Capítulo 5
—¡Jesús es nuestro salvador!
—¡Jesús vive!
—Cristo —musitó Savannah cuando se detuvo bruscamente, se llevó una mano a la cintura y echó una ojeada a la escena que se desarrollaba a las puertas del local de Frenchie.
Los clientes ocupaban la galería y miraban hacia abajo, con los ojos fijos en una docena de personas que exhibían carteles con lemas tan inteligentes como «Hay que clausurar la Taberna de Frenchie. Hay que acabar con el pecado». Los manifestantes formaban un núcleo apretado al pie de la escalera, y trataban de armar una escena para beneficio de la cámara de un canal de televisión de Lafayette. Al mismo tiempo, entonaban sus lemas en un vano intento de ahogar la música pop que provenía del interior de la taberna.
En el centro de los virtuosos estaba el jefe de la pandilla, el reverendo Jimmy Lee Baldwin, resplandeciente en su blanco traje de verano. Su sonrisa revelaba una serie de fundas blancas por valor de dos mil dólares, mientras hablaba al periodista almidonado y de cuerpo menudo que parecía haber utilizado en su cabello suficiente spray como para perforar su propio orificio en la capa de ozono.
Jimmy Lee era un individuo de buena presencia. Las palabras que usaba habrían podido arrancar una sonrisa a los labios de Savannah si desde el principio ella no se hubiese sentido tan irritada. Superaba en dos o tres centímetros el metro ochenta, y otrora había sido esbelto y atlético, aunque desde los años transcurridos en que había practicado el baloncesto en el colegio secundario los músculos firmes se habían ablandado. Peinaba pulcramente los cabellos castaños, de modo que la atención del observador se concentraba en sus ojos, que eran del color del buen whisky, y en el deslumbrante trabajo de su dentadura, que destacaba su sonrisa como en un anuncio de goma de mascar
Aunque tenía apenas treinta y ocho años, las arrugas de la disipación estaban profundamente marcadas a los lados de los ojos castaños y alrededor de la boca que exhibía cierta debilidad. Entre los dientes y el bronceado, Jimmy Lee parecía un poco demasiado perfecto para ser realmente apuesto. Aunque nadie hubiera podido convencerlo de eso.
—¿Qué es esto? —preguntó Laurel, colocándose mejor las gafas. La visión de la camioneta blanca de la televisión le provocó automáticamente un acceso nervioso. El temor irracional ante la posibilidad de que hubiese llegado allí siguiéndole la pista atravesó su mente, pero ella lo apartó decidida con el arma imbatible del sentido práctico. Ella ya no era noticia.
—El reverendo Jimmy Lee Baldwin Salvador de las almas perdidas, proveedor de las bendiciones celestiales, jefe de la Iglesia del Camino.
—Jamás oí hablar de eso.
—No. Supongo que Georgia tiene sus propios cretinos religiosos. El reverendo apareció aquí hace unos seis meses y comenzó a reunir un rebaño. Ahora, tiene su propio programa de televisión que se trasmite por el cable local de Lafayette. Trata de convertirse en una figura importante en las filas de los televangelistas.
Savannah sacó un cigarrillo del bolsillo de la pechera y lo encendió, y aspiró largamente mientras contemplaba a Jimmy Lee a través de las gafas ahumadas. El gesticulaba como un poseso mientras comenzaba a renegar acerca de las perversidades de la iniquidad
—Vamos, nena —dijo Savannah entre una calada y otra al cigarrillo—. Necesito esa copa.
Laurel se dirigió a la puerta lateral, pues no deseaba atraer la atención sobre su persona atravesando la línea de manifestantes. Pero Savannah apuntó en línea recta a la acción, y la minifalda se balanceó entre sus muslos, y las caderas se menearon seductoras. Esbozó un gesto con la cabeza, y mientras caminaba se pasó la mano libre sobre los cabellos largos y desordenados. Parecía un anuncio destinado a exaltar las bondades del sexo frívolo y la vida decadente. Laurel contuvo un gemido y la siguió Las dificultades siempre habían sido como un imán para Savannah, y ahora se acercaba a este embrollo con una sonrisa astuta en la comisura de los labios.
Su aproximación no pasó inadvertida. Casi inmediatamente un coro de vivas desordenados y silbidos lobunos brotó de los hombres de la galería. Del grupo que participaba en la protesta, el periodista la vio primero y movió la cabeza mientras sostenía el micrófono frente al reverendo Baldwm. Con el codo tocó al de la cámara, que desvió la lente en dirección a Savannah. El reverendo Baldwin se interrumpió en mitad de su discurso, sin duda irritado porque interrumpían ese momento en que él ocupaba el centro de la escena. Pero reaccionó prontamente, y actuó para volcar la situación en su favor.
