Capítulo 20
El trueno rueda como un lejano fuego de artillería. Las nubes surcan el cielo nocturno como desgarrados hilos de humo. El campo de batalla se tiñe de rojo. La cautiva se desespera y grita en la noche del pantano. El sufrimiento, como una euforia salvaje, satura el aire de electricidad y lo empapa con el aroma dulce y pegajoso de la sangre. Desesperación y odio. Necesidad y deseo. Las emociones se retuercen y desgarran, y abruman a la cautiva y al aprehensor. Las paredes de la choza tiemblan con el terrible poder de las sombrías necesidades desencadenadas en el depredador y en la presa amarrada a la cama.
Más de lo que el cazador había previsto. La locura escapa al control, y empuja al individuo sin alma más allá del borde y hacia el torbellino.
Afuera, el viento sopla entre los árboles y aplasta las esbeltas cañas que crecen en los bajíos. Las criaturas de la noche brincan y tiemblan y vuelven la cabeza, los ojos grandes, las fosas nasales olfateando el aire mientras se vuelven hacia el centro de un vórtice de violencia. La luna perfora un orificio en la oscuridad, pero el trueno rueda más cerca y el rayo quiebra el cielo como si provocase grietas en el cristal.
Llega la tormenta. Afuera. Adentro. Salvaje y desesperada. Gritando y golpeando. La lluvia cae sobre el bayou y arranca de raíz las plantas más tiernas. La sangre salpica las paredes, a la presa y al depredador. La seda se tensa. El desencadenamiento se eleva desde las sombrías profundidades del infierno. El momento estalla con una potencia inconcebible. Con el triunfo, con la derrota, con la liberación del tormento, el tormento que se origina adentro y afuera.
El viento se atenúa. La tormenta se desvanece. La necesidad refluye. El control se instala como una capa de polvo. La calma retoma y con ella la lógica.
Otra puta muerta para ser hallada por los incautos. Otro crimen que quedará sin resolver. El depredador sonríe en la noche empapada de sangre. Un adversario podría sospechar, pero a ella nadie la creerá.
Laurel no despertó, fue arrancada del sueño. En medio de una ensoñación sombría e inquietante, las manos frías y frenéticas se apoderaron de su psiquis y la llevaron de un dominio de la existencia a otro. Emergió reclamando aire, como un nadador que llega a la superficie después de una prolongada zambullida en aguas frígidas. El aire alrededor de ella era tibio y húmedo, un bolsón de calor y humedad que se había metido a través de los ventanales franceses para escapar de la tormenta. La habitación estaba a oscuras, y era un lugar quieto, una quietud que encerraba algo diferente del simple silencio. La pérdida. Se sintió sola, de un modo que jamás había sentido antes en su vida, y sus pensamientos se volvieron automáticamente hacia Savannah. Nunca había estado sola. Siempre había tenido a Savannah.
El corazón le latió con fuerza contra el esternón, y ella trató de apartar las piernas de la sábana y corrió hacia el balcón cubierta únicamente con la enagua y el calzón que tenía puestos al dormirse. Avanzó por el corredor hasta las puertas que daban a la habitación de su hermana. Manipuló el cerrojo y lo abrió, y entró a tropezones en el dormitorio.
La quietud se prolongaba también allí, y parecía una mortaja. Una mano invisible se cerró alrededor de la garganta de Laurel cuando contempló el cuarto. La cama estaba en desorden, vacía; las mantas habían sido apiladas, las almohadas yacían aquí y allá en confuso desorden. Todo parecía igual a como estaba la última vez que ella lo había visto. Trató de rechazar el temor que le apretaba el cuello, y se volvió lentamente y paseó los ojos por la colección de botes y jarros y frascos depositados sobre la mesa de tocador, sobre las prendas abandonadas sobre las sillas y el suelo. No había modo de saber cuándo Savannah había estado por última vez en esa habitación. Un escalofrío la recorrió hasta los huesos. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Retorció las manos y se acercó a la cama.
—No seas estúpida, Laurel —murmuró con voz cortante y áspera—. Savannah ha dormido en otros lugares más veces que todo lo que tú puedas imaginar. Sólo porque no esté esta noche... eso no significa nada. Está con un amante, y eso es todo.
Para distraerse, trató de pensar quién podía ser. Ronnie Peltier, con su pene que era como un ariete. Taureau Hebert, el hombre por quien Savannah había reñido con Annie. Jimmy Lee Baldwin, que predicaba moral y maniataba a sus mujeres. Conroy Cooper, cuya esposa inválida había sido aterrorizada apenas la noche precedente.
