Francis Ponge Traducción de Silvio Mattoni



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El Sena entonces corre por París, y te había propuesto definirlo provisoriamente como el perpetuo curso de agua insulso y frío que atraviesa incansablemente nuestra gran ciudad. Pero enseguida es preciso considerar lo siguiente:

Ciertamente, París es una de las más célebres ciudades del mundo. Y por cierto, existe una probabilidad de que lo siga siendo por mucho tiempo más. Por mucho tiempo más, como Nínive o Babilonia, después de haber sido materialmente borrada de la superficie de la tierra. Nuestros escritos, y su recuerdo en la memoria de los hombres, contribuirán principalmente a esa larga supervivencia. Pero también nuestros escritos a su vez podrán llegar a desaparecer, así como la memoria de los hombres, y toda la humanidad, incluso toda vida sobre la superficie del planeta, y el Sena seguirá corriendo. Lo vemos por el Tigris y el Éufrates. También podemos inferirlo de otra manera. Porque, ¿desde cuándo creen ustedes que corre el Sena? Ciertamente, ya corría desde hacía mucho tiempo cuando los parisinos lo eligieron para establecerse a sus orillas. Ya está en Ptolomeo, en Estrabón. Tampoco es muy antiguo. Pero esto es lo que sabemos desde hace poco: las arenas blancas de las que actualmente quedan algunos montículos visibles en el bosque de Fontainebleau fueron depositados por el mar que, en época muy antigua, cubrió íntegramente nuestra región. Cuando el mar se retiró, entonces el Sena corrió tras él, y sin dejarse frenar por la resaca, se arrojó en él. Desde entonces, sigue corriendo (¿pero no será acaso similar a la luz de esas estrellas, muertas desde hace milenios, que sin embargo no deja de llegar hasta nosotros?). ¿Podemos saberlo? La ciencia moderna data el depósito de esas famosas arenas alrededor de veinte millones de años antes de nuestra era, o si lo prefieren, hacia el siglo doscientos mil antes de Cristo. Los mismos científicos nos informan que osamentas de renos y de mamuts, correspondientes a una época glaciar, fueron hallados en los aluviones de nuestro río, aunque también huesos de tigres y de elefantes, testimonios de una época en que el Sena corría en medio de una selva tropical. ¿Y cuándo aparecieron hombres en sus costas? ¿Es posible que nuestros ancestros fueran primero animales marinos? Nada lo indica. Lo cierto es que adquirieron la costumbre de beber y de cocinar sus alimentos con agua dulce, sin perjuicio de ingerir en forma sólida la sal que también les resultaba necesaria. Por tal motivo eligieron a menudo las orillas de los ríos para instalarse. Quizás también porque esas orillas constituían los únicos claros en una selva oscura donde se sentirían más débiles. Y por otras razones más, que ahora no es mi intención conjeturar. Porque esto es lo único que quiero decir (lo que acabamos de recordar seguramente permite afirmarlo): mucho antes de que ninguna noción haya podido formarse, mucho antes de todo entendimiento, mucho antes de la formación de un cráneo, ya corría un río por acá, sin nombre. Y seguirá corriendo, de nuevo sin nombre, cuando toda noción haya desaparecido, a falta de entendimiento que sobreviva, a falta de humanidad, a falta de cráneos.

Vemos pues con qué grandezas debe medirse nuestra mente. ¿Y se enfrenta con eso fácilmente? –Ya lo ves. ¿Pero nuestro escrito? ¡Es otra cosa!... Sin embargo, ¿cómo se mide con esto nuestra mente? Y bien, volviendo posible la idea contraria, y dándose la tarea de realizarla. Entiendo que la única reacción digna del hombre, es decir, de un ser dotado de tal fuerza mental que resulta así capaz de considerar su futuro como limitado con respecto al del mundo, de ningún modo es el terror o la resignación, sino tal confianza en su mente que se proponga durar más tiempo del que el mundo parece dispuesto a permitírselo, y vencer finalmente su catástrofe de velocidad.

