En busca del tiempo perdido



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(N. de la T.)]

23 «Me extrañó mucho que monsieur de Charlus citara entre los inverti­dos al "amigo de la actriz" que yo había visto en Balbec y que era el jefe de la pequeña sociedad de los cuatro amigos. "Pero, entonces, ¿esa ac­triz? -Le sirve de pantalla, ypor otra parte tiene relaciones con ella, qui­zá más que con hombres, con los que apenas las tiene-. ¿Las tiene con los otros tres?" "¡En absoluto! ¡No son amigos para eso! Dos de ellos son muy mujeriegos. Uno es lo otro, pero en cuanto a su amigo no es seguro, y en todo caso se ocultan uno de otro".» [La edición de La Pléiade inserta en nota a pie de página este fragmento. (N. de la T.)]

24 Los diccionarios no dan de esta palabra popular, môme, otra acep­ción que la de `muchacho', `chaval'. (N. de la T.)

25 Esto, que, traducido, resulta incongruente, responde en francés aun juego de palabras (un poco forzado): se dice faire chanter ('hacer can­tar') o `hacer un chantage'; de aquí lo del precio de la música. (N. de la T.)

26 Palabra en blanco en el manuscrito. (N. de la ed. de La Pléiade.)

27 De la región de La Charente. (N. de la T.)

28 «Sin que hubiera entre ellos relaciones deshonestas. »(N. de la T.)

29 Casser le pot, como casser la cruche, parece tener en este caso un sig­nificado escabroso, que se podría traducir por ‘romper el v.. ‘(quitar la virginidad). (N. de la T)

30 «Sólo un momento sentí hacia ella una especie de odio, que no hizo más que avivar mi necesidad de retenerla. Como aquella noche sólo sen­tía celos de mademoiselle Vinteuil y pensaba con la mayor indiferencia en el Trocadero, no sólo considerando que la había enviado allí para evi­tar a los Verdurin, sino aun viendo en el Trocadero a aquella Léa por cau­sa de la cual hice volver a Albertina para que no la conociera, dije sin pensar el nombre de Léa, y ella, desconfiada y creyendo que acaso me habían dicho más, se adelantó y dijo con volubilidad, no sin bajar un poco la frente: «La conozco muy bien; el año pasado fuimos con unas amigas a verla trabajar; después de la representación subimos a su came­rino; se vistió delante de nosotras. Era muy interesante.» Entonces mi imaginación tuvo que dejar a mademoiselle Vinteuil y, en un esfuerzo desesperado, en esa carrera al abismo de las imposibles reconstitucio­nes, se fijó en la actriz, en aquella noche en que Albertina subió a su ca­merino. Por una parte, después de todos los juramentos que me había hecho, y en un tono tan verídico; después del sacrificio tan completo de su libertad, ¿cómo creer que hubiera nada malo en todo aquello? Y, sin embargo, mis sospechas ¿no eran antenas dirigidas hacia la verdad, puesto que, si Albertina había sacrificado por mí a los Verdurin para ir al Trocadero, la verdad era que mademoiselle Vinteuil debía estar en casa de los Verdurin, y puesto que si había renunciado, por otra parte, al Tro­cadero para salir conmigo, y si yo la hice volver por aquella Léa que pare­cía preocuparme sin motivo, ahora, en una frase que yo no le pedí, con­fesaba Albertina que la había conocido en escala mayor que la de mis temores, en circunstancias muy sospechosas, pues quién pudo llevarla a subir así a su camerino? Si yo dejaba de sufrir por mademoiselle Vinteuil cuando sufría por Léa, los dos verdugos de mi jornada, era, bien por la incapacidad de mi espíritu para representarse a la vez varias escenas, bien por la interferencia de mis emociones nerviosas, de las que mis ce­los no eran más que un eco. Yo podía deducir que Albertina no había sido de Léa más que de mademoiselle Vinteuil, y que si yo creía en Léa era porque aún sufría por ella. Pero el hecho de que mis celos se extin­guieran -para despertarse a veces, sucesivamente- no significaba tampoco que no correspondiesen cada vez a una verdad presentida, que de aquellas mujeres no debía decir ninguna, sino todas. Digo presentida porque no podía ocupar todos los puntos del espacio y del tiempo que hubiera sido necesario; y además, ¿qué instinto hubiera podido darme la concordancia entre unas y otras para permitirme sorprender a Alber­tina aquí a tal hora con Léa, o con las muchachas de Balbec, o con la ami­ga de madame Bontemps que ella había rozado, o con la chica del tenis que le había dado con el codo, o con mademoiselle Vinteuil?» [La edi­ción de La Pléiade agrega aquí este pasaje a pie de página. (N. de la T.)]