—¡Hermana, hermana, conviértete! —gritó con acento dramático, extendiendo la mano hacia Savannah, y Laurel se preguntó cínicamente qué parte del gesto era voluntad de salvación y qué parte era pura charlatanería—. Qué Cristo venga para saciar tu sed.
Savannah se detuvo apenas a quince centímetros del reverendo, inclinó la cabeza y le sopló en la cara el humo del cigarrillo.
—Querido, si él aparece en los próximos cinco minutos con una jarra de bebida, de buena gana le permitiré que sacie mi sed. Entretanto, Frenchie puede ser igualmente eficaz.
Envió un beso a la cámara mientras el grupo que estaba en la galería reía y aullaba y brincaba sobre las tablas del suelo, y los manifestantes convertidos en espectadores se dividían como el Mar Rojo para permitirle que llegase a la escalera. Laurel trató de apretar el paso detrás de su hermana antes de que los fieles cerrasen filas de nuevo, pero Baldwin la aferró del brazo.
—Vuelve a Dios, joven. Encuentra el Camino. ¡Permite que el Señor sacie con la convicción y la virtud la sed de tu alma!
Laurel lo miró, y sus cejas oscuras se unieron en un gesto irritado. No tenía paciencia para la gente como Jimmy Lee Baldwin. Los televangelistas en su opinión estaban incluso por debajo de los desacreditados vendedores de automóviles usados, pues era gente que exprimía a los pobres y los ancianos los limitados fondos que aún tenían, vendiéndoles el tipo de salvación que Dios ofrecía gratis en la Biblia. No había acudido allí buscando pelea. En realidad, hubiera dado cualquier cosa para pasar inadvertida en medio de la gente. Pero no estaba dispuesta a permitir que se la utilizara. Respiró hondo y sintió en su fuero íntimo que se avivaba el fuego que antes había contenido.
—Señor Baldwin, tengo mis propias convicciones —dijo, sonriendo por dentro mientras él erguía la cabeza y la miraba, como si Laurel hubiese sido una muda que de pronto recobraba el habla. No había previsto que ella le respondería—. Y todas son más importantes que la venta de bebidas alcohólicas en un establecimiento autorizado.
Jimmy Lee se repuso admirablemente de la impresión.
—Hermana extraviada, ¿perdonas el pecado de la bebida? Que el Señor te compadezca.
—Si no estoy equivocada, Cristo fue quien transformó el agua en vino durante las bodas de Caná. Juan, Capítulo 2, versículos 1-11. Reverendo, en sí mismo el licor no es malo, son malos los actos absurdos cometidos por los que abusan. Y el alcoholismo es una enfermedad, no un pecado. Quizá Dios deba compadecerse de su alma por sugerir otra cosa.
Él le mostró los dientes blanquísimos en lo que podía pasar por una sonrisa en el vídeo, y sus dedos apretaron el antebrazo de Laurel, expresando de ese modo su irritación.
—He venido aquí únicamente en la calidad de un soldado de Dios, en la guerra por salvar las almas de los hombres. Nuestros campos de batalla son los focos de la iniquidad, donde se aprovechan las debilidades de los hombres para ganar dinero.
—Si usted está interesado únicamente en salvar las almas de los hombres, quizá debiera quitarme de encima la mano —dijo secamente Laurel, desprendiéndose del apretón de Baldwin—. Con respecto a aprovechar las debilidades de la gente para ganar dinero, me interesan más los manejos de las limosnas solicitadas por los predicadores de la televisión. Me agradaría saber qué tendría que decir al respecto el Señor.
Mientras el público de la galería prorrumpía en vivas, Baldwin enrojeció bajo el bronceado artificial. Se le endureció la boca, y los ojos irritados por el whisky, que unos momentos antes relucían con la luz de la bienaventuranza, se endurecieron como si hubieran sido de ámbar. Se apartó un paso de Laurel, como admitiendo la derrota por lo que a ella se refería. La joven le dirigió una última mirada cargada de dureza y comenzó a buscar los peldaños de la escalera; pero el periodista se le adelantó, y Laurel quiso evitar la luz de la lámpara que un ayudante sostenía en alto detrás del cámara.
—Señorita, Doug Matthews, de KFET TV, ¿puede indicarme su nombre?
Los recuerdos de otros tiempos y otras cámaras asaltaron la mente de Laurel. Los periodistas presionándola, aullando y brincando como una manada de lobos. Preguntas, acusaciones, comentarios tortuosos arrojados desde todos los ángulos como dardos.
—No —murmuró, tratando de rechazar la tensión que de pronto le oprimía el pecho—. No, por favor, déjenme en paz.
