inteligencia y que sólo son invisibles (¡y ni siquiera!) para los tontos-. De suerte que la idea de que Bergotte no había muerto para siempre no es inverosímil.


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