En busca del tiempo perdido



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-Ya voy, señora, ya voy -acabó por decir Brichot cuando el general Deltour se marchaba. Pero primero el universita­rio me llevó un momento aparte-: El deber moral -me dijo­no es tan claramente imperativo como nos enseñan nuestras éticas. Que los cafés teosóficos y las cervecerías kantianas di­gan lo que quieran: ignoramos deplorablemente la naturale­za del bien. Yo mismo que, sin jactancia alguna, he comenta­do para mis alumnos, con toda inocencia, la filosofía del llamado Emmanuel Kant, no veo ninguna indicación preci­sa, para el caso de casuística mundana ante el que me en­ cuentro, en esa Crítica de la razón práctica en la que el gran exclaustrado del protestantismo platonizó, al modo de Ger­mania, para una Alemania prehistóricamente sentimental y áulica, para todos los fines útiles de un misticismo pomeria­no. Sigue siendo El banquete, pero esta vez dado en Koenigs­berg, a la manera de allá, indigesto y casto, con chucrut y sin niños bonitos. Es evidente, por una parte, que yo no puedo negar a nuestra excelente anfitriona el pequeño favor que me pide, de conformidad plenamente ortodoxa con la moral tradicional. Tendremos que evitar ante todo, pues no hay muchos que hagan decir más tonterías, dejarnos engañar con palabras. Pero, en fin, no vacilemos en confesar que si las madres de familia tomaran parte en el voto, el barón co­rrería el peligro de ser lamentablemente derrotado como profesor de virtud. Desgraciadamente, su vocación de peda­gogo la sigue con el temperamento de un corrompido. Ob­serve que no hablo mal del barón; ese hombre tan simpático, que sabe trinchar un asado como nadie, tiene, con el genio del anatema, tesoros de bondad20. Pero temo que gaste con Morel un poco más de lo que la sana moral manda, y, sin saber en qué medida se muestra el joven penitente dócil o re­belde a ejercicios especiales que su catecismo le impone como mortificación, no hay necesidad de ser un gran teólo­go para estar seguro de que pecaríamos, como dice el otro, por mansedumbre ante ese Rosa Cruz que parece venirnos de Petróneo después de pasar por Saint-Simon, si le otorgá­ramos con los ojos cerrados, en buena y debida forma, per­miso para satanizar. Sin embargo, entreteniendo a ese hom­bre mientras madame Verdurin, por el bien del pecador y muy justamente tentada por semejante curación, me parece que le tiendo una trampa, como quien diría, y me resisto a ello como ante una especie de cobardía -dicho esto, no vaci­ló en tenderla, y cogiéndome por el brazo-: Vamos, barón, ¿y si fuéramos a fumar un cigarrillo? Este joven no conoce todavía todas las maravillas del hotel.

Yo me disculpé diciendo que tenía que volver a casa.

-Espere un momento más -dijo Brichot-. Ya sabe que tie­ne que llevarme, no olvido su promesa.

-¿De veras no quiere que mande enseñarle la plata? Sería sencillísimo -me dijo monsieur de Charlus-. Ya sabe lo que me prometió: ni una palabra a Morel de su condecoración. Quiero darle la sorpresa de anunciárselo más tarde, cuando la gente haya empezado a marcharse, aunque él diga que eso no es importante para un artista, pero que su tío lo desea -yo me sonrojé, pues los Verdurin sabían por mi abuelo quién era el tío de Morel-. ¿De modo que no quiere usted que diga que le enseñen la plata? -me dijo monsieur de Charlus-. Pero usted la conoce, la ha visto diez veces en la Raspelière.

