Francis Ponge Traducción de Silvio Mattoni



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El Sena
Francis Ponge
Traducción de Silvio Mattoni
Sabemos bien con qué dificultad para decidirse nuestra ola en primer lugar frunce el ceño…

En el mismo instante en que de sus napas profundas –que no son sino especies de ríos subterráneos como en la zona de Vaucluse sólo que algo más nórdicos– el primer oleaje de nuestro Sena, por esas palabras ya abundante y nutrido, toma su curso, que la conciencia roza como un estremecimiento invertido por la insólita presunción de parte nuestra que habrá consistido, no tanto en haber elegido un objeto líquido, e incluso un líquido fluido, un río –ya sabemos bien que nuestros recursos son infinitos–, sino más bien en haber elegido entre todos los ríos al Sena.

Llevados, en efecto, por el entusiasmo natural de los poetas cuando están colmados por un nuevo amor –para nosotros ese nuevo amor no es más que el líquido mismo–, es posible que le diéramos curso a una corriente demasiado turbulenta como para que describiera justamente este río.

Impaciente, a lo sumo, como todo río, por volcarse incontinente al mar, y mucho más aún que cualquier otro urgido además por el tiempo, ¿cómo hallaríamos enseguida nuestro perfil equilibrado, nuestra lentitud, nuestro centelleo?

Pero sin duda debíamos ser los elegidos por esa misma dificultad…

Porque el enfriamiento en nosotros del genio de la civilización antiquísima que abreva y florece precisamente en esas orillas, así como cierta experiencia de la ingenuidad del desorden, podrían enlentecer tal vez y aplacar con mesura esas olas de inspiración.

Por otra parte, de cualquier manera que en un escrito demasiado apresurado se ordenan las palabras por sí mismas, sin duda que su centelleo al fin deberá producirse, puesto que se trata de palabras como las que yo empleo: ya frotadas y pulidas por un largo uso en todas sus caras.

Lejos estamos sin embargo de que una esperanza semejante nos exima de vigilar sin pausa la contención de nuestro flujo.


*
Pero caramba, son las cinco… ¿Y qué pasó con la marquesa? –Señor, acaba de salir. –¿A pasear por la orilla del Sena? –Por la orilla del Sena en otro orden de cosas…

Bueno, no ha sufrido demasiados cambios. Siempre la misma satisfacción, que no siente para nada la necesidad de definir.

El Sena le pertenece, en suma, como cualquier calle de París.

Aunque no sepa mucho de él –y quizás por eso–, lo contempla con mirada tierna, con cierto amor.

Tenemos pues un río célebre, a la vez familiar y célebre, como tantas cosas en París. Un poco más amable que otras cosas, quizás porque está más vivo.

Los poetas han hablado bien de él (en la misma línea de pensamiento…).

Además, un río cómodo: se cruza fácilmente. ¿Cuántos puentes hay en París?

¿Pero dónde se origina? No lo recuerdo muy bien. No muy lejos de aquí, en todo caso. Y el mar donde desemboca, tampoco está demasiado lejos en mi pensamiento.

Todo está bien. Hasta luego entonces, hasta mañana, querido Sena. Nos hemos entendido muy bien. Tal vez hoy haya reflexionado demasiado, pero esta breve confrontación siempre me hace bien.

Mañana habremos cambiado de ropa, pero siempre es algo imperceptible. Y nunca nos pondremos nada llamativo.

Tu oleaje casi siempre es muy tranquilo. A tal punto que me parece un poco lento.

Cuando se hace más rápido, cuando haces espuma, es a fines del invierno, en la primavera: entonces no me cuesta nada, te lo aseguro, darte motivos dentro de mí.

Crece, crece pues, querido. Habrá algunas líneas en los diarios. Serán tus días impuros, como les dicen. Me pondré contento por ti. Contento, sin la menor inquietud. ¡Ah! Si nos inquietáramos quiera el cielo, querido, que no nos lluevan otras razones…
En el mismo orden de ideas, o casi, el Sena le pertenece tanto a la Marquesa de las Cinco (o igual que a ella, en fin, pero no más), como al geógrafo, a su portero, al historiador, al marino, al pescador, al poeta, a cualquier francés, al turista, al filósofo –al colegial también, sea blanco o sea negro.