Los comentarios que acompañaban a cada hombre se movían y agitaban en la mente de Laurel como moscardones. Laurel estaba adiestrada para sumar hechos, del mismo modo que una calculadora suma una columna de cifras. Estaba adiestrada para armar rompecabezas incluso mientras dormía. Esta noche no deseaba hacer ninguna de las dos cosas. El subtotal de la columna, la imagen que comenzaba a cobrar forma le proporcionaba una respuesta que ella no deseaba conocer.
De pie al lado de la cama, se inclinó hacia adelante y se apoderó de la bata de seda color champaña de Savannah, y acercó a la mejilla la elegante tela, fresca, suave como un murmullo, oliendo a Obsesión. No deseaba creer que Savannah estaba enferma. No quería afrontar la verdad de que la hermana que la había protegido y apoyado, ahora había llegado al punto en que se limitaba a juzgarla. ¿Cuántas veces había deseado que Savannah desechara el pasado, se elevase por encima de los recuerdos, superase lo que Ross Leighton le había hecho? Mientras la propia Laurel había vivido para expiar ese mismo pasado, y había ignorado su martirio, y lo había convertido en la base de una carrera.
Las lágrimas cayeron sobre la seda, y ella deseó con todo el corazón que su hermana entrara por la puerta, porque así ella podría abrazarla y pedirle perdón. Pero nadie entró por la puerta. Sólo la habitación vacía oyó el grito de Laurel.
Fatigada, arrojó la bata de nuevo sobre la cama en desorden y se acercó al balcón. El último chubasco había cesado, y ahora todo goteaba. La luz de la luna iluminaba las gotitas y las convertía en diamantes. El viento agitaba inquieto los árboles. Laurel apoyó un brazo en el pilar que estaba a la salida de su propio cuarto, e inclinándose recorrió con la mirada la distancia que la separaba de L'Amour.
Alguna gente afirmaba que esa casa estaba embrujada. Laurel se preguntó si los fantasmas que perseguían a Jack tenían algo que ver con la historia de la casa, o si eran producto de la personalidad del propio Jack y habían llegado allí traídos por él de Texas.
Según afirmaba Vivian, Jack había estado en el centro del incidente de Sweetwater. Sweetwater era un distrito de Houston, construido por promotores que buscaban la buena vida, un lugar para formar familias. Un pedacito del paraíso se había incrustado en un pedacito del infierno. Sepultados ilegalmente en el campo que estaba un poco más lejos, los bidones de desechos químicos envenenaban el suelo. Laurel había seguido el caso únicamente a través de los fragmentos que conocía gracias a los noticiarios nocturnos. Ella estaba envuelta en sus propias batallas legales. Recordaba los bidones cuyo origen había sido casi imposible rastrear. La pista pasaba de una compañía ficticia a otra igualmente falsa.
Jack había revelado la trama para los federales. Era el hombre más adecuado para la tarea, suponía Laurel, porque si la información de Vivian era acertada, él había sido la persona que había organizado los laberintos de papel para proteger a la Tristar. Si no lo hubiese conocido, Laurel le habría aplicado una docena de calificativos diferentes. Despiadado, impío, canalla codicioso, habrían sido algunos de los más benignos. Pero lo conocía. Sabía que se había abierto paso desde la base hasta la cúspide porque necesitaba demostrar su valor. ¿Qué efecto había tenido en su persona el hecho de que había conquistado la cima, pero sólo para comprobar que estaba en la montaña equivocada? De acuerdo con su propio relato, Jack se había desplomado e incendiado, y en la caída había arrastrado a la empresa.
¿Y su esposa?
La palabra dejó un sabor amargo en la lengua de Laurel. Laurel podría haber dicho que no lo deseaba, que no quería mantener con él una relación duradera; pero la verdad desnuda era que no deseaba pensar que él podía amar a otra mujer.
Pero, ¿la había amado o la había asesinado?
Una luz parpadeó en una de las ventanas del primer piso de L'Amour; era una luz débil, como si se hubiese originado en una habitación que estaba en las profundidades de la casa. Débil, y sin embargo atraía a Laurel como un faro. Ella necesitaba saber quién era realmente Jack. ¿Qué Jack era el que estaba detrás de la última fachada? ¿El tiburón, el sinvergüenza, el hombre que afirmaba que a él sólo le importaba su propia persona; o el hombre que la había abrazado y confortado, que había acudido a salvarla, que la había distraído de sus problemas y sus temores?
No podía imaginarlo como un asesino. Los asesinos no avisan a sus posibles víctimas, ni las acompañan a su casa para protegerlas. No, no podía decirse de Jack que fuese un homicida. Era un hombre perturbado. Colérico. Herido.
Herido. La palabra provocó cierta resonancia en el corazón de Laurel. La luz de la vieja casa la llamaba.