No me atreví a decirle que lo que hubiera podido inte­resarme no eran los vulgares cubiertos de una vajilla bur­guesa, aunque fuera la más rica, sino algún specimen, aun­que sólo fuera un buen grabado de los de madame Du Barry. Yo estaba demasiado preocupado y -aun cuando no lo hu­biera estado por aquella revelación relativa a la venida de mademoiselle Vinteuil-, en la alta sociedad, me encontraba siempre demasiado distraído y nervioso para poner mi atención en unos objetos más o menos bonitos. Sólo hubiera podido fijarla la llamada de alguna realidad que se dirigiera a mi imaginación, como habría podido hacerlo aquella no­che una vista de Venecia, en la que tanto había pensado por la tarde, o algún elemento general, común a varias aparien­cias y más verdadero que ellas, que despertara por sí mismo en mí un espíritu interior y habitualmente adormecido, pero cuya ascensión a la superficie de mi conciencia me daba una gran alegría. Ahora bien, al salir del salón llamado sala de teatro y atravesar con Brichot y monsieur de Charlus los otros salones, volví a ver, mezclados con otros, ciertos mue­bles que había visto en la Raspelière sin prestarles ninguna atención, y entre la disposición del hotel y la del castillo, en­contré cierto aire de familia, una identidad permanente, y comprendí a Brichot cuando me dijo sonriendo:



-Fíjese en ese fondo de salón, por lo menos eso puede, en rigor, dar la idea de la Rue Montalivet, hace veinticinco años, grande mortalis aevi spatium...

Por su sonrisa, dedicada al difunto salón que evocaba, comprendí que lo que Brichot prefería, quizá sin darse cuen­ta, en el antiguo salón, más que los grandes ventanales, más que la alegre juventud de los patronos y de sus fieles, era aquella parte irreal (que yo mismo deducía de algunas simi­litudes entre la Raspelière y el Quai Conti) de la que, en un salón como en todo, lo exterior, lo actual, lo controlable por todo el mundo, no es más que una prolongación, aquella parte que se ha desprendido del mundo exterior para refu­giarse en nuestra alma, a la que da una plusvalía, donde se ha asimilado a su sustancia habitual, trasmutándose en ese traslúcido alabastro de nuestros recuerdos -casas destrui­das, personas de antaño, compoteros de fruta de las cenas que recordamos- cuyo color somos incapaces de indicar, porque sólo nosotros lo vemos, lo que nos permite decir ve­rídicamente a los demás, cuando se habla de esas cosas pasa­das, que no pueden hacerse idea de las mismas, que aquello no se parece en nada a lo que ellos han visto, y no podemos considerarlo dentro de nosotros mismos sin cierta emoción, pensando que su supervivencia por algún tiempo aún, el re­flejo de las lámparas que se extinguieron y el olor de las ra­mas que ya no han de florecer depende de la existencia de nuestro pensamiento. Y seguramente por esto el salón de la Rue Montalivet le restaba valor, para Brichot, a la mansión actual de los Verdurin. Mas, por otra parte, le daba a éste, para el profesor, una belleza que no podía tener para un re­cién llegado. La parte de los antiguos muebles que habían traído aquí, a veces en la misma disposición de la Raspelière, daba al salón actual ciertos aspectos del antiguo que a veces lo revivían hasta la alucinación y en seguida parecían casi irreales al evocar, en el seno de la realidad ambiente, frag­mentos de un mundo destruido que parecíamos ver en otra parte. Canapé surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales, unas sillas pequeñas tapizadas de seda rosa, ta­pete brochado a juego elevado a la dignidad de persona des­de el momento en que, como una persona, tenía un pasado, una memoria, conservando en la sombra fría del salón del Quai Conti el halo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de la Rue Montalivet (a la hora que él conocía tan bien como la propia madame Verdurin) y por las encristala­das puertas de Doville, a donde la habían llevado y desde donde miraba todo el día, más allá del florido jardín, el pro­fundo valle de la21 mientras llegaba la hora de que Cottard y el violinista jugaran su partida; ramo de vio­letas y de pensamientos al pastel, regalo de un gran artista amigo ya muerto, único fragmento superviviente de una vida desaparecida sin dejar huella, resumen de un gran ta­lento y de una larga amistad, recuerdo de su mirada atenta y dulce, de su bella mano llena y triste cuando pintaba; un ar­senal bonito, desorden de los regalos de los fieles que siguió por doquier a la dueña de la casa y acabó por adquirir la marca y la fijeza de un rasgo de carácter, de una línea del des­tino; profusión de ramos de flores, de cajas de bombones que, aquí como allí, sistematizaba su expansión con arreglo a un modo de floración idéntico: curiosa interpolación de los objetos singulares y superfluos que aún parecen salir de la caja en la que fueron ofrecidos y que siguen siendo toda la vida lo que en su origen fueron, regalos de Año Nuevo; en fin, todos esos objetos que no sabríamos diferenciar de los demás, pero que para Brichot, veterano de las fiestas de los Verdurin, tenían esa pátina, ese aterciopelado de las co­sas a las que añade su doble espiritual, dándoles así una es­pecie de profundidad; todo esto, disperso, hacía cantar para él, como teclas sonoras que despertaran en su corazón seme­janzas amadas, reminiscencias confusas y que en el salón mismo, muy actual, donde ponían su toque acá y allá, defi­nían, delimitaban muebles y tapices como lo hace en un día claro un cuadrado de sol seccionando la atmósfera, los mue­bles, los tapices, y de un cojín a un jarrón, de un taburete al rastro de un perfume, perseguían con un modo de ilumina­ción en el que predominaban los colores, esculpían, evoca­ban, espiritualizaban, daban vida a una forma que era como la figura ideal, inmanente en sus viviendas sucesivas, del sa­lón de los Verdurin.