Savannah descendió desde la galería y apartó la lente de la cámara.
—Querido, deje en paz a mi hermana —dijo, con la mirada fija en el periodista—, porque de lo contrario le quitaré ese pequeño micrófono y se lo meteré en el culito.
Aullidos y gritos llegaron desde el grupo de clientes de Frenchie. Las exclamaciones recorrieron al grupo de creyentes mientras las hermanas Chandler ascendían de prisa los peldaños y se refugiaban en el bar. Jimmy Lee se apartó de sus propios partidarios, arrastrando consigo a Doug Matthews y agradeciendo a Dios el hecho de que el periodista fuera uno de sus compinches, un compinche con secretos acerca de sus costumbres sexuales que él no deseaba que se difundieran por la radio o la televisión.
—Arregle esa grabación, o yo le romperé el micrófono en la cabeza a esa mujer —susurró inclinándose sobre Matthews, que se había puesto intensamente pálido.
Doug Matthews lo miró con dureza, tratando de ofrecer una exhibición simbólica de integridad periodística, mientras se alisaba cuidadosamente los cabellos rubios con la mano.
—Jimmy Lee, todo esto es noticia.
—También lo es que a usted le agradan los jóvenes bien parecidos. —Su mirada se volvió hacia el grupo de fieles desconcertados, que caminaban por el estacionamiento con la impresión de que su desfile se había visto frustrado—. Esto tiene que ser el lanzamiento de mi gran campaña contra el pecado. Y no permitiré que una falda corta con gafas de carey me derrote. Tome esa grabación, y córtela y pegúela hasta que yo parezca el verdadero Cristo perdonando a María Magdalena —Aferró de la camisa a Matthews, rugiendo feroz—. ¿Ha entendido, Dougie?
Matthews esbozó un mohín y se frotó el lugar dolorido, y se arregló cuidadosamente la corbata color turquesa.
—Sí, sí, lo he entendido. De todos modos, quisiera saber quién es.
Jimmy Lee se frotó los nudillos contra el mentón, y clavó la mirada en la puerta por donde habían entrado las dos mujeres.
—Hermana —murmuró, y los aceitados engranajes de su mente chirriaron como aspas de molino—. La hermana de Savannah Chandler. —De pronto recordó, y se le iluminó bastante el rostro, mientras comenzaban a afirmarse las simientes de un plan—. Laurel Chandler.
—Pobre Jimmy Lee —dijo Savannah sin simpatía mientras pasaban al interior fresco y oscuro del local de Frenchíe—. Solamente quiere limpiar al pueblo de impurezas, inmoralidades y comportamientos obscenos. Es un experto de primera clase en comportamientos obscenos —Se acomodó las gafas ahumadas sobre la nariz, miró a Laurel y sonrió con picardía—. Y debo saberlo, porque yo me acosté con él.
—¡Savannah!
—Oh, nena, no te escandalices así. —Sonrió mientras paseaba la mirada por el salón buscando el lugar apropiado para descansar—. También los predicadores tienen necesidades. Y te diré una cosa, a Jimmy Lee le agrada que le calmen la picazón apelando a los modos más ingeniosos.
Caminó con paso vivo hacia una mesa, sintiéndose un poco mezquina y un poco reivindicada. Cooper la había sacudido, y eso no le agradaba en absoluto. Obligar a Jimmy Lee a hacer el papel del tonto venía a compensar un poco la escena en el local de madame Collette. Y para decir la verdad, impresionar a Laurel era el resto. Laurel, una muchacha tan buena. Laurel, la brillante ciudadana. Laurel, la niña perfecta. Le hacía bien que de tanto en tanto la desconcertaran. Que supiera cómo vivía la otra mitad. Que pensara. De no ser por la gracia de Dios y Savannah
La gente del bar la saludó como a una heroína triunfal, y la llamaba, y brindaba por ella. Una sensación de calidez e importancia la recorrió. Ese era su ambiente. Esa era su gente, por mucho que les desagradara a Vivian y a Ross. Aquí se la apreciaba. Sonrió y saludó con la mano, con el gesto abarcador y regio de una reina de la belleza.
—¡Eh, Savannah! —gritó Ronme Peltier desde la mesa de billar, donde estaba de pie, apoyado en su taco—. Caramba, vaya lengua que tienes en esa boca, muchacha.
—Eso me han dicho, querido —observó ella con expresión sugestiva.
Él sonrió y desplazó el peso de su cuerpo, y la tela de sus vaqueros mostró un abultamiento muy atractivo entre las piernas, mientras él enganchaba el pulgar en el bolsillo
—¿De veras? Bien, ¿por qué no te acercas aquí, jolie fille, y me enseñas?