Y tú, querido abonado del Círculo1, sin duda tienes tu idea al respecto…

Sin embargo, considera tu suerte –por poco que el Sena (¿cómo tomármelo?) entre en el juego en el transcurso de este libro…

(Sólo para pulir las pocas páginas precedentes, me haría falta revisarlas cien veces.)


*
Si en primer lugar quisiera dar del Sena una definición provisoria que no choque infinitamente a nadie, sino que rodee más bien las dificultades para pasar bajo los arcos del puente siguiendo la pendiente regular de las mentes, y en fin que no se hinche exageradamente por encima del nivel de la época, diría que llamamos así actualmente al perpetuo curso de agua fría que atraviesa lentamente París.

De modo que no deberías guardarme rencor, querido lector, si te sumerjo en lo continuo, en lo lento, lo insulso y lo frío. Ni tampoco si, adoptando un género cercano al discurso, me voy lo bastante lejos como para remontarme a la fuente.

Examinaré primero cómo mi mente se vio llevada a dedicarse a un tema así, o mejor dicho, durante cierto período, a confundirse con él (o a difundirse).
En fin, a pesar de muchas ocupaciones y contratiempos, a pesar también de toda clase de compromisos de la persona entera a los cuales nos forzaron las batallas de la época (¿y qué hombre que uniera la mínima clarividencia con el mínimo coraje hubiese podido eximirse de ello sin despreciarse a sí mismo?), habiendo podido entonces, aunque no fuera más que provisoriamente, arreglar mi vida, desde hace algún tiempo, no me dedico a otra cosa, como sabes, querido amigo, que a pensar y a escribir.

Y más aún, si aceptas las bromas en estas cuestiones, antes que a pensar, a escribir.

También sabes que me resulta natural (y a decir verdad, no puedo actuar de otro modo) basarme en las cosas exteriores para pensar y para escribir.

A tal punto que pudo parecerme razonable, después de todo, limitar mi ambición a un inventario y a una descripción a mi manera de esas cosas exteriores.

No es que prescinda por ello del hombre: me darías lástima si lo creyeras. Pero sin dudas me conmueve demasiado, a diferencia de los autores que lo convierten en tema de sus libros, como para que me anime a hablar de él directamente. ¡Basta! Ya pude explicarme en otra parte. Sin embargo, la perturbación que me produce el hombre también permite comprender mi elección y mi comportamiento con los objetos exteriores. Si mi mente se dedicó primero a los objetos sólidos, sin duda que no fue casualidad. Buscaba un sostén, una boya, una balaustrada. Por lo tanto, más que un objeto líquido o gaseoso, debía parecerme propicio un guijarro, una piedra, un tronco de árbol, hasta una brizna de pasto, en fin, cualquier objeto resistente a la vista mediante una forma de contornos definidos, y a los demás sentidos mediante una densidad, una compacidad, una estabilidad relativas igualmente indiscutibles. Los sentidos del hombre y la densidad relativa de su cuerpo funcionan en tal caso, aunque sólo fuera inconscientemente, como criterios. Pero finalmente el hombre también ve los líquidos, los experimenta con todos sus sentidos, que también son afectados por los gases. Por lo tanto, tenía que volver a ellos. Al menos a partir del momento en que había podido probarme a mí mismo en el mundo, y no solamente por mi propio encuentro en los espejos, o por alguna experiencia muy certera de una perseverancia en mi identidad (un ámbito en este caso siempre peligrosamente amenazado por otras experiencias extrañas, por otras fuerzas extrañas), sino también por la procreación de un hijo, por ejemplo, o tan sólo (o más aún) por la de un libro, un único poema, una sola palabra de carácter indestructible –creí adquirir cierta seguridad y algún derecho a la temeridad.