-Vamos a procurar -me dijo Brichot al oído- llevar al ba­rón a su tema favorito. Está en él prodigioso.

Por una parte, yo deseaba pedirle a monsieur de Charlus noticias relativas a la venida de mademoiselle Vinteuil y de su amiga, pues por estas noticias me había decidido a dejar a Albertina. Por otra parte, no quería dejar a ésta sola por mucho tiempo, no porque (no sabiendo cuándo iba a volver yo, y además a unas horas en que una visita para ella o una salida suya habrían llamado mucho la atención) pudiera ha­cer mal uso de mi ausencia, sino por que no le pareciera de­masiado larga.

-Venga de todos modos -me dijo el barón, cuya excita­ción mundana comenzaba a amainar, pero que sentía esa necesidad de prolongar, de hacer durar las conversaciones, que yo había notado ya en la duquesa de Guermantes como en él, y que, muy característica de esta familia, se extiende más generalmente a los que por no ofrecer a su inteligencia otra realización que la conversación, es decir, una realiza­ción imperfecta, se quedan insatisfechos aun después de ha­ber pasado juntos varias horas y se agarran cada vez más ávidamente al interlocutor agotado, reclamando de él, por error, una saciedad que los placeres sociales no pueden dar-. Venga -repitió-. Éste es el momento agradable de la fiesta, cuando todos los invitados se han ido, la hora de doña Sol; esperemos que ésta acabe menos tristemente. Lástima que tenga usted prisa, prisa probablemente para hacer cosas que haría mejor en no hacer. Todo el mundo tiene siempre prisa, y nos vamos en el momento en que deberíamos llegar. Somos en esto como los filósofos de Couture, sería el mo­mento de hacer balance de la velada, de hacer lo que en estilo militar se llama la crítica de las operaciones. Le pediríamos a madame Verdurin que nos sirvieran una pequeña cena a la que nos cuidaríamos de no invitarla y le pediríamos a Char­lie -siempre Hernani- que volviera a tocar para nosotros so­los el sublime adagio. ¡Qué hermoso es el tal adagio! Pero ¿dónde está el joven violinista? Quisiera felicitarle, es el mo­mento de las expansiones tiernas y de los abrazos. Reconoz­ca, Brichot, que han tocado como los ángeles, sobre todo Morel. ¿Reparó usted en el momento en que se separa el me­chón? Pues entonces, querido, no ha visto usted nada. Hubo un fa sostenido que puede hacer morir de envidia a Enesco, a Capet y a Thibaud; yo soy muy sereno, pero confieso que ante una sonoridad como ésa se me encogió de tal modo el corazón que tenía que contener las lágrimas. La sala jadea­ba; era sublime, mi querido Brichot -exclamó el barón, sa­cudiendo violentamente al universitario por el brazo-. Sólo el joven Charlie conservaba una inmovilidad de piedra, no se le oía ni respirar, parecía esas cosas del mundo inanima­do de que habla Théodore Rousseau, que hacen pensar pero no piensan. Y de pronto -exclamó monsieur de Charlus con énfasis y mimando como en una escena de teatro- enton­ces..., ¡el mechón! Y mientras tanto, la pequeña contradan­za, tan graciosa, del allegro vivace. Sabe usted que este me­chón fue el signo de la revelación hasta para los más obtusos. La princesa de Taormina, sorda hasta entonces, pues no hay peores sordos que los que tienen oídos y no oyen, la princesa de Taormina, ante la evidencia del mechón milagroso, com­prendió que se trataba de música y no de una partida de pó­ker. ¡Ah, fue un momento solemnísimo!