Savannah inclinó la cabeza a un costado y se echó a reír, al mismo tiempo que apreciaba detenidamente los encantos del hombre. Ronme era corpulento donde importaba y un sujeto avispado, y ella se sentía cada vez más audaz. Conroy Cooper podía irse al infierno. Ella acababa de encontrar un divertido muchacho cajun con quien jugar. Leonce Comeau giró en su taburete, frente al mostrador, y deslizó la mano sobre la espalda de Savannah cuando esta pasó cerca.
—Eh, Savannah, ¿cuándo te casarás conmigo? ¡No puedo vivir sin ti!
Ella lo miró astutamente por encima del hombro, y mentalmente se estremeció ante la grotesca cicatriz que dividía la cara del hombre, la línea larga, reluciente y rosada que comenzaba y terminaba en extraños nudos de carne.
—Leonce, si no puedes vivir sin mí, ¿cómo es que no estás muerto?
—¡Ay, ay, ay! —Él se llevó las manos al corazón como si ella le hubiese disparado con un arma de fuego, y una gran sonrisa se dibujó en la cara barbuda—. ¡Perra cruel!
Laurel observaba todo el episodio con el corazón oprimido y una sensación de vacío en el estómago. La desgarraba ver ese lado de su hermana, la seductora, la perra. Savannah podía ofrecer al mundo mucho más que su audacia sexual. O bien antaño habría podido ofrecerlo. Antes había sido una mujer llena de promesas, llena de esperanzas, los ojos luminosos ante las posibilidades que la vida le ofrecía. Otrora...
—¿Quieres un palillo de dientes, Tite chatte?
La voz era inconfundible. El whisky y el humo y una visión de negras sábanas de satén. El cuerpo de Laurel respondió rápida y automáticamente a esas palabras dichas de prisa, por insensatas que fuesen. Él hubiera podido decir cualquier cosa con esa voz y ella temía que su reacción habría sido la misma, una aceleración instantánea, una oleada de calor, la disminución de la capacidad pulmonar. La respiración de ese hombre era cálida sobre la mejilla de Laurel, y ella miró alrededor, maldiciéndose a causa de su propia debilidad.
—¿Por qué querría un palillo de dientes? —preguntó Laurel indignada, segura de que él se estaba burlando.
Jack sonrió ante el chispazo de malhumor que surcó los ojos azul oscuro. De ese modo mejoraba mucho el panorama de tristeza y culpabilidad que había percibido un momento antes. Durante un instante ella había parecido una niña perdida, y el efecto de esa impresión había golpeado a Jack como si un camión le hubiese pasado por encima. Se dijo que no era que en realidad ella le importase. La señorita Laurel Chandler no era su tipo, ni cosa que se le pareciera. Era demasiado seria. Demasiado obsesiva. Le agradaban las jóvenes que preferían la diversión. Un temperamento alegre, una agradable sesión de cama, y sin ataduras. Laurel Chandler era un tipo completamente distinto de hembra, como lo demostraba el modo en que había convertido en carne picada a Jimmy Lee Baldwin.
—Caramba, querida, para limpiarse de los dientes los pedacitos de Jimmy Lee —dijo—. Sí, usted lo masticó y lo escupió. Recuérdeme que no debo molestarla.
Ella frunció el entrecejo, y pareció muy atractiva detrás de esas gafas de mujer estudiosa.
—Señor Boudreaux, usted ya me molesta.
—Entonces, ¿por qué no me permite invitarla a beber una copa, y así podremos arreglar nuestras diferencias? —propuso, sonriendo e inclinándose un poco más de lo debido.
Ella acentuó el entrecejo, pero no retrocedió.
—Prefiero estar en paz, muchas gracias —dijo Laurel con actitud puntillosa, evitando esos ojos oscuros que habían conseguido penetrar ya una vez sus defensas construidas con tanto cuidado. Ella fijó su mirada en un hoyuelo de su interlocutor, e hizo lo posible para ignorar su estridente atracción sexual.
—Pues bien, en ese caso, querida, ha llegado al lugar equivocado.
Él le pasó el brazo sobre los hombros y la empujó hacia el mostrador, sin prestar la más mínima atención a sus deseos. Ella tenía el cuerpo rígido, y se resistía a la presión y al deseo de acomodarse gratamente sobre el cuerpo de ese hombre.
