Fisiología del Alma



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Pregunta: A través de vuestras explicaciones, dejáis traslucir que el tabaco se transforma en una entidad tan objetiva que hasta parece poseer fuerza física. ¿No es así?

Ramatís: Realmente, ¡el tabaco es una entidad subvertida, que la mayor parte de la humanidad vive alimentando diaria­mente! La sirve dócilmente en su exigencia devoradora, tribu­tándole culto y sacrificio por medio del humo fétido e irritante, a través de las vías respiratorias. El tabaco se torna, pues, en cerebro, en comandante y señor que, a través de varios ardides hipnóticos, como el cigarro, la pipa, el puro o la pitillera lujosa, satisface la negligencia viciosa y la vanidad humana, pero que actúa de modo subrepticio e impone su propia fuerza sobre la mecánica fisiológica de los fumadores. Aunque muchas personas afirmen que fuman por un inofensivo entretenimiento, son raras aquellas que consiguen librarse de la obsesión del tabaco que, imperiosa y mórbida, comanda su automatismo biológico y sus decisiones mentales.

Pregunta: Creemos que el vicio de fumar no es tan degradante ni pervierte tanto como el vicio del alcohol o de los en­torpecedores, que llegan hasta modificar el aspecto de la fisono­mía y armonía humanas. ¿No es verdad?

Ramatís: No estamos en desacuerdo con vuestras considera­ciones; pero recordamos que el vicio del tabaco proviene de una raza atrasada, desconocedora de los sistemas de vida civilizada y sin credencial superior del espíritu humano, como eran los indios de la América Central, que los invasores españoles encon­traron en las adyacencias de Tabaco, provincia de Yucatán. La Historia os narra que las naves de Cristóbal Colón, de vuelta de su segundo viaje a las nuevas tierras, llevaron muestras de tabaco a España. Más tarde, Monseñor Nicot, entonces Embajador de Francia en Portugal, obtuvo semillas de tabaco en los jardines del reino portugués y las plantó en su huerta, en los terrenos de la embajada. De ahí, pues, la denominación de "nicotina" dada a la principal toxina existente en el tabaco, en memoria de Monseñor Nicot. Poco a poco, el hábito de fumar se extendió por toda Europa, proliferando el comercio de tabaco y la industria manual de la confección de los cigarros. Pero no tardaron en surgir los primeros síntomas de envenenamiento por el humo, con las tra­dicionales jaquecas, mareos, vómitos y perturbaciones bronquia­les, motivadas por la desesperada lucha del organismo físico en su defensa para no adaptarse a los terribles venenos que, de modo brutal, penetraban por las vías respiratorias y se disemi­naban en la corriente sanguínea. No obstante la decidida cam­paña ofensiva contra el uso del tabaco, llevada a cabo por los médicos, reyes, príncipes, gobernadores y autoridades en general, su uso se extendió, infiltrándose en todas las capas sociales, aumentando entonces las competencias comerciales en la venta del tabaco, acabando por imponerse la detestable moda.

Es así que, en el siglo actual, cuando las costumbres se degradan en vísperas de la gran selección espiritual del "fin de los tiempos", el tabaco consiguió establecer su imperio tóxico, antihigiénico y tonto, que tuvo origen en el vicio inocente del indio ignorante que se divertía aspirando el humo de las yerbas irritantes. No hay duda que para los salvajes, fue un gran éxito la venganza contara los civilizados —tan orgullosos de sus reali­zaciones morales y científicas— viendo que pasaron a imitarlos en la estupidez de llenar también sus pulmones de gases fé­tidos...

En el pasado, únicamente los hombres y mujeres de mala reputación fumaban y bebían públicamente. Hoy, fuman casi todas las personas de las distintas clases sociales; pues hasta el sacerdote que desde lo alto del pulpito excomulga los pecados y los vicios humanos, después de la ofrenda religiosa enciende su finísimo cigarro mientras las cenizas caen sobre los versículos de la Biblia, que estudiaba para el sermón del día siguiente...

Pregunta: ¿Podéis explicarnos ese carácter obsesivo del ta­baco, que describís como un cerebro o un "señor" que nos do­mina a través del vicio de fumar?