En otros términos, me resulta natural, por mi parte, tras concebir la idea de que el Sena debe sobrevivir a mi escrito (e incluso a la memoria de este escrito), postular enseguida la hipótesis contraria, y concebir entonces este escrito organizado por mí y logrado de tal manera que el Sena no le sobreviva. Ya sea que lo prefiera de inmediato (o algún día) a su cauce y entonces súbitamente (o imperceptiblemente) renuncie a su deambulación irrisoria, ya sea que el Sena prosiga corriendo en la eternidad, a pesar de muchas de las catástrofes posibles, o bien que haya desaparecido a consecuencia de una catástrofe infinitamente más grave, y sin embargo mi escrito le sobreviva, si el hombre –y es preciso entonces que mis escritos estén hechos para ayudarlo, aunque sin duda de un modo diferente a sus descubrimientos científicos–, si el hombre, decía, luego de haber penetrado las intenciones de la naturaleza y aprendido a desbaratarlas, pudo mudarse (por ejemplo) con armas y equipajes (equipajes que contuvieran mi libro) a otro planeta antes de la catástrofe de éste.



Lejos de mí, en efecto, aun cuando hayan creído que me lo podían atribuir, el deseo de una catástrofe tan grande que el hombre desapareciera y que mis escritos, únicos testigos incorruptibles de su paso sobre la tierra, permanezcan como caparazones vacíos sobre una playa desierta, para la vista y conocimiento de la planicie solitaria. Y también está lejos de mí la idea ingenua de que el hombre alguna vez pueda domesticar la naturaleza, propiamente dicha, y plegarla a su voluntad. No estoy tan desnaturalizado hasta el punto de no solidarizarme con mi especie, ni tan loco hasta el punto de considerar al hombre como algo muy distinto de una larva.
¿Pensamos en todo aquello que puede caer sobre nosotros a cada momento desde el fondo del espacio intersideral? La menor profundización con algo de continuidad del fenómeno de las manchas solares bastaría para provocar tal enfriamiento en la superficie de nuestro planeta que toda vida desaparecería para siempre. Y por cierto, ya sería magnífico haber ideado los medios para prever tal eventualidad y prevenirla. Pero eso no es nada. ¿Pensamos en las catástrofes que provoca en una cantidad incalculable de universos microscópicos el menor de nuestros gestos, o incluso sin que movamos el dedo meñique, la menor declinación de una de las innumerables células que componen el tejido de que está hecha la uña del dedo meñique? Es posible que millones de civilizaciones microscópicas resulten irremediablemente sepultadas por ello. ¿Y quién nos dice que nuestro sistema solar, en el seno del cual las manchas de nuestro sol pueden tener una importancia tan decisiva para la vida de la humanidad, no sea una ínfima parte integrante de la uña del dedo meñique de algún pigmeo, que después de todo bien puede llegar a tener ganas de moverlo, o en cuya mente, desde hace unos cientos de millones de nuestros años, se prepara, tal vez sin que siquiera se dé cuenta, una veleidad de ese tipo? No veo en ello ninguna imposibilidad por mi parte. Estamos pues, lo confieso, en la posición de una larva. Pero esta confesión, esta conciencia de nuestra pequeñez, ¿es capaz de obligarnos a modificar algo en nuestro comportamiento? Es lo que no me parece fatal. Porque suponiendo que advirtiéramos una larva, ¿preferiríamos contemplarla rezando, en actitud de contrición o de resignación, o no nos regocijaría en cambio observarla, por segura que esté de su pequeñez, inclinada sobre un microscopio o con el ojo en un lente, y muy consagrada a intentar descubrir los secretos del universo, a los fines de perpetuar un poco más de tiempo su especie y darle algún giro a los genios de nuestro dedo meñique? Por cierto que sí, yo preferiría lo segundo, y si fuera el pigmeo dios soberano de ese pequeño mundo, me sentiría muy tentado a no tomar para nada en consideración las plegarias del primero y en cambio aplastarlo para justificarlo, confirmándole así mi poder, mientras que le mostraría al segundo a la vez mi estima y mi poder postergando voluntariamente, habida cuenta de su altiva pretensión y quizás por la diversión que me procura, postergando entonces el corte de la uña de mi dedo meñique durante unos días, lo que les permitiría a miles de generaciones de esas larvas vivir y progresar en el conocimiento de su universo. Y quien me objetara que nuestras larvas harían mejor, por ejemplo, en dedicarse sin ambicionar más al goce individual de los bienes que poseen, de los encantos de su compañera larva o la de su vecino y de los festines que una u otra les preparan, me resultaría natural responder que no veo ningún placer que se acerque al que procura el alimento de tamaña esperanza y el entusiasmo de tamaña ambición. Por otra parte, las dos clases de goce son bastante cercanas como para poder ser bien combinadas, y ciertamente el deseo de perpetuar su vida y la de su especie proviene sencillamente del amor a esa vida y a personas de esa especie. No veo en ello ninguna contradicción, y encontraremos fácilmente una lección al respecto en el inmortal Epicuro.