Ella lo miró de reojo, evitando examinar demasiado de cerca la invitación. Jack se había puesto una maltratada gorra de béisbol negra, con una leyenda bordada delante. Un rubí rojo sangre estaba aplicado al lóbulo de la oreja izquierda. La camisa hawaiana estampada estaba completamente abierta, y dejaba ver una ancha extensión de pecho bronceado, los músculos marcados apenas cubiertos de vello negro y un vientre que parecía duro como una tabla. Una línea de vello de aspecto sedoso circundaba el ombligo, como un signo de interrogación, y desaparecía en el fondo de los vaqueros descoloridos, como invitando a los ojos femeninos cargados de curiosidad a preguntarse qué había un poco más lejos.
Sintió en el vientre algo tibio y prohibido, desvió la mirada y se acomodó las gafas, en un intento de evitar el sonrojo que tiñó inmediatamente sus mejillas.
Se dijo que de ningún modo él era su tipo. No era la clase de hombres a los que ella generalmente permitía que la tocasen. No era la clase de hombres con quienes solía relacionarse. Tenía la aureola de un gato montes duro y carismático, medio salvaje, acostumbrado a la lucha callejera, e igualmente capaz de combatir a otros gatos salvajes y de obtener los favores de una dama. Bien, a ella no la seducía. Permitía que él la empujase hacia el mostrador, porque no quería ver a Savannah seduciendo a los jugadores de billar
—¡Eh, Ovide!—gritó Jack—. ¿Por qué no traes una copa para nuestra pequeña tigresa?
Laurel se sonrojó de nuevo al oír el nombre y se acomodó sobre un taburete, imaginando que por lo menos de ese modo se vería libre del contacto con Jack Boudreaux. Se equivocaba. Él permaneció de pie al lado, con el brazo enganchando a Laurel, flojo pero posesivo. Peor que estar de pie al lado, ahora ella se encontraba en el mismo nivel y él no vacilaba en acercarse más y murmurarle al oído.
—Ése es Ovide —dijo, con la voz tan grave e íntima como si murmurase palabras de seducción. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo puso entre los labios de ella—. Frenchie Delahoussaye, el hombre a quien usted estuvo defendiendo allí afuera.
El hombre que atendía el mostrador estaba al final de la sesentena, era bajo y robusto, tenía los hombros caídos y podía decirse que carecía de cuello. Era calvo como una bola de billar, tenía patillas grises a los lados de la cabeza y mechones de vello que le brotaban de las orejas. Un montón de ensortijado vello gris brotaba por la abertura de su camisa, y un grueso bigote le cubría el labio superior y descendía por la comisura de la boca. Las cejas eran tan espesas que parecían mechones de lana de acero pegados a la frente. Se hubiera dicho que era una nutria que había adoptado la forma humana como por arte de magia. Se movía con gestos decididos aunque lentos detrás del antiguo mostrador de madera lustrada, y llenaba jarros altos con la cerveza que caía de un grifo.
En cambio, la mujer que estaba detrás del mostrador se movía con la velocidad de la luz, y llenaba vasos, y entregaba un paquete de cigarrillos, y ordenaba un plato de guiso por la ventana que comunicaba con la cocina. Era más joven que Ovide, aunque no mucho, y su cara estaba poblada de arrugas que se acentuaban alrededor de los ojos y la fina boca, pintada de naranja para hacer juego con los cabellos. Su piel tenía el aspecto correoso del fumador permanente. Formaba una especie de lámina densa y brillante contra los huesos del cráneo, y destacaba todavía más los grandes ojos oscuros que sobresalían en sus órbitas como si ella sufriese una suerte de sobresalto perpetuo. A pesar de su evidente edad, aún era menuda, pero el cuerpo era duro y fibroso bajo los ajustados vaqueros que se atenían a la moda de los años setenta, y la camisa de satén azul eléctrico.
Arrancó las dos jarras de las manos de Ovide, y depositó una en el mostrador, frente a Laurel, al mismo tiempo que reñía a Frenchie.
—¿Qué te pasa, Ovide? Jack no quiere cerveza.
Sacó una botella de Pearl del congelador, y la destapó mientras con la otra mano se apoderaba de un trapo y enjugaba un hilo de agua que manchaba el mostrador, al mismo tiempo que hablaba a toda velocidad.
—Cher, Ovide no sabe quién es quién y cuál es cuál, con toda la charla de ese predicador que se ha instalado frente a nuestra puerta. —Respiró hondo y dirigió una mirada al cielo, una mirada que más parecía de irritación que de súplica—. Bon Dieu, ¿adónde vamos a parar cuando gente como Jimmy Lee pretende hacerse pasar por religiosa? ¡Es algo de locos! Es doloroso verlo.
Enarcó el entrecejo muy maquillado en dirección a Jack, y le regañó porque no tenía modales, como si él hubiera podido intercalar siquiera una palabra.
