En busca del tiempo perdido



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Pero yo, al ver que en todo caso el tema de madame de Vi­lleparisis no le era doloroso, quise saber por él, tan calificado en todos los aspectos, por qué razón el mundo aristocrático había tenido tan apartada a madame de Villeparisis. No sólo no me dio la solución de este pequeño problema mundano, sino que ni siquiera parecía conocerlo. Entonces comprendí que la situación de madame de Villeparisis, si grande había de parecerle más adelante a la posteridad, y hasta, en vida de la marquesa, a la ignorante plebe, no menos grande pareció a toda la otra parte del mundo, a la que correspondía madame de Villeparisis, a los Guermantes. Era su tía, veían sobre todo el nacimiento, los entronques, la importancia que su familia conservaba por su ascendiente sobre esta o la otra cuñada. Veían aquello más por el «lado familia» que por el «lado gran mundo». Y aquél era más brillante en madame de Villeparisis de lo que yo había creído. Me impresionó enterarme de que el nombre de Villeparisis era falso. Pero hay otros ejemplos de grandes damas que han hecho una boda desigual y han con­servado una situación preponderante. Monsieur de Charlus empezó por decirme que madame de Villeparisis era sobrina de la famosa duquesa de ***, la persona más célebre de la gran aristocracia durante la monarquía de julio, pero que no había querido tratar al rey ciudadano y a su familia. ¡Había deseado yo tanto saber de aquella duquesa! Y madame de Villeparisis, la buena madame de Villeparisis, con aquellas mejillas que me parecían mejillas de burguesa; madame de Villeparisis, que tantos regalos me mandaba y a la que hubiera podido ver fá­cilmente todos los días; madame de Villeparisis era su sobri­na, educada por ella, en su casa, en el hotel de ***.

-Le preguntaban al duque de Doudeauville -me dijo mon­sieur de Charlus hablando de las tres hermanas-: «¿A cuál de las tres prefiere usted?» Y como Doudeauville contestara: «A madame de Villeparisis», la duquesa de *** le replicó: «¡Co­chino!» Pues la duquesa era muy ingeniosa -dijo monsieur de Charlus dando a la palabra la importancia y la pronunciación acostumbradas en los Guermantes. En cuanto a que a él le pa­reciera tan «ingeniosa» esta palabra, no me extrañaba, pues en otras muchas ocasiones había observado la tendencia centrí­fuga, objetiva, de los hombres que les lleva a abdicar, cuando aprecian el ingenio de los demás, de las severidades que ten­drían para el propio, y a observar, a anotar como algo precioso lo que ellos desdeñarían crear-. Pero ¿qué es eso? Si lo que trae es mi abrigo -dijo monsieur de Charlus al ver que Brichot ha­bía tardado tanto para tal resultado-. Debía haber ido yo mis­mo. En fin, póngaselo sobre los hombros. ¿Sabe que eso es muy comprometido, amiguito? Es como beber en el mismo vaso, sabré sus pensamientos. Pero no, así no, vamos, déjeme a mí –y al ponerme el abrigo me lo ceñía a los hombros, me lo subía por el cuello y me rozaba con la mano la barbilla, pidiéndome perdón-. A su edad no sabe taparse, hay que arreglarle como a un niño; he errado la vocación, Brichot, nací para niñera.

Yo quería marcharme, pero monsieur de Charlus mani­festó la intención de ir a buscar a Morel y Brichot nos retuvo a los dos. Por otra parte, como estaba tan seguro de encon­trar en casa a Albertina, como lo estuve aquella misma tarde de que volvería del Trocadero, no tenía ninguna prisa por verla, como no la tuve entonces sentado al piano después de haberme telefoneado Francisca. Y aquella calma me permi­tió, cada vez que en el transcurso de la conversación hacía ademán de levantarme, obedecer a la instancia de Brichot, el cual temía que, si yo me marchaba, Charlus no se quedara allí hasta que madame Verdurin viniera a llamarnos.

-Vamos -dijo al barón-, quédese un poco con nosotros, ya le dará el espaldarazo un poco más tarde -añadió Brichot clavando en mí su ojo casi muerto, al que las numerosas ope­raciones sufridas habían hecho recobrar un poco de vida, pero que, sin embargo, no tenía ya la movilidad necesaria en la expresión oblicua de la malignidad.