Pero ahora toco otras cuestiones que es preciso considerar con cuidado.

Es que la perturbación en que me hunde el hombre es también donde me sumerge el pensamiento. Como si por un lado uno pudiese encontrar al hombre y los sentimientos que experimenta o procura y además todo aquello que es idea o pensamiento –y por el otro, los objetos exteriores (el hombre incluido, cuando se lo considera como tal) y las sensaciones y las asociaciones de tipo no lógico que provocan, y además todas las obras de arte y los escritos. Como si los objetos del segundo grupo fueran empleados o se constituyeran contra los sujetos del primero. Y así resulta pues natural quizás concebir un proverbio, o incluso cualquier fórmula verbal y finalmente cualquier libro como una estela, un monumento, una roca, en la medida en que se opone a los pensamientos y a la mente, en que es concebido para oponerse a ellos, para resistir, para servirles de parapeto, de velo, de cordajes, en fin, de punto de apoyo. O bien en la medida en que es concebido como su estado de rigor, su estado sólido.

En todo caso, tales fueron durante años mis sentimientos, tal la visión no razonada y casi instintiva de donde surgieron mi comportamiento, mi decisión de escribir y mi clase de escritos, y mi arte poética.

Y ciertamente, no quiero decir que haya cambiado tanto desde entonces, ni que por nada del mundo piense en renegar de mi conducta ni de mi decisión. Pero tal vez esta nueva seguridad de la que hablaba hace un momento y ese nuevo deseo de temeridad, en fin, una visión más audaz y más fría de la naturaleza de las cosas y de las obras del espíritu, me condujeron a modificarlas un poco.

Porque a fin de cuentas, si bien sigue siendo cierto que pretendo atenerme a un inventario y a una descripción de las cosas exteriores, habiendo debido reconocer que en el mundo existen otras cosas distintas a las que tienen una materia informada y sólida, sobre las cuales me pareció natural en principio basar y conformar mis escritos, es decir que existen no menos objetos fluidos que objetos sólidos, debo decir, en segundo lugar, que me siento ahora llevado a congratularme de que existan, porque me parece que presentan tantos rasgos comunes con el habla y los escritos que sin duda van a permitirme dar cuenta de mi propia habla y de mis escritos o, si se quiere, de mi propensión a hablar y a escribir, sin que por ello deba dejar de basarme en el mundo exterior, puesto que forman parte de él.

Sí, desde que empecé a considerar esos objetos (y la dificultad que encuentro en captarlos también me incita a creerlo así), fui llevado a pensar que se parecen mucho más a los escritos que los cristales, los monumentos o las piedras. Y desde entonces llegué a considerar como una perversión que antes hubiera podido anhelar organizar mis textos como sólidos de tres dimensiones, consagrarme a la poesía plástica.

Y sin duda que no se trata de consagrarme súbitamente al pensamiento como tal, y a su expansión infinita, ni de abandonar la preocupación por organizar mis escritos. Pero ahora me parece más razonable (o menos utópico) aspirar a realizar la adecuación de los escritos a los líquidos antes que a los sólidos. En fin, el éxito de esta tentativa me parece menos improbable.

Debo decirlo, fui poderosamente ayudado para franquear esta etapa por la revelación de las más recientes hipótesis de la física, según las cuales el estado líquido de la materia estaría más cerca del sólido que, como se había creído antes, del gaseoso (en este caso se trata, subrayemos, de una proximidad cuantitativa, con todas las consecuencias que ello implica).

Por desgracia, me resulta imposible exponer de manera satisfactoria las recientes teorías científicas que se refieren al estado líquido de la materia. No poseo ni la competencia indispensable, ni el tiempo (ni por consiguiente el deseo) de adquirir dicha competencia. ¿Por qué no tengo verdaderamente ese deseo? Porque tengo muchos otros, que vienen a frenarlo y anularlo. Y no me vanaglorio de ello, ni tampoco lo concibo, por cierto, como una superioridad de mi naturaleza. Sino tan sólo como mi “diferencia”, que he tenido que constatar. Y a la cual, habiéndola constatado, debo obedecer…

El relato del drama que termina (trágicamente) con una decisión así, te lo ahorraré –si bien no me fue posible, pido disculpas, sofocar por completo el lamento que te lo puede revelar.