—Y bien, Cher, ¿me presentarás a la belle femme, o qué?
Jack echó hacia atrás la cabeza y rió, y su brazo se cerró automáticamente alrededor de Laurel. Ella cesó de respirar cuando su seno entró en contacto con el costado del hombre.
—T-Grace —anunció— te presento a la señorita Laurel Chandler, Laurel, esta es T-Grace Delahoussaye, la mano derecha, la mano izquierda y el megáfono de Frenchie.
T-Grace castigó a Jack con el trapo húmedo, pero mantuvo la atención concentrada en Laurel.
—Chere, usted le dijo algunas cosas inteligentes a ese animal de Jimmy Lee.
—La señorita Chandler es abogada, T-Grace —dijo Jack, y el comentario indujo a T-Grace a retroceder un poco y mirar a Laurel con aire dubitativo, como si Jack hubiese anunciado que ella venía del espacio exterior.
Laurel se movió incómoda sobre su taburete y trató en vano de alisar discretamente alguna de las arrugas de su blusa.
—En este momento no ejerzo —dijo—. Estoy en la ciudad para visitar algunos parientes.
T-Grace, que creía ser el foco de la murmuración local, sabía exactamente en qué punto estaba Laurel. Había leído todas las reseñas locales del importante caso que había paralizado la carrera de fiscal de Laurel Chandler. Miró con ojo crítico a la muchacha, ya decidida a simpatizar con ella a causa del modo en que había enfrentado a Baldwin. También conocía muy bien a Savannah Chandler, y hubiera podido formular un comentario agrio acerca de esa mujer, pero esta petite fleur parecía una persona muy distinta de su hermana. ¿Y no era interesante el modo en que Jack abrazaba a la joven, cuando no se trataba de una mujer de formas ampulosas ni de una estúpida? Algo se cocinaba allí, y la muchacha no parecía precisamente entusiasmada, otra novedad para Jack, que generalmente lograba que todas las mujeres cayesen a sus pies.
—Ovide está muy nervioso por este asunto de «Acabar con el Pecado», y el predicador, y todo el resto —dijo T-Grace, mientras recibía una bandeja de vasos vacíos de manos de una camarera y se volvía para depositarlos cerca del fregadero del bar.
Laurel miró al impasible Ovide, que estaba de pie al lado de su esposa, sirviendo en silencio las copas y alineándolas en el mostrador para su distribución. O T-Grace tenía poderes mentales, o los estados de ánimo de ese hombre eran demasiado sutiles y los ojos humanos normales no conseguían percibirlos.
—Usted dijo algunas cosas bastante fuertes, que pueden hacer pensar a un hombre, ¿verdad? —Emitió un rezongo y con el trapo espantó una mosca que se había posado sobre el mostrador—. Suponiendo que ese Jimmy Lee sepa pensar. Como siempre está muy atareado hablando, no le queda mucho tiempo para pensar. Entonces, ¿usted será nuestra abogada, chere, o qué? —preguntó audazmente, cruzando los brazos sobre el busto en un gesto impaciente mientras aguardaba la respuesta.
Laurel contuvo una exclamación, asombrada por la pregunta. La idea era ridícula. Allí en Bayon Breaux ella no era abogada; era nada más que Laurel Chandler. La idea de que podía ser ambas cosas era lo que estaba más alejado de su mente en ese instante. Había venido para descansar, para reponerse, no para reaunudar la lucha.
—Oh, no —dijo, sacudiendo nerviosamente la cabeza, y clavando los ojos en la espuma que se condensaba sobre la cerveza de su vaso—. Lo siento, señora Delahoussaye. He venido aquí solo a pasar mis vacaciones. Estoy segura de que hay muchos abogados locales que de buena gana la representarán.
T-Grace resopló y miró a Jack.
—Son menos de los que deberían ser.
Él frunció el entrecejo y retiró de sus labios el cigarrillo sin encender para gesticular con él.
—Ya te lo dije T-Grace, no podría aunque quisiera. Además, no necesitas abogado. Jimmy Lee no es más que una molestia. Ignóralo y se marchará.
La mujer mayor lo miró con dureza, y la ficción de una broma desapareció totalmente de los ojos oscuros saltones, de modo que ahora parecía un ser anciano, pero duro como cuero de bota.
—Las dificultades no se resuelven solas, cher. Lo sabes tan bien como yo, ¿verdad que sí?
Laurel observó interesada el diálogo. La mueca de muchacho díscolo de Jack se había desvanecido y se había convertido en esa mirada dura e intensa que ella había entrevisto la noche anterior. Una mirada que decía claramente a T-Grace que retrocediera, una mirada que habría llamado la atención de la mayoría de los hombres adultos. T-Grace no le dio mucha importancia, y se apartó de él. Miró de reojo a Laurel mientras retiraba del congelador un par de botellas y las destapaba.