-¡El espaldarazo, qué bruto! -exclamó el barón en un tono agudo y entusiasmado-. Le digo, querido, que se cree siempre en un reparto de premios, sueña con sus estudianti­tos. Me pregunto si no se acostará con ellos,

-Usted desea ver a mademoiselle Vinteuil -me dijo Bri­chot, que había oído el final de nuestra conversación-. Le prometo que le avisaré si viene, lo sabré por madame Verdu­rin -añadió Brichot, previendo sin duda que el barón estaba a punto de ser excluido del pequeño clan.

-¿Es que me cree menos bien que usted con madame Ver­durin para enterarme sobre la venida de esas personas de tan terrible fama? -dijo monsieur de Charlus-. Es archisabi­do. Madame Verdurin hace mal en dejarlas venir, eso se que­da para los medios equívocos. Son amigas de una banda te­rrible, deben de reunirse todas en unos lugares nefandos.

A cada una de estas palabras, un nuevo sufrimiento se añadía a mi sufrimiento, cambiándolo de forma. Y de pron­to, recordando ciertas impaciencias de Albertina, impacien­cias que, por otra parte, disimulaba en seguida, me espantó la idea de que hubiera concebido el propósito de dejarme. Esta sospecha me hacía más necesario aún prolongar nuestra vida común hasta que yo recobrara la calma. Y para quitarle a Al­bertina la calma, si acaso se le ocurría, de adelantarse a mi proyecto de ruptura y para que su cadena le pareciese más li­gera hasta que yo pudiera realizarlo sin sufrir, me pareció lo más hábil (quizá estaba contagiado por la presencia de mon­sieur de Charlus, por el recuerdo inconsciente de las comedias que le gustaba representar), me pareció lo más hábil hacer creer a Albertina que tenía la intención de dejarla; al volver a casa iba a simular la despedida, la ruptura.

-Desde luego, no; no me creo mejor situado que usted con madame Verdurin -declaró Brichot recalcando las palabras, pues temía haber despertado las sospechas del barón. Y al ver que yo quería marcharme, quiso retenerme con el cebo de la diversión prometida-: Cuando el barón habla de la mala fama de esas dos señoras, parece no haber pensado en una cosa: que una reputación puede ser a la vez malísima e inmerecida. Por ejemplo, en la serie más notoria que llamaré paralela, es indudable que se producen muchos errores judi­ciales y que la historia ha registrado sentencias de condena por sodomía contra hombres ilustres que eran completa­mente inocentes. El reciente descubrimiento de un gran amor de Miguel Ángel por una mujer es un hecho nuevo que debería valer al amigo de León X el beneficio de una instan­cia de revisión póstuma. El asunto Miguel Ángel me parece muy indicado para apasionar a los snobs y movilizar a la Vi­llette cuando haya pasado otro asunto en el que la anarquía ha estado bien considerada y ha llegado a ser el pecado de moda de nuestros buenos dilettantes [sic], pero cuyo nom­bre no se puede pronunciar por miedo a las disputas.

Desde que Brichot comenzó a hablar de las reputaciones masculinas, a monsieur de Charlus le salió a la cara esa clase especial de impaciencia que vemos en un experto médico o militar cuando personas que no entienden nada de terapéu­tica o de estrategia se ponen a decir tonterías sobre tera­péutica o sobre estrategia.