Jack subió la escalera que llevaba al primer piso profundamente cansado, con el cuerpo dolorido y necesitado de sueño. Pero sabía que su mente jamás le otorgaría ese deseo. Por lo menos esa noche. Sin prestar atención al movimiento de los ratones en un jirón de papel pintado que se había desprendido de la pared, Jack entró en su dormitorio y encendió la lámpara depositada en su escritorio, un poco por encima de la vieja máquina de escribir Underwood. Una página blanca lo miró deslumbrante, y le recordó no los plazos que debía cumplir o la trama de su argumento, sino la persona de Jimmy Lee Baldwin. Jimmy Lee, de pie sobre sus devotos partidarios, preguntándoles de dónde los desequilibrados conseguían la inspiración que los llevaba a matar.
Los ojos de los dos chocaron en la semipenumbra del bosque. El depredador y la presa. Chispas de reconocimiento. Ahora ambos se entienden. La conciencia ilumina a los dos. Las extrañas necesidades confluyen. Los deseos oscuros se entrelazan. Es sabido que el juego terminará en la muerte. Ella abre los brazos para saludar a la muerte, para acabar el tormento que la persiguió la vida entera.
Una delgada hoja de plata centellea en la oscuridad...
Lo que seguía era la muerte, presentada de un modo inquietante y seductor, poéticamente artístico, atroz y gráfico y escalofriante como el infierno.
Esa era la tarea de Jack: asustar a la gente, mantenerla despierta por la noche y tensarle los nervios hasta que cada sonido escuchado en una casa solitaria tuviese la posibilidad de desencadenar un terror inenarrable. La gente decía que eso era entretenimiento, no inspiración. Jack no pensaba de distinto modo. Creer que eso era fruto de la inspiración implicaba asumir la responsabilidad, y todos sabían que Jack Boudreaux no era responsable de nadie ni de nada.
—Dicen que jamás se reunió aquí con él.
Jack levantó la cabeza y miró hacia la puerta, no muy seguro de que lo que estaba viendo era real. Laurel se encontraba de pie, casi en el umbral de la puerta blanca descascarillada, sobre un fondo oscuro. El pálido retrato de una mujer con la falda flotante adornada por antiguas rosas, una blusa de algodón azul con los faldones colgando fuera de la falda. Era una visión, un ángel, algo que él jamás debería haber tocado. Más valía desearlo desde lejos y tenerlo sólo en la imaginación. Nadie podría expulsarla de allí.
—Madame Deveraux —dijo Laurel, y avanzó otro paso—. August Chapin, su acaudalado amante, un hombre casado, construyó esta casa para ella. En el distrito todos lo sabían. Él hacía gala de su obsesión por esa mujer, lo cual avergonzaba profundamente a su pobre esposa.
Jack recuperó la voz con esfuerzo. Había enronquecido por la falta de uso.
—¿Jamás se vio con él aquí?
—Con el señor Chapin, sí. Pero no con el hombre a quien ella realmente amaba. —Laurel entró en la habitación con movimientos lentos, deteniéndose junto a los altos ventanales franceses, fuera del alcance de la luz que iluminaba el escritorio—. Ella amaba a un hombre llamado Antoine Gallant. Un trampero cajun sin importancia. Y él rehusó pisar la casa que Chapin había levantado para alojar a esa mujer que era su mantenida. Los dos se reunían secretamente en una cabaña del pantano.
»Por supuesto, los descubrieron. Ofendido, Chapin desafió a duelo a Gallant, y se proponía vencer manipulando las pistolas. Madame Deveraux se enteró del plan pocos minutos antes del momento en que debía realizarse el duelo. Corrió para avisar a su amor, pero los hombres ya habían dado los pasos reglamentarios y se habían vuelto para apuntar. Para salvar a Antoine, ella se abalanzó sobre él y recibió el disparo de Chapin. Murió en los brazos de Antoine.
Laurel se acercó al viejo escritorio con tapa enrollable y permaneció de pie detrás del mueble, con las manos apoyadas en el alto respaldo. Tenía una expresión sombría, y sus ojos exploraron lentamente la habitación.
—Crecí oyendo decir que su espíritu todavía moraba en esta casa.
Jack se encogió de hombros, y evitó la mirada penetrante que ella le dirigió.
—No la he visto —dijo.
—Bien —murmuró Laurel—, tienes tus propios fantasmas.
—Oui. Más fantasmas que los que tú conoces.
—Alguien mencionó hoy el asunto de Sweetwater —dijo Laurel, moviéndose con cautela—. Tú fuiste el representante de la Tristar, ¿verdad?
Él sonrió amargamente y esbozó una reverencia, y después se apartó del escritorio.