31 «Me preguntaba yo si Albertina, sintiéndose vigilada, no realizaría ella misma aquella separación con que yo la había amenazado, pues la vida, al cambiar, convierte en realidades nuestras fábulas. Cada vez que yo oía abrir una puerta, me estremecía, como se estremecía mi abuela, durante su ago­nía, cada vez que yo llamaba. No creía yo que Albertina saliera sin habér­melo dicho, pero lo pensaba mi inconsciente, como palpitaba el incons­ciente de mi abuela al oír los timbrazos cuando ya estaba sin conocimiento. Una mañana hasta sentí de pronto la brusca inquietud de que no sólo hu­biera salido, sino de que se hubiera marchado: acababa de oír una puerta que me pareció la puerta de su cuarto. A paso de lobo fui hasta su cuarto, entré, me paré en el umbral. En la penumbra, percibí las sábanas infladas en semicírculo; debía de ser Albertina que, curvado el cuerpo, dormía con los pies y la cabeza pegados a la pared. Sólo el cabello de aquella cabeza, abundante y negro, rebasando la cama, me hizo comprender que era ella, que no había abierto la puerta, que no se había movido, y sentí aquel semi­círculo inmóvil y vivo, que contenía toda una vida humana y que era lo úni­co que tenía valor para mí; sentí que aquel cuerpo estaba allí, en mi poder dominador». [La Pléiade, pasaje agregado a pie de página. (N. de la T.)]

32 «(Y que a veces eran, a petición mía, trozos de Vinteuil, pues desde que me di cuenta de que Albertina no trataba en absoluto de volver a ver a mademoiselle Vinteuil y a su amiga, y aun entre todos los proyectos de veraneo que hacíamos, ella misma había eliminado Combray, tan próxi­mo a Mont)ouvain, podía oír sin sufrir la música de Vinteuil.) » [La edición de La Pléiade, incluye, a pie de página, este fragmento. (N. de la T.)]

33 «Cuando la violación, el veneno, el puñal, el incendio.../ Es, ¡ay!, que nuestra alma no es bastante animosa».

34 «Piensa con qué emoción a mi alma angustiada/ ha debido turbar esa frente irritada... / ¿Qué corazón intrépido pudiera sin temblar / resistir a los rayos que lanzan vuestros ojos?»

35 En la edición de La Pléiade se advierte que falta en el manuscrito el sujeto de esta frase -quizá «Bloch», añade-. (N. de la T.)

36 «Una majestad terrible/ me hace, para mis súbditos, como un ser in­visible.»

37 «Si supiéramos analizar mejor nuestros amores, veríamos que a ve­ces las mujeres sólo nos gustan como contrapeso, de otros hombres a quienes tenemos que disputárselas, aunque disputárselas nos cause su­frimientos de muerte; suprimido ese contrapeso desaparece el encanto de la mujer. Un ejemplo doloroso y preventivo de esto lo tenemos en esta predilección de los hombres por las mujeres que, antes de conocerlas ellos, han cometido faltas, por esas mujeres alas que ven siempre en peli­gro, a las que, mientras dura su amor, tienen que reconquistar; otro ejemplo posterior, contrario a éste y nada dramático, es el del hombre que, sintiendo que se debilita su inclinación por la mujer amada, aplica espontáneamente las reglas que ha sacado de su experiencia y, para estar seguro de no dejar de amar a la mujer, la pone en un medio peligroso donde tendrá que protegerla cada día. (Lo contrario de los hombres que exigen que una mujer renuncie al teatro, aunque la amaron precisamente porque había sido del teatro.)» [La edición de La Pléiade añade, a pie de página, estas líneas halladas en papel aparte en el manuscrito. (N. de la T.)]


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