-No sabe usted nada de eso de que habla -acabó por de­cirle a Brichot-. Cíteme una sola reputación inmerecida. Diga nombres. Sí, ya lo sé, conozco todo eso -replicó violen­tamente monsieur de Charlus a una tímida interrupción de Brichot-: los que en otro tiempo hicieron eso por curiosi­dad, o por afecto único a un amigo muerto, y el que, temien­do haber ido demasiado lejos si le hablan de la belleza de un hombre contesta que eso es chino para él, que él no sabe dis­tinguir un hombre guapo de un hombre feo, como no sabe distinguir dos motores de automóvil porque la mecánica no es lo suyo. Todo eso son tonterías. Bueno, no quiero decir que una reputación mala (o que se ha convenido en llamar así) e injustificada sea una cosa absolutamente imposible. Pero es tan excepcional, tan rara, que prácticamente no exis­te. Sin embargo, yo, que soy un curioso, un averígualo­todo, he conocido algunos casos, y no eran mitos. Sí, en el transcurso de mi vida he comprobado (quiero decir científi­camente comprobado, no me conformo con palabras) dos reputaciones injustificadas. Generalmente surgen por una similitud de nombres, o por ciertas señales exteriores, la abundancia de sortijas, por ejemplo, que las personas in­competentes creen absolutamente característico de eso que usted dice, como creen que un campesino no dice dos pala­bras sin añadir jorniguié o un inglés goddam. Eso son con­vencionalismos para teatro de los bulevares23. Lo que le ex­trañará es que esas reputaciones injustificadas son para el público las más seguras. Usted mismo, Brichot, que pondría la mano en el fuego por la virtud de este o del otro hombre que viene aquí y que los enterados conocen como el lobo blanco, debe de creer, como todo el mundo, lo que se dice de tal hombre destacado que encarna esas aficiones para la masa, cuando la verdad es que no tiene ni dos sous de eso. Digo dos sous porque si pusiéramos veinticinco luises vería­mos descender hasta cero el número de los santitos. No sien­do así, la proporción de santos, si usted ve santidad en eso, oscila, por regla general, entre tres y cuatro de cada diez.

Así como Brichot había aplicado al sexo masculino la cuestión de las malas reputaciones, yo, inversamente apliqué al sexo femenino, pensando en Albertina, las palabras de monsieur de Charlus. Estaba aterrado por su estadística, aun teniendo en cuenta que debía de haber aumentado las cifras a la medida de lo que él deseaba, y también por los in­formes de gentes chismosas, acaso mentirosas, en todo caso engañadas por su propio deseo, que, sumado al de monsieur de Charlus, falseaba sin duda los cálculos del barón.

-¡Tres de cada diez! -exclamó Brichot-. Invirtiendo la pro­porción, yo habría tenido que multiplicar por cien el número de culpables. Si es el que usted dice, barón, y si no se equivoca, tendremos que confesar que es usted uno de esos raros viden­tes de una verdad que nadie en torno a ellos sospecha. Así hizo Barrès sobre la corrupción parlamentaria unos descubrimien­tos que fueron comprobados posteriormente, como la existen­cia del planeta de Leverrier. Madame Verdurin citaría de prefe­rencia a ciertos hombres que yo prefiero no nombrar y que han adivinado en el Servicio de Información del Estado Mayor ciertas actuaciones, inspiradas, quiero creerlo, por un celo pa­tético, pero que de todos modos yo no me imaginaba. ¡Tres de cada diez! -repitió Brichot estupefacto. Y hay que decir que monsieur de Charlus incluía entre los invertidos a la mayor parte de sus contemporáneos, pero exceptuando a los hombres con los que él había tenido relaciones y cuyo caso, a poco que hubiera habido de romántico en estas relaciones, le parecía más completo. De la misma manera, algunos libertinos que no creen en la virtud de las mujeres sólo le atribuyen un poco a la que fue querida suya, diciendo de ella sinceramente y en tono misterioso: «No, no, se equivoca usted, no es una furcia». Esta inesperada estima se la dicta en parte su amor propio, más sa­tisfecho de que tales favores hayan sido reservados a ellos so­los, en parte su ingenuidad, que se traga fácilmente todo lo que su amante ha querido hacerle creer, en parte ese sentido de la vida en virtud del cual cuando nos aproximamos a los seres, a las existencias, las etiquetas y los compartimientos hechos de antemano son demasiado simplistas-. ¡Tres de cada diez! Pero cuidado, barón, si usted quisiera presentar a la posteridad el cuadro que nos ha dicho, menos afortunado usted que esos historiadores que el futuro ratificará, podría rechazarlo la pos­teridad, que no juzga más que con documentos a la vista y que­rría conocer su atestado. Y como ningún documento auten­tifica ese género de fenómenos colectivos que los únicos enterados tienen mucho interés en dejar en la sombra, se pro­duciría gran indignación en el campo de las buenas almas y us­ted pasaría sin remisión por calumniador o por loco. Después de haber obtenido en este mundo el máximo y el principado en el concurso de las elegancias, conocería las tristezas de un blackboulage de ultratumba. No vale la pena, como dijo, ¡Dios me perdone!, nuestro Bossuet.