—C'est vrai. Has dado en la tecla, querida. Jack Boudreaux, maestro de picapleitos. Querían enterrar algunos venenos y huir, ¿verdad? Yo soy tu hombre. Puedo seguir la pista de un nudo gordiano que gira y se retuerce y vuelve sobre sí mismo, y se eleva y desciende, y termina en un callejón sin salida. Compañías holding, falsas corporaciones, toda la orquesta.
Hundió las manos en la cintura de sus vaqueros y miró el complicado medallón de yeso del techo, y se maravilló no sólo de la obra de arte sino de su propia vida anterior.
—Yo era tan astuto, tan inteligente. Ascendía constantemente, y nunca me preocupaba a quién estaba pisoteando mientras lograse elevarme en esa escala. Como sabes, el fin siempre justificaba los medios.
—En definitiva, los destruiste a todos.
Con el entrecejo fruncido, él le dirigió una mirada cruel.
—¿Y crees que eso me convierte en héroe? Si yo incendio las casas y apago el fuego después que todos los habitantes se hayan quemado, ¿soy un héroe?
—Eso depende de tus motivos y tu intención.
—Mis motivos eran egoístas —dijo Jack con voz dura, paseándose una y otra vez sobre la gastada alfombra color rubí—. Deseaba ser castigado. Deseaba que todos los que estaban relacionados conmigo fuesen castigados. Por lo que hice.
—¿A los habitantes de Sweetwater? —preguntó ella con expresión cautelosa, estudiándolo desde el refugio de sus propias pestañas.
Él se detuvo y la miró atentamente, y sus viejos instintos olfatearon una trampa.
—Abogada, ¿adonde quiere llevarme? —preguntó, y su voz era un ronroneo grave y peligroso.
Se acercó lentamente a ella, con el paso engañosamente perezoso, la mirada dura como granito detrás de una sonrisa demoníaca y una mano elevada para mover un dedo en señal de advertencia.
—¿Qué clase de juego está jugando, tite chatte?
Laurel enganchó los dedos en la tela de su propia camisa, y miró a los ojos a Jack con la cara absolutamente inexpresiva.
—No estoy jugando a nada.
Jack se echó a reír.
—Eres abogada. Estás entrenada para jugar. Querida, no intentes engañarme. Ahora estás nadando junto a un gran tiburón. Conozco todos los trucos del oficio.
Se acercó a pocos centímetros de Laurel, inclinándose hacia adelante, clavándole los ojos, con la nariz casi tocando la suya. A la suave luz de la lámpara los ojos de Jack centellearon como ónix, duros e insondables.
—¿Por qué no me lo preguntas? —murmuró, y su voz ronca a causa del whisky irritó las terminaciones nerviosas de Laurel—. ¿La mataste, Jack? ¿Mataste a tu esposa?
Ella tragó saliva y afrontó el desafío, y apostó su corazón a la respuesta.
—¿La mataste?
—Sí.
Jack vio que ella parpadeaba rápidamente, como si temiese quitarle los ojos de encima aunque fuese una fracción de segundo. Pero ella defendió su posición, valerosa y temeraria hasta el final. Y el corazón de Jack se sintió dolorosamente oprimido ante la idea. Laurel esperaba una salvedad, algo que convirtiese la verdad en una mezcla más tolerable.
—Querida, te dije que yo era malo —dijo, apartándose de Laurel—. Sabes lo que dicen: «La sangre dice la verdad». El viejo Blackie siempre me dijo que yo no era bueno. Hubiera debido escucharlo. Habría ahorrado muchísimo sufrimiento a muchísima gente.
Jack se apartó de ella con el cuerpo y la mente, y se perdió en un pasado que era tan lodoso como el bayou. Paseándose a través de la habitación, más allá de la ancha cama de cuatro postes con su sensual protección de tela de tul y el montón de sábanas y mantas, encontró su camino hasta otra serie de ventanales franceses, y permaneció de pie mirando la oscuridad. De nuevo se había levantado viento, y ahora silbaba entre las ramas de los árboles, un teletipo natural que anunciaba la tormenta siguiente que venía del Golfo. A lo lejos, el rayo iluminó el cielo, y destacó con su luz el perfil duro de Jack.
Laurel avanzó hacia él evitando los pies de la cama, sintiendo como que la empujaba hacia ese hombre una fuerza que tenía el empuje de un tractor. Hubiera debido dejarlo. Al margen de los detalles que ella esperaba escuchar, ese hombre le traería dificultades. Incluso podía decirse que ella tenía motivos para temerle. Jack, con su personalidad doble y sus secretos sombríos, un carácter tan volátil como el tiempo en la ancha Atchafalaya. Pero dio otro paso, y otro, y su corazón tamborileó dentro del pecho. Y la pregunta evitó las defensas que ella misma había levantado, y surgió espontánea de sus labios.