-Perdone que le interrumpa, monsieur de Charlus -le dije para llevarle al tema que me interesaba-; me dijo usted que iba a venir la hija del autor. Me hubiera interesado mucho. ¿Está usted seguro de que se contaba con ella?

-¡Ah!, no lo sé -con esto monsieur de Charlus obedecía, quizá sin querer, a esa consigna universal de no informar a los celosos, bien sea por mostrarse absurdamente «buen compañero», por regla de honor, y aunque se la deteste, ha­cia la que suscita los celos, bien por maldad, adivinando que los celos redoblarían el amor, bien por esa necesidad de ser desagradable a los demás que consiste en decir la verdad a la mayor parte de los hombres, pero callársela al celoso, pen­sando que la ignorancia aumentará su suplicio; y para mor­tificar a las personas se guían por lo que ellos, acaso equivo­cadamente, creen más doloroso-. Mire -continuó-, ésta es un poco la casa de las exageraciones, son unas personas en­cantadoras, pero al fin y al cabo les gusta inventar celebrida­des del tipo que sea. Pero no tiene usted buena cara y va a co­ger frío en esta sala tan húmeda -dijo acercándome una silla-. Como no está usted bien, debe tener cuidado, voy a buscarle su abrigo. No, no vaya usted, se perderá y cogerá frío. Así se cometen las imprudencias; usted no tiene ya cua­tro años, pero necesitaría una vieja doncella como yo para cuidarle.

-No se moleste, barón, yo iré -dijo Brichot, y se alejó en seguida: como quizá no se daba exacta cuenta del afecto muy sincero que me tenía monsieur de Charlus y de las encanta­doras remisiones de sencillez, de amabilidad que comporta­ban sus crisis delirantes de grandeza y de persecución, temía que monsieur de Charlus, encomendado por madame Verdurin a su vigilancia como un preso, se propusiera simple­mente, con el pretexto de pedir mi abrigo, reunirse con Mo­rel y malograra así el plan de la patrona22.

Le dije a monsieur de Charlus que sentía que monsieur Brichot se hubiera molestado.

-No, no, está encantado, le quiere a usted mucho, todo el mundo le quiere mucho. El otro día decían: ya no se le ve nunca, se aísla. De todos modos, Brichot es muy buena per­sona -añadió monsieur de Charlus, seguramente sin sospe­char, al ver la manera afectuosa y franca con que le hablaba el profesor de moral, que en su ausencia no se recataba de burlarse de él-. Es un hombre de gran valía que sabe muchí­simo, y eso no le ha apergaminado, no le ha convertido en un ratón de biblioteca como a tantos otros que huelen a tinta. Ha conservado una amplitud de espíritu, una tolerancia nada frecuente en los de su clase. A veces, al ver cómo com­prende la vida, cómo sabe dar con gracia a cada cual lo que se le debe, se pregunta uno dónde ha podido aprender todo eso un simple profesorcillo de la Sorbona, un antiguo regen­te de colegio. A mí mismo me asombra.

Más me asombraba a mí ver cómo la conversación de aquel Brichot, que el menos refinado de los invitados de ma­dame de Guermantes hubiera encontrado tan tonto y tan basto, le gustaba al más difícil de todos, a monsieur de Char­lus. Pero habían contribuido a este resultado, entre otras in­fluencias, aquéllas, distintas por lo demás, en virtud de las cuales Swann se había sentido a gusto durante mucho tiem­po en el pequeño clan, cuando estaba enamorado de Odette, mientras que, por otra parte, desde que se casó, encontraba agradable a madame Bontemps, que fingía adorar al matri­monio Swann, iba continuamente a ver a la mujer, se deleita­ba con las historias del marido y hablaba de ellos con des­dén. Como el escritor que da la palma de la inteligencia no al hombre más inteligente, sino al hombre de mundo que hace una reflexión atrevida y tolerante sobre la pasión de un hombre por una mujer, reflexión que lleva a la amante litera­ta del escritor a coincidir con él en que, de todos los que van a su casa, el menos tonto es, después de todo, aquel viejo ver­de que tiene experiencia en cosas de amor, así monsieur de Charlus encontraba a Brichot más inteligente que a sus otros amigos, porque no sólo era amable con Morel, sino que sa­caba oportunamente de los filósofos griegos, de los poetas latinos, de los cuentistas orientales, unos textos que decora­ban la inclinación del barón con un florilegio extraño y en­cantador. Monsieur de Charlus había llegado a esa edad en que un Victor Hugo gusta de rodearse sobre todo de Vacque­ries y de Meurices. El barón prefería a los que aceptaban su punto de vista sobre la vida.