Por cierto, sería vano de mi parte reiniciar el elogio de ese pensador incomparable después del que le dedicara Lucrecio, pero quizás me toca constatar que, después de varios siglos de nuestro larvario, el temor a los dioses que nos había quitado ha vuelto varias veces a la carga sin por ello triunfar definitivamente. Sí, me corresponde decirlo, la estima que él supo inspirarles a los dioses nos ha valido en todo caso esta larga prórroga de nuestra catástrofe específica. Notables progresos han podido ser realizados por nuestra especie en el conocimiento de su universo. Pero hace menos de un siglo la marcha de ese progreso se aceleró tanto que sin duda los dioses temblaron y ellos nos opusieron diversos avatares.

En primer lugar, algunas de nuestras larvas, olvidando con total conocimiento de causa los fines para los que se desarrollaba la ciencia (es decir, fines de conocimiento y de dominio de las fuerzas naturales con miras a nuestra salvación específica), la apartaron de su meta y la usaron para su solo provecho en la fabricación de mercancías destinadas a cubrir necesidades inmediatas al mismo tiempo creadas artificialmente. Pero como pronto se acumuló tal plétora de mercancías que corría el riesgo de perderse el provecho, la ciencia entonces fue más criminalmente usada con fines militares para imponerles por la fuerza a pueblos atrasados la ingurgitación de esos productos. Por otra parte, una clase entera de larvas había sido prácticamente reducida a la miseria y a la esclavitud por el desarrollo de esas industrias. Para nuestras larvas de la clase dominante, se trata entonces de extinguir en la mente de la multitud de sus esclavos las luces que Epicuro y sus sucesores habían encendido. Esfuerzos gigantescos fueron realizados en este sentido. El temor a los dioses fue de nuevo restaurado, espectáculos, deportes infames utilizados para embrutecer a la miserable masa de larvas. Como las religiones parecían decaer, idealismos sustitutivos fueron probados en gran número. Pronto las masacres se volvieron necesarias.

Que la catástrofe humana sea posible cada día y que pueda preceder al descubrimiento por el hombre de los frenos que podría oponerle, por desgracia nada impide suponerlo. Pero la ruptura de una vena de mi cerebro también puede producirse a cada instante y no por ello dejo de hacer cosas. A lo sumo la conciencia de ese riesgo hace que emprenda cosas más decididamente, y que trabaje más enérgicamente y sin descanso. Y no pretendo estar solo en esa disposición. Dentro de nuestra especie, cada vez son más numerosos los hombres que confunden su propio proyecto con aquel al cual la humanidad pronto se consagrará por completo y que consiste en su salvación específica.