—¿Cómo se llamaba?
—Evangeline —murmuró Jack.
El trueno hizo vibrar los cristales de la ventanas y comenzó a llover, y se difundió en el aire un aroma fresco, verde, dulce.
—Evie. Era bonita como un lirio, frágil como el cristal más delicado —dijo con voz suave—. Fue otro de mis trofeos. Como la casa, como el Porsche, y los zapatos de cuero de cocodrilo y los trajes italianos. Al parecer, nunca llegué a comprender que ella me amaba.
Inclinó la cabeza, como si aún no pudiese creerlo.
—Durante un tiempo fue la esposa perfecta de un empresario. Cenas y cócteles. Planchaba mis camisas y preparaba mi café.
Sorprendida por la acritud de esas palabras, Laurel apoyó un brazo en uno de los elegantes postes tallados de la cama, y se sostuvo de ese modo. Esta mujer había compartido la vida de Jack, había conocido todas sus costumbres y sus caprichos. Y ahora había desaparecido para siempre.
—¿Qué sucedió?
—Ella deseaba compartir conmigo su vida. Yo amaba mi trabajo. Me encantaba el juego, el desafío, la velocidad. Yo estaba en la oficina hacia las siete y media. No volvía a casa la mayoría de las noches antes de las once, o la una, o las dos. Mi trabajo era todo.
»Evie comenzó a decirme que no se sentía feliz, que no podía vivir de ese modo. Pensé que estaba adoptando esa actitud obedeciendo a su capricho, que se mostraba pegajosa y egoísta, y que me castigaba porque yo trabajaba tan intensamente... lo que hacía precisamente para darle todas las cosas buenas de la vida.
El pesar le quemaba como ácido en la garganta, y se manifestaba en los ojos. Apretó el mentón para rechazar ese sentimiento, y se dijo que era indispensable que superase el pasado.
—Ya había salido a luz la primera historia de Sweetwater, y yo trabajaba como loco para cubrir por triplicado el trasero de la empresa. Apenas tenía tiempo para afeitarme o comer.
La tensión recorrió su cuerpo como el trueno, y sacudía los vidrios de las ventanas mientras las escenas se desplegaban en el recuerdo de Jack. Sus emociones se abalanzaban frenéticas, pues conocían el final, y estaban divididas entre la necesidad de proteger al propio Jack y la necesidad de castigar. Contuvo la respiración y cerró un puño, amenazando al frágil y antiguo encaje de la cortina.
—Una noche volví a casa de un humor terrible. Las dos de la mañana. No había comido en todo el día. No había nada en la cocina. Fui a buscar a Evie, deseando discutir con alguien. La encontré en el cuarto de baño. En la bañera. Se había cortado las venas.
—Dios mío, Jack —el brazo de Laurel se cerró sobre el pilar. Se llevó una mano a la boca para contener el grito que quería irrumpir, pero aún así las lágrimas comenzaron a fluir y a rodar por sus mejillas. A través de ellas vio a Jack debatirse con la carga de su culpabilidad. Sus anchos hombros afrontaron la situación, y temblaban visiblemente. A la luz del relámpago alcanzó a verle la cara y la boca deformada mientras él se debatía, con el mentón temblándole.
—La nota que dejó estaba llena de disculpas —dijo Jack, y la voz se le enronqueció y quebró. Se aclaró la garganta y consiguió esbozar una sonrisa amarga—. Jack, «lamento no haber logrado que me necesites». Jack, «lamento no haber conseguido que me ames». Lamentaba la incomodidad. Creo que lo hizo en la bañera para evitar el exceso de suciedad.
Esta vez, cuando sintió la urgencia, Laurel soltó el poste de la cama y se acercó a él.
—Jack, ella tomó su propia decisión —murmuró—. No fue culpa tuya.
Cuando ella comenzó a apoyar la mano sobre los tensos músculos de la espalda de Jack, él se retorció para alejarla y se volvió y la miró. Tenía los ojos ardientes de cólera y vergüenza, anegados en las lágrimas que él se negaba derramar.
—¡Al demonio con que no fue mi culpa! —rugió—. ¡Ella era mi responsabilidad! Yo debía cuidarla. Yo debía atenderla. Yo debía estar allí cuando me necesitara. Bon Dieu, ¡tanto hubiera valido que yo mismo le cortase las venas!
Se volvió y con un movimiento violento del brazo despejó una mesa recubierta por el mármol y envió al suelo una colección de figurillas de porcelana antigua. Laurel se estremeció al oír el ruido de la porcelana rota, pero no retrocedió.
—No podías saber que ...