-Yo no trabajo para la historia -contestó monsieur de Charlus-, me basta con la vida, que es muy interesante, como decía el pobre Swann.

-¡Ah!, ¿conoció usted a Swann? No lo sabía. ¿Tenía esas aficiones? -preguntó, inquieto, Brichot.

-¡Será grosero! ¿Cree usted que yo no conozco más que gente de ésa? Pues no, no creo -dijo Charlus bajando los ojos y tratando de pesar el pro y el contra. Y pensando que, puesto que se trataba de Swann, cuyas tendencias, tan opuestas, ha­bían sido siempre conocidas, una semiconfesión tenía que ser inofensiva para el interesado y halagüeña para el que la dejaba escapar en una insinuación-: No digo que allá en tiempo lejano, en el colegio, una vez por casualidad -dijo el barón como sin querer, como si pensara en voz alta; luego, recogien­do velas, concluyó riendo-: Pero de eso hace ya doscientos años, ¿cómo quiere usted que me acuerde?, déjeme en paz.

-En todo caso, guapo, lo que se dice guapo, no lo era -dijo Brichot, que siendo feísimo se creía bien parecido y fácil­mente encontraba feos a los demás.

-Cállese -le replicó el barón-, no sabe usted lo que dice; en aquel tiempo tenía una tez de melocotón y -añadió po­niendo cada silaba en otra nota distinta- era hermoso como un amor. Y siguió siendo encantador. A las mujeres les gus­taba con locura.

-Pero ¿conoció usted a la suya?

-¡Vamos, él la conoció por mí! Yo la había encontrado en­cantadora, en su semidisfraz, una noche que representó Miss Sacripant; yo estaba con unos compañeros de club, to­dos habíamos llevado una mujer, y aunque yo no tenía ganas más que de dormir, las malas lenguas dijeron, pues la gente del gran mundo es malísima, que me había acostado con Odette. Lo que pasó es que ella aprovechó la ocasión para venir a fastidiarme y yo creí librarme de ella presentándosela a Swann. Desde aquel día ya no me soltó, no sabía una pala­bra de ortografía y tenía yo que escribirle las cartas. Y ade­más fui yo después el encargado de pasearla. Ya ve usted, hijo mío, lo que es tener buena reputación. Por lo demás, yo sólo la merecía a medias. Odette me obligaba a organizarle unas partidas terribles, de cinco, de seis.

Y monsieur de Charlus se puso a enumerar, con tanta segu­ridad como si recitara la lista de los reyes de Francia, los sucesi­vos amantes de Odette (había estado con Fulano, después con Mengano). Y en realidad el celoso está, como los contemporá­neos, demasiado cerca, no sabe nada, y es para los extraños para quienes la crónica de los adulterios toma la precisión de la historia y se alarga en listas, por lo demás indiferentes y que sólo resultan tristes para otro celoso como yo, que no puede menos de comparar su propio caso con aquel de que oye hablar y se pregunta si no existirá una lista tan ilustre para la mujer de la que duda. Pero no puede averiguar nada, es como una cons­piración universal, una novatada en la que todos participan cruelmente y que consiste en taparle los ojos mientras su amiga va de uno a otro, con una venda que él se esfuerza perpetua­mente en arrancar, sin conseguirlo, pues todo el mundo se em­peña en que siga ciego el desdichado, los buenos por bondad, los malos por maldad, los groseros por afición a las burlas ma­lévolas, los educados por buena educación y todos por uno de esos convencionalismos que llaman principios.

-Pero ¿llegó a saber Swann alguna vez que usted había go­zado de los favores de Odette?