Ante el llamado de un hombre de mayor mérito y cuya enseñanza y acción no ceden en importancia a las del filósofo antiguo, la masa inmensa de los explotados se elevó poco a poco a la conciencia de su poder y de su destino histórico, que consiste en asumir los intereses de toda la especie humana. Un partido de hombres toscos y valientes asumió la tarea de unir y conducir en cada nación al conjunto de los hombres conscientes de tal magnífico deber. A consecuencia de los trastornos sangrientos causados por el anárquico desarrollo de la producción industrial, primero se liberó una gran nación, arrastrando en su estela casi un continente entero. Guiada por hombres llenos de sabiduría y de genialidad, la hemos visto resistir recientemente a los asaltos de los más crueles asesinos que nuestra especie haya parido, y ayudar muy poderosamente a los demás pueblos del globo a deshacerse de su tiranía. Pero los enemigos del género humano se reagrupan por todas partes. La lucha gigantesca no ha terminado. Ciertamente, luego de esa primera victoria de envergadura, la potencia de las ideas nuevas creció en cada nación. Pero todavía son necesarios muchos esfuerzos para hacerlas triunfar en toda la superficie del planeta, y para que la humanidad al fin pueda dedicarse, liberada de los enemigos absurdos y malhechores que lleva en su seno, a la única lucha de la cual es digna y que le importa en última instancia, la lucha contra las fuerzas cósmicas que la amenazan con su perdición a cada instante…

He aquí descripta, querido amigo, de la manera más sucinta, la situación en que nos encontramos actualmente. Pero ha llegado el momento en que debo hablar del segundo avatar con que nos amenazan los dioses.

La precipitación del progreso de la humanidad en su conocimiento de las cosas naturales, que produjo los efectos sociales que acabo de describirte brevemente, llevó a otras consecuencias aun dentro de la mente humana, y que si no fuesen claramente advertidas, podrían obstaculizar gravemente su andar.

En una palabra, los éxitos de los que hablo fueron anotados por el hombre, por cierto que equivocadamente, sólo en la cuenta de su razón, por la cual se felicitaba además debido a que ésta le había permitido desembarazarse del temor a los dioses, y se instaló cierta infatuación en su mente en beneficio de esta facultad, en detrimento de ciertas otras de las cuales probablemente sea abusivo y presuntuoso separarla.

Un observador bien ubicado sin duda debería comprobarlo: así como la especie humana en progreso despedaza su cuerpo, del mismo modo lo utiliza la mente. Su patética maniobra, durante mucho tiempo regida por la distinción arbitraria entre alma y cuerpo, ahora lo es por la no menos arbitraria entre razón y facultades intuitivas.

Y si bien ese nuevo idealismo que es en el fondo el racionalismo ha sido superado en la práctica por un activismo que le da su lugar al riesgo, al error, a las fallas y a los mismos fracasos de la mente, nos vemos obligados a constatar una peligrosa supervivencia de las ilusiones que aquel propaga.

Las necesidades de la lucha cotidiana en la que se encuentran comprometidos llevan a los conductores de la parte progresista de la humanidad a integrar de alguna manera la verdad en la acción. En la medida en que esa acción es eficaz, cuando nos acerca al momento en que la humanidad entera podrá dedicarse al deber específico que acabo de definir, en la medida en que comprometen, en esa acción cotidiana, completamente sus personas, que por así decir serían portadoras de la verdad, no tienen que investigar teóricamente esta última, ni expresarla de otro modo.

Ocurre sin embargo que las mismas necesidades de su acción los conducen a luchar ideológicamente contra sus adversarios. Es entonces cuando les aprieta el zapato –el zapato que les impone la sociedad atrasada en la que viven, un zapato que asume la forma de las categorías de esa sociedad.

Porque esa acción a la que se obligan constantemente –y que es seguramente más que un pensamiento o una teoría puesta en práctica–, que es verdaderamente una operación de orden casi mágico y como un incesante milagro –seguramente su poder de propaganda es muy grande–; pero sólo en la medida en que sigue siendo acción, de ninguna manera cuando se convierte en tesis, filosofía o crítica en el absoluto. Porque entonces pierde toda potencia y toda virtud. En esta segunda condición, actúa como su propio freno, contra su propia propagación: hace una contra-propaganda.