—Es cierto, no podía saberlo —afirmó—. Nunca estaba en mi casa. Estaba muy atareado manipulando la eliminación ilegal de desechos tóxicos. —Echó hacia atrás la cabeza y rió con una especie de sardónico asombro—. Dios santo, soy un gran tipo, ¿verdad? ¿Eh? Un excelente compañero para ti, la Dama de la Justicia.
Ella apretó los labios y no dijo palabra. No podía perdonar lo que le había hecho a Tristar, porque además de ilegal era inmoral, pero tampoco sentía el ánimo necesario para condenarlo. Sabía lo que significaba verse atrapado por el trabajo, verse empujado por los demonios del pasado. Y sabía lo que el sentimiento de culpa podía determinar en una persona, los cambios que acarreaba, el sufrimiento que carcomía las entrañas.
—Jack, tu no la mataste, ella tenía otras alternativas.
—¿Sí? —preguntó Jack, con la voz tenue y temblorosa y la cara convertida en la máscara misma de la tortura—. ¿Y el niño que llevaba en su cuerpo? ¿Él tenía alternativa?
El dolor era tan cruel como siempre. Afilado como la hoja de afeitar que había acabado con el sueño de Jack, que era tener una esposa y una familia. Le había atravesado el corazón, y destruido lo que quedaba de su fuerza. Jack se volvió hacia el ventanal francés y se apoyó en él, que permanecía cerrado, apretando la cara contra el vidrio frío, llorando en silencio mientras la lluvia lavaba el otro lado del cristal, un líquido suave que todo lo barría y jamás tocaba al dueño de casa. Aún podía ver la cara del patólogo, y percibía la incredulidad en su voz.
—¿Quiere decir que ella no se lo había dicho? Ya llevaba casi tres meses...
Su hijo. Su posibilidad de expiar todos los pecados de su padre. Estaba allí, y había muerto antes de que tuviese siquiera la alegría de saberlo. Había muerto por culpa de Jack, lo mismo que Evie había desaparecido por culpa de su esposo.
No por primera vez pensó que él era quien hubiese debido abrirse una vena para sacrificar su vida.
Laurel le pasó los brazos alrededor de la cintura y apretó su mejilla contra la espalda de Jack, y sus lágrimas humedecieron el suave algodón de la camisa que él tenía puesta. Ahora podía verlo todo tan claramente... Jack, tan deseoso de demostrar su valía, trepando la pared de granito cortada a pico, enfrentándose a los obstáculos que pretendían llevarlo al fracaso. Y después, el derrumbe de todo, la caída, y el propio Jack aplastado por el peso de los restos. Seguramente había creído que ya tenía en la palma de la mano todo lo que siempre había deseado; y de pronto, se lo habían arrebatado, y todas las afirmaciones degradantes que su padre le había formulado ahora habían retornado para destruirlo.
Él la rechazó tan repentinamente, de un modo tan inesperado, que Laurel casi cayó. Tropezó con la mesa, y sus zapatos pisotearon una fortuna en porcelana destrozada. Jack se volvió hacia ella con la cara oscurecida por la cólera.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de mi vida! —le gritó en la cara—. ¡Sal de aquí antes de que también te mate a ti!
Laurel se limitó a mirarlo, y contempló el sufrimiento que se manifestaba en los ojos de Jack, los músculos y los tendones que sobresalían en su cuello, la agitación del pecho al respirar. Hubiera debido huir como alma que lleva el diablo. En su interior él estaba tan destrozado como cualquiera de las estatuillas que se habían convertido en polvo bajo los pies de la joven. Ella tampoco se sentía mucho mejor. Ciertamente, no tenía fuerza suficiente para dedicarse además a curar a ese hombre.
Hubiera debido huir desesperadamente. No lo hizo.
Se enamoró.
Él intentaba apartarla, no porque ella no le importase, sino porque le importaba demasiado; no porque él no sintiera, sino porque su propio corazón estaba muy maltratado. Que Laurel entregase su corazón a Jack no era una actitud inteligente ni oportuna. No era la decisión que ella habría adoptado con su mente lógica y práctica de abogada; pero la lógica nada tenía que ver en eso.
Ella afrontó el dolor y la furia de Jack levantando el mentón y mirándolo fijamente.
—¿Por qué tengo que irme?
Jack la miró atónito. Le pareció que podía sentir realmente el movimiento de los engranajes de su propia mente.
—¿Por qué? —repitió incrédulo. Se pasó las manos sobre los cabellos, giró en un círculo, la miró un momento más—. ¿Cómo puedes preguntar eso? Después de todo lo que te he dicho, ¿cómo puedes continuar aquí y preguntar eso?