—Chere, ¿por qué lleva esas gafas tan grandes? ¿Está disfrazada, o qué?
Fue a ejecutar una docena de tareas simultáneas antes de que Laurel pudiese responder. Ella se acomodó mejor las gafas sobre la nariz y frunció el entrecejo.
—Querida, no es un disfraz muy eficaz —dijo Jack.
—No puede compararse con el suyo —replicó Laurel. La mejor defensa era una buena ofensiva. No le agradaba que leyeran tan fácilmente lo que pensaba, y no deseaba conversar con Jack Boudreaux acerca de los motivos que la inducían a hacer algo. Ciertamente, no estaba dispuesta a permitir que él esquivase las preguntas.
—¿El mío? —se burló. Sacudió la cabeza, bebió un largo trago de cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Aquí no hay disfraces. Querida, lo que usted ve es lo que hay.
La picardía había regresado, iluminándole los ojos, curvando las comisuras de los labios, ahondando esos oyuelos en las mejillas. Él se inclinó un poco más y deslizó la mano sobre el final de la espalda de Laurel. Los dedos la acariciaron a través del fino algodón de la blusa, dibujando perezosos círculos que originaron en ella una lluvia de chispas.
—Le agrada esta promesa, ¿verdad? —habló Jack, inclinándose todavía más, los labios rozando apenas la oreja de Laurel. Laurel se estremeció, y contuvo la exclamación cuando la mano del hombre se deslizó bajo el borde de la ancha blusa.
—No —dijo ella enfáticamente, apartándolo de un manotazo. Le dirigió una mirada que hubiese enfriado a hombres más audaces, y rechinó los dientes cuando el se limitó a sonreírle—. No trate de cambiar el tema.
—No lo intento. Nosotros somos el tema. Pero querida, trata de concentrarte en la conversación.
—Cuando el infierno se congele.
—Bien, el demonio sentirá un escalofrío muy pronto, uno de estos días.
Ella lo miró con la frente arrugada, rechazando la tentación de sentirse halagada o divertida.
—¿Está seguro?
—Oh, absolutamente —susurró Jack, los ojos oscuros bailándole.
Su intención era evidente. Por razones que Laurel ni siquiera atinaba a sospechar, estaba decidido a conquistarla. Probablemete porque era la única mujer en su territorio a quien aún no había dominado. Su arrogancia era asombrosa.
Pero más asombrosa era la intensa sensación de excitación que sus palabras, su contacto, su proximidad provocaba en ella. Nunca había sentido nada por el estilo, ni siquiera con Wesley, el hombre con quien se había casado. Pero su relación con Wes se basaba en cosas más importantes que el sexo. El sexo había sido siempre el tema de menor importancia entre ellos. Se dijo que ésa era probablemente la razón por la cual reaccionaba con tanta intensidad ante Jack Boudreaux. Era una sencilla cuestión de necesidades físicas ignoradas durante mucho tiempo, y de la presencia de un hombre apuesto muy interesado en corregir la situación.
—Usted piensa demasiado, querida —dijo Jack, devolviendo el cigarrillo a los labios. Ella era transparente como el cristal, y en su mente estaba elaborando una excusa lógica para explicar la atracción física que los unía como un arco eléctrico. Él le acercó más el vaso—. Beba. Páselo bien. Alégrese.
Laurel pensó: La filosofía de ese hombre en pocas palabras. Se preparaba para formular su opinión al respecto cuando a su derecha apareció Savannah, enroscada como una enredadera alrededor del cuello de su Hombre Prehistórico.
—Nena —musitó, con la mirada hambrienta clavada en el jugador de billar mientras le acariciaba el pecho con la palma de la mano—. Ronnie y yo tenemos planes para esta noche.
Parecía borracha, aunque no habían estado en el bar el tiempo necesario para llegar a eso. Borracha de excitación. Borracha de la necesidad de sexo. Laurel suspiró y bajó los ojos, y no la animó ver que aparecía la rodilla desnuda de Savannah que se elevaba y acariciaba la pierna musculosa de Ronnie.
—¿Y la cena? —preguntó casi enseguida.
—Oh... comeremos después. —La pareja de futuros amantes rió de buena gana, y remató el chiste con un beso, las bocas abiertas que se reunían durante unos instantes, las lenguas que se buscaban. La mano de Ronnie descendió por la espalda de Savannah y se detuvo en el trasero de la joven, y ella gimió profundamente.
—Magnífico —murmuró Laurel, volviéndose para contemplar su cerveza, que estaba intacta—. ¿Y cómo volveré a casa?