-Yo le veo mucho -añadió con una voz aguda y cadencio­sa, sin que un solo movimiento, excepto el de los labios, le al­terara el rostro grave y enharinado, en el que había bajado adrede sus párpados de eclesiástico-. Voy a sus clases, esa at­mósfera de barrio latino es para mí un cambio de vida, hay allí una adolescencia estudiosa, pensante, de jóvenes bur­gueses más inteligentes, más cultos que, en nuestro medio, mis compañeros. Es otra cosa, que seguramente conoce us­ted mejor que yo, son jóvenes burgueses -dijo destacando la palabra, anteponiéndole varias b y subrayándola con una es­pecie de hábito de elocución que correspondía a una inclina­ción a los matices propia de monsieur de Charlus, pero que quizá lo aplicaba, además, por no resistir al placer de mani­festarme cierta insolencia. En todo caso, esta insolencia no disminuyó en nada la grande y afectuosa piedad que me ins­piraba monsieur de Charlus (desde que madame Verdurin descubriera su propósito delante de mí), más bien me hizo gracia, y aun en una circunstancia en que yo no hubiese sen­tido por él tanta simpatía no me habría molestado. Yo había heredado de mi madre la condición de carecer de amor pro­pio hasta un grado fácilmente rayano en falta de dignidad. Seguramente no me daba apenas cuenta, y a fuerza de ver, ya en el colegio, que mis compañeros más estimados no tolera­ban que les faltaran, no perdonaban un mal proceder, acabé por mostrarme, en mis palabras y en mis actos, bastante or­gulloso. Hasta tenía fama de serlo en extremo, porque, como no era nada miedoso, me veía con frecuencia metido en due­los, pero como rebajaba su prestigio moral burlándome yo mismo de ellos, inclinaba a la gente a creerlos ridículos. Pero la naturaleza que combatimos no deja por eso de persistir en nosotros. Por eso a veces, leyendo la nueva obra maestra de un hombre de talento, nos complacemos en encontrar en ella todas las reflexiones nuestras que habíamos desprecia­do, alegrías, tristezas que habíamos contenido, todo un mundo de sentimientos desdeñado por nosotros y de cuyo valor nos informa de pronto el libro donde los reconocemos. Había acabado por aprender de la experiencia de la vida que estaba mal sonreír afectuosamente, y no tenérselo en cuen­ta, cuando alguien se burlaba de mí. Pero aunque había deja­do de expresar esta falta de amor propio y de rencor hasta el punto de ignorar casi completamente esa condición mía, no por eso dejaba de estar inmerso en el medio vital primitivo. La cólera y la maldad las sentía de manera muy distinta en crisis furibundas. Además, el sentimiento de justicia me era desconocido hasta una absoluta carencia de sentido moral. Yo era por entero, en el fondo de mi corazón, del más débil, del más desdichado. No tenía ninguna opinión sobre la me­dida en que el bien y el mal podían entrar en las relaciones de Morel y de monsieur de Charlus, pero me resultaba intolera­ble la idea de los sufrimientos que le preparaban al barón. Hubiera querido prevenirle y no sabía cómo hacerlo-. Ver todo ese pequeño mundo laborioso es muy entretenido para un viejo como yo. No los conozco -añadió levantando la mano en un gesto de reserva, para que no pareciera que se jactaba, para demostrar su pureza y que no planeara sobre los estudiantes la sospecha-, pero son muy correctos, a ve­ces llegan hasta reservarme un asiento, como a un viejo ca­ballero que soy. Sí, sí, querido, no proteste, tengo más de cuarenta años -dijo el barón, que había rebasado los sesen­ta-. En ese anfiteatro donde habla Brichot hace un poco de calor, pero siempre es interesante.