—Jack, no mataste a tu esposa —dijo ella con voz suave—. Tampoco a tu hijo. Y a mí no me matarás. ¿Por qué tengo que irme?
—No puedo tenerte —murmuró Jack, más para sí mismo que para Laurel.
Ella se acercó a Jack; su mirada no lo abandonó ni por un instante. Laurel tenía los ojos anchos y azules como el cielo, y se posaban en Jack, y rozaban rincones de su corazón que eran tan delicados que él casi se echó a llorar. Laurel lo miró serena y valerosa, y murmuró:
—Sí, puedes.
Jack deseaba decirle que ella no entendía. Él no podía tenerla, no podía amarla porque no la merecía y porque todo lo que él siempre había deseado en definitiva lo perdía. A Jack no le convenía tanto sufrimiento, y no creía que pudiera soportarlo. Pero no dijo nada de todo eso. Las palabras sencillamente no se formaron en su boca.
Lo único que él atinó a pensar mientras contemplaba ese rostro sincero y angelical fue que deseaba abrazarla. Aunque fuese un momento. Durante lo que quedaba de la noche. Deseaba tenerla, besarla, y encontrar cierto consuelo en su cuerpo.
Usarla.
Se dijo que hasta el fin mismo sería un canalla. Era inútil luchar contra su auténtica naturaleza. Y no era como si él no se lo hubiese advertido.
No era como si él no la necesitara...
El anhelo se acentuó en el interior de Jack, y él extendió la mano para tocarla, para aliviar el dolor, para llenar el vacío de su corazón aunque fuese un momento. Le tocó la mejilla, y gozó de nuevo con la suavidad de la piel. Se agachó y saboreó los labios de Laurel, sorbiendo un sabor más calmante que el vino. Las palmas de sus manos enmarcaron la cara de Laurel. Sus dedos alisaron los cabellos oscuros suaves como la seda. Bebió de nuevo esa dulzura, y sus labios temblaron sobre los de Laurel.
Ella se apoyó en el cuerpo de Jack, tembló delicadamente en el contacto. Tan menuda, tan frágil, tan exquisitamente femenina. Suya... por el momento... por esa noche... para ser un recuerdo que él podría atesorar eternamente.
Laurel saboreó la sensación originada en la fuerza de los brazos que la rodeaban, la vulnerabilidad en el beso de Jack. Su piel vibró con la experiencia, tintineó con el levísimo roce de las yemas de los dedos, y las sensaciones vibraron a través de ella como un remolino de polvo de estrellas.
Afuera, la tormenta sacudió la noche con el sonido y la furia, pero en esa habitación todo era quietud, excepto los latidos de los corazones, la caricia de la carne sobre la carne. La bruma entró por la puerta abierta y se posó como rocío de plata, reluciendo sobre el suelo de madera cuando el rayo surcó el cielo; pero lo único que ellos sintieron fue la calidez que provenía de las necesidades interiores. Laurel suspiró ante la sabrosa intensidad de la sensación, y sufrió a causa de la fuerza de la emoción.
Todos los sentidos se habían acentuado. Todos los sentidos se veían satisfechos. La fragancia de la piel de Laurel. La dureza de los músculos de Jack. El sabor de las lágrimas, de la gentileza, del deseo. El sonido de la respiración contenida. El susurro de la pasión. El contraste de la piel clara con la oscura. El delicado encaje de las pestañas femeninas que descendían sobre la mejilla. Los planos y los ángulos del mentón de Jack, con la sombra de la barba. Laurel se sumergió en todo eso. Jack la sorbió codicioso, hasta que sintió que el corazón le desbordaba.
Él la tocó como un ciego que trata de ver con las yemas de los dedos, que traza el curso de las líneas y las curvas gentiles. Se abrieron los botones y la blusa de Laurel cayó al suelo, olvidada, lo mismo que la falda. Ella permaneció de pie encerrada en los brazos de Jack, la seda rosada sobre la piel rosada, el encaje de marfil sobre los senos marfileños. Él tocó todo reverente y tiernamente.
Con los dedos muy abiertos, él le acarició el mentón, la garganta, la curva de los hombros. Cerró la mano sobre los senos femeninos, y después dejó que ella descendiera, y de las costillas pasó a la cintura minúscula, y al sutil ensanchamiento de las caderas. La seda murmuró seductoramente cuando el calzón descendió. Siguió el encaje de marfil, dejando la mitad inferior de Laurel desnuda al tacto de Jack.
Al mismo tiempo que depositaba besos muy suaves sobre los párpados, sobre la línea del mentón, los dedos de Jack exploraron los lugares más sensibles, y los encontraron cálidos y sensuales como satén sumergido en miel, tan acogedores como habían sido los labios de Laurel. El botón del deseo femenino latió al contacto del pulgar, haciendo eco al corazón. Ella murmuró el nombre de Jack, y la necesidad traspasó a los dos.