-¡Vamos, hombre, qué horror! ¡Contar eso a Carlos! Es como para ponérsele a uno los pelos de punta. Pero, queri­do, me habría matado, sencillamente; era celoso como un ti­gre. Como tampoco le hubiera dicho yo a Odette, a quien, por lo demás, le habría dado lo mismo, que..., bueno, no me haga decir tonterías. Y lo más fuerte es que fue ella quien le disparó unos tiros de revólver que estuve a punto de recibir yo. La verdad es que me he divertido con ese matrimonio; y, naturalmente, tuve que ser testigo suyo contra D'Osmond, que nunca me lo perdonó. D'Osmond se había llevado a Odette, y Swann, para consolarse, tomó por amante, o por falsa amante, a la hermana de Odette. En fin, no va usted a hacerme contar la historia de Swann, tendríamos para diez años, ¿sabe?, la conozco como nadie. Era yo el que sacaba a Odette cuando no quería ver a Carlos. La cosa me fastidiaba todavía más porque tengo un pariente muy cercano que se llama Crécy, sin ninguna especie de derecho, naturalmente, pero que, en fin, aquello no le gustaba nada. Pues ella se ha­cía llamar Odette de Crécy, y con todo derecho, pues estaba sólo separada de un Crécy con el que se había casado, un Crécy de verdad, un caballero muy bien, al que le había sacado hasta el último céntimo... Pero usted lo que quiere es ha­cerme hablar, le vi con él en el trenecillo de Balbec, usted le invitaba allí a comer, y buena falta le debe de hacer al pobre: vivía de una pensión muy pequeña que le pasaba Swann, y supongo que desde la muerte de mi amigo habrán dejado de pagarle esa renta. No comprendo -me dijo monsieur de Charlus- que habiendo estado usted tan a menudo en casa de Carlos no me pidiera antes que le presentara a la reina de Nápoles. Veo que a usted no le interesan las personas como curiosidades, y es cosa que me extraña siempre en cualquie­ra que haya conocido a Swann, que tenía ese interés tan de­sarrollado, hasta el punto de que no se puede decir si fui yo en esto su iniciador o él el mío. Me extraña tanto como si vie­ra a una persona que hubiese conocido a Whistler y no su­piera lo que es el gusto. Era interesante conocerla sobre todo para Morel, y lo deseaba con pasión, pues Morel es inteligen­tísimo. Lástima que la reina se haya marchado. Pero, en fin, los reuniré uno de estos días. Es inevitable que la conozca. A no ser que la reina se muriera mañana, y es de esperar que no ocurra así.

De pronto Brichot, que seguía rumiando la proporción de «tres de cada diez» que le había revelado monsieur de Char­lus, preguntó a éste en un tono sombrío y con una brusque­dad que recordaba la de un juez de instrucción empeñado en hacer confesar a un acusado, pero que en realidad respondía al deseo que tenía el profesor de parecer perspicaz y a la tur­bación que le producía lanzar una acusación tan grave:

-¿Ski es de ésos?

Para impresionar con sus pretendidas dotes de intuición, eligió a Ski, diciéndose que, puesto que no había más que tres inocentes de cada diez (sic), corría poco peligro de equi­vocarse nombrando a Ski, que le parecía un poco raro, tenía insomnios, se perfumaba, en fin, se salía de lo normal.

-Nada de eso -exclamó el barón con una ironía amarga, dogmática y exasperada-. ¡Lo que usted dice es tan falso, tan absurdo, tan superficial! Ski es eso precisamente para las per­sonas que no le conocen. Si lo fuera, no lo parecería tanto como lo parece, dicho sea sin ninguna intención de crítica, pues tiene atractivo y hasta le encuentro algo muy interesante.

-Pues díganos algunos nombres -insistió Brichot.

Monsieur de Charlus replicó con aire aburrido:

-Yo, querido, vivo en lo abstracto, todo eso no me interesa más que desde un punto de vista trascendental -contestó con la recelosa susceptibilidad propia de los de su género y la afectación de grandilocuencia que caracterizaba su conver­sación-. A mí sólo me interesan las generalidades, le hablo de esto como pudiera hablarle de la ley de la gravedad -pero estos momentos de reacción irritada, cuando el barón que­ría ocultar su verdadera vida, duraban muy poco compara­dos con las horas de progresión continua en que hacía adivi­narla, exhibiéndola con una complacencia molesta, pues la necesidad de la confidencia era en él más fuerte que el temor a la divulgación-. Quería decir -continuó- que para una mala reputación justificada hay centenares de buenas repu­taciones no menos justificadas. Claro es que el número de los que no las merecen varía según que nos basemos en lo que dicen los de su cuerda o en lo que dicen los otros. Y la verdad es que si la malevolencia de los segundos queda limi­tada por la gran dificultad que éstos deben de tener para creer en el vicio, tan terrible para ellos como el robo o el ase­sinato, practicado por unas personas cuya delicadeza y cuyo corazón desconocen ellos, la malevolencia de los primeros la estimula exageradamente el deseo de creer..., ¿cómo lo diré?, de creer accesibles a unas personas que les gustan por refe­rencias que les han dado otras personas a quienes ha enga­ñado un deseo semejante, en fin, por el mismo alejamiento en que generalmente les tienen. Yo he oído decir a un hom­bre, bastante mal visto por causa de esa afición, que creía que cierto caballero del gran mundo tenía ese mismo vicio. ¡Y la única razón para creerlo era que aquel hombre del gran mundo había estado amable con él! En el cálculo del número entran las mismas razones de optimismo. Pero la verdadera razón de la enorme diferencia que existe entre ese número calculado por los profanos y el calculado por los iniciados está en el misterio con que éstos rodean sus aventuras con el fin de ocultarlas a los demás, que, sin ningún medio de in­formación, se quedarían literalmente estupefactos si se en­teraran solamente de la cuarta parte de la verdad.

-Entonces, en nuestra época es como en la de los griegos -dijo Brichot.

-¿Como en la de los griegos? ¿Se figura usted que eso no siguió después? Fíjese en tiempo de Luis XIV: Monsieur, el pequeño Vermandois, Molière, el príncipe Luis de Baden, Brunswick, Charolais, Boufflers, el Grand Condé, el duque de Brissac.

-¡Pare el carro! Yo sabía Monsieur, Brissac por Saint-Si­mon, Vendôme, naturalmente, y otros muchos. Pero ese mala lengua de Saint-Simon habla a menudo del Grand Condé y del príncipe Luis de Baden y nunca lo dice.

-También es una pena que tenga yo que enseñarle historia a un profesor de la Sorbona. Pero, mi querido maestro, es usted ignorante como un pez.

-Es usted duro, barón, pero justo. Pues mire, le voy a dar gusto, ahora recuerdo una canción de la época que hicieron en latín macarrónico sobre cierta tormenta que sorprendió al Grand Condé cuando bajaba por el Ródano en compañía de su amigo el marqués de La Moussaye. Condé dijo:
Carus Amicus Mussaeus,

Ah! Deus bonus! quod tempus!

Landerirette,

Imbres sumus perituri.
Y La Moussaye le tranquilizó diciendo:
Securae sunt nostrae vitae.

Sumus enim Sodomitae,

Igne tantum perituri,

Landeriri.
-Retiro lo que he dicho -dijo Charlus con voz aguda y amanerada-, es usted un pozo de ciencia; me lo escribirá, ¿verdad?, quiero guardar eso en mis archivos de familia, pues mi bisabuela en tercer grado era hermana del príncipe.

-Sí, barón, pero sobre el príncipe Luis de Baden no veo nada. Además, yo creo que, en general, el arte militar...

-¡Qué tontería! En esa época, Vendôme, Villars, el prínci­pe Eugenio, el príncipe de Conti, y si le hablara de nuestros héroes de Tonkín, de Marruecos, y hablo de los verdadera­mente sublimes, y piadosos, y «nueva generación», se que­daría pasmado. ¡Ah!, tendría yo mucho que enseñar a los que hacen investigaciones sobre la nueva generación, que ha echado por la borda las vanas complicaciones de sus mayo­res, dice monsieur Bourget. Tengo un amiguito ahí, del que se habla mucho, que ha hecho cosas admirables...; pero, en fin, no quiero ser malo, volvamos al siglo xvii. Sabrá usted que Saint-Simon dice del mariscal D'Huxelles -entre tantos otros-: «... voluptuoso en orgías griegas de las que no se to­maba el trabajo de recatarse, y reclutaba jóvenes oficiales que se llevaba a casa, además de criadillos muy bien forma­dos, y sin disimulos, en el ejército y en Estrasburgo». Pro­bablemente habrá leído usted las cartas de Madame; los hombres no la llamaban más que «Putana». Ella habla de esto con bastante claridad.


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