Aunque el barón prefería mezclarse con la juventud de las escuelas, y hasta verse empujado por ella, a veces Brichot, para evitarle las largas esperas, le hacía entrar con él. Por más que Brichot estuviera en su casa en la Sorbona, cuando el bedel encargado de abrir las aulas le precedía y el maestro admirado por la juventud avanzaba, no podía contener cier­ta timidez, y a la vez que deseaba aprovechar aquel momento en que se sentía tan importante para mostrarse amable con Charlus, estaba, sin embargo, un poco azorado; para que el bedel le dejara pasar, decía con una voz amanerada y un aire apresurado: «Sígame, barón, ya le colocaremos», y luego, sin ocuparse más de él, se dirigía al estrado avanzando solo ale­gremente por el pasillo entre una doble fila de jóvenes profe­sores que le saludaban; Brichot, para que no pareciese que presumía ante aquellos jóvenes, sabiendo que era para ellos un gran pontífice, les dirigía muchos guiños, muchos gestos de connivencia, a los que su preocupación por ser marcial y buen francés daba el aspecto de una especie de estímulo cor­dial, de sursum corda de un viejo gruñón que dice: «¡Mil dia­blos, sabremos batirnos!» Y estallaban los aplausos de los alumnos. A veces Brichot aprovechaba la presencia de mon­sieur de Charlus en sus clases para tener una atención con al­guien, casi para corresponder a finezas recibidas por él. De­cía a un pariente o a uno de sus amigos burgueses: «Por si le puede interesar a su mujer o a su hija, le diré que el barón de Charlus, príncipe de Agrigente, descendiente de los Condé, asistirá a mi clase. Para un niño es un recuerdo digno de conservar haber visto a uno de los últimos descendientes de nuestra aristocracia que tienen categoría. Si vienen, le re­conocerán en el que estará sentado al lado de mi cátedra. Ade­más, no habrá otro: un hombre grueso, con el pelo blanco, bi­gote negro y la medalla militar.» «¡Ah, se lo agradezco!», decía el padre. Y aunque su mujer tuviera que hacer, por no desai­rar a Brichot, la obligaba a ir a aquella clase, y la muchacha, aunque molesta por el calor y la multitud, devoraba curiosa­mente con los ojos al descendiente de los Condé, extrañándo­se de que no llevara gorguera y no se pareciese a los hombres de nuestros días. Monsieur de Charlus no tenía ojos para ella; pero a más de un estudiante, que no sabía quién era el caballe­ro, le chocaba su amabilidad y se tornaba importante y seco, y el barón salía transido de sueños y de melancolía.

-Perdóneme que vuelva a lo mío -me apresuré a decir a monsieur de Charlus al oír los pasos de Brichot-, pero ¿po­dría usted avisarme por neumático si se entera de que made­moiselle Vinteuil y su amiga vienen a París, diciéndome exactamente cuánto tiempo van a estar y sin decir a nadie que yo se lo he pedido?

Yo ya no creía apenas que fuera a venir, pero quería preca­verme para el futuro.

-Sí, haré eso por usted. En primer lugar porque le debo un gran agradecimiento. Al no aceptar lo que le propuse hace tiempo, me hizo un gran favor a costa suya, me dejó mi li­bertad. Verdad es que he abdicado de ella de otro modo -añadió en un tono melancólico que trascendía el deseo de hacer confidencias-; hay en esto lo que yo considero siempre el hecho principal, una concatenación de circunstancias que usted descuidó aprovechar, quizá porque el destino le advir­tió en aquel preciso momento que no debía desviar mi cami­no. Pues siempre «el hombre propone y Dios dispone». Si el día que salimos juntos de casa de madame de Villeparisis hubiera aceptado usted, quién sabe si no habrían ocurrido nunca muchas cosas que han pasado -yo, azorado, desvié la conversación agarrándome al nombre de madame de Ville­parisis y diciendo la tristeza que me había causado su muer­te-. ¡Ah!, sí -murmuró secamente monsieur de Charlus en el tono más insolente, tomando nota de mis condolencias sin aparentar que creía ni por un segundo en su sinceridad.


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