Laurel creyó que gritaría ante la sensación de privación cuando él se apartó un poco, pero su mirada se clavó en la de Jack, y Laurel lo observó, jadeante y decidido, mientras se quitaba la camisa y la arrojaba a un lado. Él se quitó las botas; Laurel no las oyó caer. Toda ella centró su atención en el hombre cuando él se abrió los vaqueros. Debilitado por el tiempo y el uso, el vaquero descolorido formó un pequeño bulto a los pies de Jack.
El hombre estaba destinado a tener ese aspecto. Laurel concibió la idea en un pequeño y oscuro rincón de su mente que funcionaba con algo más o menos parecido al instinto. Los hombros anchos y las caderas delgadas. Los músculos tensos sobre los miembros elegantes. Jack permaneció de pie ante ella, totalmente despreocupado de sí mismo, total y bellamente excitado. Cuando él acercó la mano a Laurel, ella obedeció sin un segundo de vacilación.
No sería fácil amar a ese hombre. Él se había asignado a sí mismo la calificación de indigno, y la opinión que tenía de sí mismo estaba acuñada exclusivamente por referencia a sus defectos. Estaba dispuesto a apartar a Laurel en nombre de la consideración, a destrozar el corazón de la muchacha y decir que eso era obra del destino. Pero ella se acercaba a Jack. Iba hacia Jack y le ofrecía todo lo que ella era, todo lo que su corazón podía retener. Sin palabras. Sin ataduras.
La tomó en sus brazos como habría hecho un bailarín, y cayeron sobre la cama. Los resortes crujieron, las sábanas rozaron los cuerpos. La tormenta pasó en dirección a Lafayette, y el trueno resonó como el eco débil de los cascos de un caballo, y la lluvia silbó como el sonido del vapor.
Con un brazo curvado detrás del cuerpo grácil de Laurel, Jack se inclinó sobre ella y cerró los labios sobre el seno femenino. El pezón de Laurel despertó incitado por la lengua de Jack bajo la seda húmeda de la camisola, y él sorbió cálida y codiciosamente, arrancando a Laurel pequeñas exclamaciones excitadas.
Los dedos de Jack aferraron el borde de la prenda y tiraron hacia arriba. Sobre el vientre estremecido, sobre los hermosos montículos con sus botones rosados, y aún más alto. Ella permaneció acostada, y estiró los brazos sobre su cabeza. Jack llevó la camisola hasta las muñecas de Laurel, y la sostuvo así, pegada al colchón. Sus ojos se clavaron en los de Laurel, mientras con las rodillas le separaba las piernas y apoyaba sus caderas contra las caderas de la joven.
La respiración de Laurel aleteó en su garganta, no con miedo, sino con expectativa. Él jamás la lastimaría físicamente. Podía destrozarle el corazón —de eso ella no tenía ninguna duda—, pero Laurel le confiaba de hecho su cuerpo. Él era un ser caliente y duro, un macho sobre ella, y su expresión sombría era la máscara misma de la necesidad. Laurel se le ofrecía totalmente, se abría, con sus piernas rodeaba las caderas del hombre.
Y él la llenó. Lentamente. Un centímetro tras otro. Sus ojos clavados a los de Laurel. Ofreciéndole la esencia de su virilidad, recibiendo la acogida y el abrazo del guante caliente y tenso que era el cuerpo de mujer. Presionando cada vez más hondo, hasta que ella pronunció su nombre en una exclamación. Cuando la unión fue total, él apartó la seda y la atrajo en un abrazo abrumador.
Así continuó eternamente. Se hubiera dicho que no podía durar lo suficiente. Se movían al unísono, el cuerpo contra el cuerpo, las necesidades unidas, los corazones confluyendo. Escalando las cumbres del placer, elevándose desde una altura a otra aún más desconcertante.
Jack se perdió en la calidez, en la felicidad, en el bienestar que ella le ofrecía sin hablar. Se entregó al deseo y no pensó en el bien o el mal, sino únicamente en Laurel. Tan tierna y fuerte. Deseaba darle todo, ser todo para ella. Quería apretarla contra su corazón y no soltarla nunca. Ella llenaba el vacío que había en el interior de Jack, y disipaba el dolor, y lo inducía a creer por un momento que él podía recomenzar... con ella... tener una familia... alcanzar la paz... encontrar el perdón.
Pensamientos absurdos. Corazón absurdo. Pero por esta noche él se aferraría a estos pensamientos, como se aferraba a la mujer a quien él abrazaba, y aliviaría su alma dolorida con visiones de amor.
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