—Llévate el automóvil. —Las llaves cayeron sobre el mostrador con un repiqueteo—. Yo me arreglaré muy bien.
Otra serie de risas maliciosas. Laurel sacudió la cabeza.
Savannah vio el gesto mirando de reojo. Suspendió durante un instante su actitud complaciente con Ronnie y volvió la cabeza para afrontar el peso de la desaprobación de su hermana.
—Nunca digas de esta agua no he de beber —afirmó intencionadamente, olvidándose del amor, del estado de fragilidad de Laurel y de su propia promesa de ayudar a su hermanita a resolver la situación. En ese momento, sus necesidades eran lo único que le importaba, y lo que más necesitaba era desnudarse en compañía de Ronnie Peltier y olvidar completamente a su hermana buena y a Conroy Cooper y el deseo de ser lo que no era—. Relájate, Laurel. Diviértete un poco, para variar. Vamos, Ronnie, querido —agregó, desprendiéndose de él y llevándolo de la mano, como si hubiera sido un corcel de pura sangre—. Vamos.
Laurel no se volvió para verla salir. Permaneció sentada contemplando su bebida, el llavero de Savannah con el pequeño caimán de caucho que colgaba atado por la cola. El caimán miró a Laurel, las fauces abiertas, con un minúsculo botín en su lengua roja. Debía ser una broma, pero Laurel no sentía deseos de reír. No había nada divertido en que la gente desapareciera tragada... por los caimanes o por sus propios demonios.
El nivel de ruido del bar de pronto pareció elevarse, el repiqueteo de los vasos, el ruido del tocadiscos, los sonidos de las voces de la gente de pronto fueron demasiado altos para los oídos de Laurel. Se apoderó de las llaves y se apartó del bar.
Afuera, los que protestaban se habían retirado y con ellos también se había marchado la camioneta de la televisión. No había rastro de Savannah ni del forzudo Ronnie. En el bayou, alguien estaba pescando entre las plantas acuáticas que flotaban en el agua, cerca de la orilla opuesta. El cielo que antes mostraba un hermoso azul claro, ahora estaba surcado por nubes que venían del Golfo. El viento también era más intenso, y sacudía las hojas de un árbol que crecía al borde del estacionamiento, y las movía de un extremo al otro.
Laurel estuvo un rato junto a la puerta del Corvette mirando hacia el bayou, preguntándose si había cometido un error al volver a ese lugar. El tiempo que había pasado lejos de la región en cierto modo había suavizado los recuerdos acerca de la inclinación de Savannah hacia la autodestrucción. La atracción ejercida por las caras conocidas había desplazado a la posibilidad de que retornaran los viejos dolores, el antiguo sentimiento de culpa.
—Nena, no tienes la culpa.
—Pero él no me lastima.
—Tienes suerte, y yo no, eso es todo. Además, jamás permitiría que él te lastimase. Antes lo mataría.
—Matar está mal.
—Muchas cosas están mal. Eso no impide que la gente las haga.
Se llevó una mano a la nuca y se la frotó para aliviar la tensión. Hubiera debido permanecer en su casa, en la silenciosa reclusión del patio de Belle Riviere. Tal vez hubiera debido convencer a Savannah de que permanecieran allí, y continuarían en ese lugar en el momento en que la tarde se dirigía hacia el atardecer; habrían permanecido allí bebiendo té helado y descansando en las mecedoras, sin hablar de nada importante. O ella podría haber persuadido a su hermana de la conveniencia de salir a hacer compras. Todo habría sido mejor que este resultado.
Los si por lo menos se apilaban uno sobre el otro, agrandando el montón que ella había comenzado cuando era niña, del mismo modo que el coral vivo se deposita sobre el muerto y va formando un arrecife. Las capas inferiores estaban cargadas de remordimientos, endurecidas por la culpa. Si por lo menos ella hubiese impedido que papá saliese al campo ese día... Si por lo menos hubiese logrado que mamá comprendiese la verdad... Si por lo menos hubiese logrado que el fiscal general creyese...
Si por lo menos ella no fuese un ser tan impotente, tan débil...
Inclinó la cabeza y cerró los ojos un momento. Cuando los abrió de nuevo, estaba mirando la pedalera del Corvetee —los tres pedales— y otra oleada de impotencia la abrumaba. Nunca había aprendido a conducir ese tipo de transmisión.
—Vamos, querida —dijo Jack que apareció en ese momento a su lado. Se apartó, pero no antes de que Jack le quitase las llaves separándolas de los dedos inertes. Las arrojó al aire recogiéndolas con una mano, y sonrió como un pirata—. Vamos a pasear.
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