Será preciso pues que me disculpen las personas verdaderamente competentes en estas materias, a los ojos de quienes podrá llegar este escrito –tal como por mi parte los disculpo cuando sus propios ensayos se ofrecen ante mi vista y allí se me muestran ciertas imperfecciones, en las cuales se manifiestan sus diferencias, que en definitiva me provocan admiración y entusiasmo mucho más que irritación o ironía.

En efecto, si no puedo exponer sus teorías de manera satisfactoria, sin embargo tengo que decir algunas palabras al respecto. Lo cual entra necesariamente en mi tema.

Hasta hace poco tiempo, se creía que había un completo desorden molecular tanto en los líquidos como en los gases, el líquido solamente difería del gas por la menor intensidad del movimiento térmico, tal menor intensidad a su vez se explicaba por el hecho de que allí las distancias entre las moléculas son alrededor de mil veces más pequeñas que en los gases a presión normal. De hecho, las consecuencias de la adopción de la teoría cuántica, por un lado, y los estudios de rayos X, por el otro, llevaron a los físicos a considerar que si bien en los líquidos las moléculas no están en contacto (como en los sólidos), sin embargo casi lo están. La densidad (y por lo tanto la condensación de la materia) es aproximadamente la misma en los dos estados. Por otra parte, al menos para los líquidos más simples (donde la forma de las moléculas es aproximadamente esférica y los campos intermoleculares tienen simetría esférica), la imagen que podemos hacernos de ellos según los exámenes con rayos X se parece mucho a la de un sólido, con mayor movimiento. Por último, ese mismo movimiento, y más precisamente dos propiedades importantes de los líquidos, la de reunirse en masa y la de derramarse, han sido analizadas de tal manera que la cercanía de ambos estados resulta aún más certeramente comprobada. El estudio de las fuerzas intermoleculares condujo a diversas teorías, algunas de las cuales hacen intervenir más o menos expresamente la ley de fuerzas entre moléculas (ciertas teorías imaginan las moléculas hundidas en pozos de potencia de donde rara vez salen), otras abandonan enteramente (o más bien dejan de lado, de acuerdo a los principios de la teoría cuántica) la estructura molecular, introduciendo ondas para reemplazar la agitación térmica. Yo resumiría lo esencial de lo que me parece que puede ser fácilmente recordado en las pocas proposiciones siguientes:

Un gas es completamente isótropo y completamente desordenado. En un sólido cristalino, en cambio, toda molécula está rodeada por un número definido e invariable de vecinos inmediatos. En un líquido, el número de vecinos cercanos está igualmente determinado, aunque sólo en promedio, porque dichos vecinos son móviles con respecto a la molécula central. Tal constancia promedio ofrece una imagen del líquido bastante análoga a la de un sólido, con la diferencia de que el líquido se caracteriza por puntos de coordinación anormal que, por poco numerosos que sean con respecto a los puntos de coordinación normal, bastan para destruir toda regularidad a una gran distancia de la molécula central. Así pues, podemos decir que, por un lado, existe un orden en los líquidos a corta distancia, y por otro lado, que el líquido es capaz de encontrar una configuración de energía libre mínima, imposible para el cristal. El líquido sería una especie de sólido con agujeros que tiende a recomponerse (de allí su fluidez), y que nunca lo logra por su propio movimiento, sino al contrario por efecto de una causa exterior, de hecho su enfriamiento. Y de este modo se podría describir por oposición el fenómeno de la fusión. En el sólido, por encima del punto de fusión, los átomos vibrarían sin influirse. Se trataría antes de una liberación más que de una vibración. Si la temperatura aumenta, la amplitud de las oscilaciones crece en igual medida, y puede llegar a ser tal que ciertos átomos no vuelvan a su lugar. A determinada temperatura, el número de esos cambios de lugar a su vez llega a ser tal que la red prácticamente se destruye y el cristal se funde. Digamos además que la fluidez, o el derrame viscoso, característica de los líquidos, es considerada por algunos como una evaporación de una sola dimensión. En la evaporación, lo que se evapora es el átomo. En el derrame, sería solamente el ión positivo…