Ramatís: ¿Queréis una prueba evidente de la acción obsesiva del tabaco? Reflexionad sobre la actitud del fumador inveterado que puede pasar largo tiempo sin comer y a veces, hasta sin beber, ¡pero se descontrola y se desespera con la falta del ciga­rro! ¡La falta de satisfacción de ese vicio lo pone completamente angustiado, con el psiquismo excitado e incontrolable! Su deseo es terriblemente obsesivo: ¡fumar! Y esa acción obsesiva y oculta del tabaco, se recrudece a medida que el individuo se descuida de su comando psíquico después que abrió la puerta de su vo­luntad a tan indeseado huésped.

Poco a poco, el fumador ya no se satisface con 10 ó 20 ciga­rros al día; aumenta la cantidad a 30, 40 ó más, volviéndose cada día más vicioso ¡pero nunca saciado! Entonces, procura dismi­nuir la acción tóxica del humo por medio de filtros modernos de pitilleras especiales, o se dedica al uso de la cachimba ele­gante, engañado por la pretendida acción inofensiva del humo maloliente manufacturado astutamente con fines comerciales, para disfrazar su efecto nocivo. ¡Es así cómo el fumador crea, en torno suyo, un ambiente ridículo que llenaría de envidia a los viejos caciques masticadores de tabaco!

Para atender la implacable exigencia del "señor" tabaco, el fumador gasta una parte de sus economías en la adquisición del cigarro; comúnmente, se irrita por el defecto del encendedor automático, que unas veces no tiene combustible y otras exige la reposición de una nueva piedra. Cuando fuma en cachimba, carga, al salir de la casa, el estuche apropiado para guardar el instrumento de holocausto al dios tabaco, se provee del limpia­dor del tubo, de la lata de tabaco, o, si no, lleva consigo el cor­tador de cigarros-puros, la incómoda cigarrera o un puñado de filtros para la pitillera. Ante la perspectiva de un viaje, de un picnic o de una visita, ¡lo que primero le preocupa es el cigarro! Si le faltara, no pondría reparo a sacrificio alguno; pues si fuera necesario, viajaría hasta la ciudad próxima, perdería el almuerzo o subestimaría la cena nutritiva, pero en modo alguno se arries­garía a que le faltara su inseparable alimentador del vicio que lo domina.

Sometiéndose pasivamente a ese obsesor imponderable que comanda su psiquismo, ensucia de ceniza sus trajes, los tapetes, las toallas o las ropas de la cama, dejando su marca de nicotina por todos los lugares por donde pasa. De vez en cuando, corre a apagar un principio de incendio cuyo origen fue el descuido en tirar el fósforo encendido que cayó sobre la lujosa poltrona, o la colilla del cigarro caída sobre el tapete o la servilleta de la mesa. Hasta la hacienda heredada puede ser destruida por el fuego, debido al uso del tabaco o al tizón con que el campesino enciende su típico cigarro.

De acuerdo con lo que aseguran las estadísticas de las com­pañías de seguros, la tercera parte de los incendios son produci­dos por descuidos de los fumadores inveterados. Es indudable que sólo puede ser de naturaleza obsesiva, ese hábito nefasto que hace al fumador perder hasta el sentido lógico de la pru­dencia y poner en peligro su propia vida.

El fumador que pierde su control mental quemando el ci­garro entre los labios displicentes, es realmente un obcecado, no obstante se quiera disculpar el vicio asegurando que es inofen­sivo. ¡Cuántos fumadores, a la hora del reposo en el lecho acogedor, se afligen al verificar que les falta el cigarro, al ex­tremo de no vacilar en enfrentar intemperies o noches avanza­das, para salir en busca de su cerbero cruel! ¡Aun no acaba de caerles el café en el estómago, y ya el vicio les impone el deseo de fumar; aún no acaban de abandonar las cubiertas del lecho para hacer la acostumbrada higiene bucal, y lo primero que echan en el bolsillo del pijama, es el paquete de cigarrillos que se hallaba en la mesita de cabecera!




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