Si he ingresado, a lo largo de los pocos párrafos precedentes –y en verdad de un modo bastante torpe y grosero– en el maravilloso dominio de la ciencia cuantitativa, un dominio que no me corresponde, tal vez sea, por un lado, para tentar a algunos de los profanos entre mis lectores que, más irresistiblemente de lo que yo mismo sentí, se sentirían decididamente atraídos hacia él. Pero sobre todo, debo confesarlo, es para mostrar que las más recientes hipótesis van a fundamentar una convicción que poco a poco se ha formado en mí, quizás únicamente destinada a justificar la elección del tema de este escrito y el género (cercano al discurso) que adopté para tratarlo, y según la cual habría un estado del pensamiento donde éste a la vez es demasiado agitado, demasiado distendido, demasiado ambicioso y demasiado isótropo como para ser del todo expresable –y tal estado corresponde al de un gas claramente por encima de su temperatura crítica, cuando no es licuable; y otro estado del pensamiento en que se aproxima a la expresividad –y ese estado es análogo al de un gas licuable o vapor; basta con que la presión crezca y que la temperatura baje más para que el habla en ese momento pueda aparecer, primero en suspensión y entonces se trata de un estado lógico comparable al de un gas en estado de vapor saturado; luego aparece una superficie de separación, cuando pensamiento y escrito coexisten bajo la misma presión, y es como cuando el líquido cae en el fondo del vaso. Pero esto es lo más importante: a partir de ese momento, y a pesar de la muy cierta no-discontinuidad entre el pensamiento y su expresión verbal, como entre el estado gaseoso y el estado líquido de la materia, el escrito presenta rasgos que lo vuelven muy próximo a la cosa significada, es decir, a los objetos del mundo exterior, así como el líquido está muy cerca del sólido. La diferencia es que tiene la facultad de hallar una configuración de energía libre mínima. De modo que la adecuación de un escrito a los objetos exteriores líquidos no solamente no es utópica, sino por así decir fatal, y como de antemano segura de ser realizada, con la única condición de que todo sea hecho para que el escrito sea tal como un escrito por definición debe ser… o sea provisto de todas las cualidades análogas a las de los líquidos.

La analogía o, si se quiere, la alegoría o metáfora, podría ser muy largamente y casi indefinidamente continuada, con una satisfacción creciente, pero no quiero dedicarle más tiempo del razonable y me detendré allí.

Solamente quisiera agregar una palabra a propósito de la noción tan importante, como vimos, de temperatura crítica, y más precisamente del límite inferior del estado líquido o solidificación (o en sentido contrario, fusión). El conjunto del mundo exterior (los objetos, la naturaleza), ¿no podría ser comparado con los sólidos? La aparición del hombre en medio de ese mundo, del sujeto que crea condiciones de elevación de temperatura tales que la naturaleza se funde, se vuelve maleable –¿de manera que tendríamos entonces, incluso antes de cualquier pensamiento, la expresión, el poema?... Los dejo que lo piensen…


*
Luego de haber versado sobre el líquido en sentido absoluto y haber mostrado, de una manera grosera e imperfecta, y en suma casi líquida ya que en este caso se trata menos de ideas que de expresiones poéticas –es decir, de cosas en el instante de su movilización por la mente–, las razones que tiene un escritor (y más en general cualquier hombre preocupado por la expresión) para interesarse en ello, y también por qué debe hacerlo en una forma intermedia entre el poema en prosa y el discurso, explicaré en pocas palabras por qué, entre todos los objetos líquidos, elegí el Sena.

En primer lugar, sin duda debía elegir alguna forma del agua, ya que es el líquido que más comúnmente se nos muestra en la naturaleza. Claro que habría podido, por otras razones, elegir la sangre, por ejemplo, o el alcohol o la glicerina, ¿qué sé yo?, y sin duda que un día de estos podré hacerlo –pero me hacía falta empezar por el agua, que la naturaleza nos prodiga en cantidades más que industriales, cuyas impresiones sensoriales estamos acostumbrados desde la infancia a recibir cotidianamente, a la que podemos considerar en fin con voluptuosidad y desapego a la vez. Por cierto que la sangre, que quizás forme parte aún más íntimamente de nuestra vida, se ofrece más raramente a nuestra vista. Cuando aparece además, la mayoría de las veces, es en circunstancias excepcionales, más bien inapropiadas para la observación serena. Por último, el agua nos es ofrecida frecuentemente en masa, de modo que podemos sentirla y observarla de maneras muy variadas. Podemos ingerirla, beberla en un vaso, pero también podemos sumergirnos íntegramente en ella, e incluso ahogarnos, y todo muy naturalmente, sin que se necesite ningún esfuerzo excesivo de imaginación, capaz de alterar nuestro órgano de percepción y de razonamiento. En suma, poco faltaría para que pudiésemos vivir continuamente en el agua; incluso poco falta para que vivamos continuamente en ella. Salimos apenas lo suficiente como para que se nos permita considerarla –un poco menos acuáticos tan sólo que las focas o los delfines, y por lo tanto apenas más justos con respecto a ellos. No obstante, quizás justos, sin duda exactamente tal como hace falta para poder hablar dignamente de ella, aunque en íntimo conocimiento de causa, chorreantes pero terráqueos. Rutilantes, impregnados de ella, pero fuera de ella y con la posibilidad de volver a sumergirnos a cada instante, y volver entonces a sumergir nuestra mente cada vez que una expresión, por ejemplo, se haya “secado” tal vez demasiado.

Bueno, y a partir de allí entendemos por qué, puesto que deseamos poder considerarla en masa y con mirada tranquila, y en ocasiones, si fuera necesario, desde un punto de vista casi panorámico, no hemos elegido entre sus diversas formas la lluvia. ¿Y por qué, antes que el océano, que un lago o que una pileta, un río? Pues bien, es principalmente debido a la noción o idea de discurso (después de lo que dije sobre las relaciones entre lo líquido y nuestra retórica, me parece inútil insistir en ello). Así pues, por toda clase de razones que se harán perceptibles a medida que se desarrolle este discurso, y que finalmente lo habrán de constituir, harán con el Sena este libro. Aunque quisiera, no podría entonces detenerme aquí para definirlas. Pero en fin, ¿por qué, entre los ríos, aun entre las aguas corrientes, por qué el Sena? Terminaría así este capítulo recordando el comienzo.

Porque el Sena, como he dado a entender, es un río tranquilo y constante. Y así nos obliga a vigilar sin descanso, una regla que nos complace, la contención de nuestro flujo. Y por otras razones más. Porque el Sena corre en el seno de la cultura cuya lengua utilizamos naturalmente. Porque corre por París, donde podemos captarlo cómodamente, o más bien, a decir verdad, desesperarnos (o exaltarnos) por no poder captarlo. Finalmente, porque es un río que a lo largo de su curso no presenta desde el punto de vista geográfico ninguna anécdota monstruosa, no está bordeado por ninguna montaña, ni revela ninguna garganta, ni cañón, ni catarata, en fin, ningún accidente grandioso ni pintoresco que exija de nosotros sentimientos violentos o difíciles capaces de arrebatarnos de la contemplación y de la expresión, del conocimiento y del goce de las cualidades comunes y esenciales de los ríos, y en definitiva del líquido que fluye, del simple, del más simple discurso líquido que fluye.


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