Porque entonces encuentra a individuos, hombres ligados al mundo por su destino individual y susceptibles de reflejos sentimentales o ideológicos que implica su individualización, incluso más allá de su situación de clase y de su intuición de la voluntad general. Hombres que tienen que enfrentarse, a solas y a cada instante, a la naturaleza, a sus parientes, a su mujer, a cada uno de sus semejantes, a su propio cuerpo, a su propio pensamiento, a su habla, al día, a cada objeto, a la noche, al tiempo, a las estrellas, a la enfermedad, a la idea de la muerte.

Y a esos hombres, ¿cómo se los considera? Únicamente como personas políticas. ¿Qué se les propone? Sólo la acción política. Pues bien, digo que eso no es inteligente, porque no se tiene en cuenta la realidad de los individuos a los que se trata de llegar, y que entonces se corre el riesgo de no alcanzar, de perder; lo que es más, empujarlos a la reacción, transformarlos en renegados y luego en tránsfugas –y a los mejores en desesperados.

Sin duda que ya dije bastante al respecto como para que se admita que, en su peripecia contemporánea, la acción específica del hombre contiene un extraño nudo.

¿Acaso se origina en que no es preciso que la evolución vaya demasiado rápido? Quizás en otras razones…

¿Y creen que al tratar estas cuestiones y llegado a este punto nos hemos alejado del Sena? No hemos dejado sus orillas, recorremos una de sus costas: es aquí donde muchos, por desgracia, y no hablo metafóricamente, toman la decisión de tirarse. Dejémoslos. Reservo para más tarde (unas páginas más adelante) el homenaje que está en mi intención (y en mi tema) rendirles a los ahogados del Sena.

Me habrá bastado con evocar esas terribles realidades… Pensándolo bien, sin embargo, yo no los habría llevado hasta este punto si no hubiera sabido que estaba en mi poder no abandonarlos allí y alejarlos enseguida de esa comprobación deprimente y de la tremenda meditación que se desprende de ella.

Si yo tuviera que dejarlos allí, ¿qué significaría en efecto? Si no que no existe otra verdad que la política, que todo aquello que no entra en la acción inmediata, táctica –es decir, tanto la literatura y las artes como las mismas ciencias, y además toda la vida de relaciones individuales (de hombre a hombre, a mujer, a hijos, a naturaleza…)–, está en el error.

Pero finalmente, ya que las ciencias al menos parecen escapar (la verdad que no sé por qué, pero tal parece por definición) a esta condenación plenaria, puedo intentar, según parece, apoyar en ellas la palanca de mi argumentación, y me limitaré a preguntar si acaso concebimos un estado, aun en el futuro, de la ciencia (e incluyo la ciencia política, objeto de los militantes) en que ésta no se basara en definiciones sólidas y en el cual, por otra parte, la HIPÓTESIS fuera excluida.

¡Bueno! Si tal estado de la ciencia, al menos en nuestra época, no puede imaginarse, es preciso entonces reconocerles a los mismos poetas, y a los artistas en general, y en todo hombre a la parte dentro de sí donde juegan el misterio, el riesgo, la imaginación, la fantasía, el capricho, la hipótesis, un derecho a la existencia, y además un papel en la acción. Digo más, hay que reconocerle a la misma pereza un papel en la acción. Supongamos que Newton no se hubiera acostado un día a la sombra de un manzano: fue en el momento de su pereza que hizo el descubrimiento.

En cuanto a mí, si bien es cierto que la ciencia (cuyo fin no es solamente conocimiento, sino también poder) debe basarse para comenzar en definiciones sólidas y por otra parte confiarse a veces a la pereza y en determinada medida a los azares de la contemplación, entonces tal vez mi proyecto no sea tan loco ni totalmente injustificado. Porque son verdaderamente definiciones lo que pretendo formular, pero tales que, pues no implican en absoluto que primero haya hecho tabla rasa sino más bien por el contrario que haya reunido en una primera etapa los conocimientos ya elaborados (también en mí mismo) sobre cada tema, contengan igualmente elementos nuevos y si se quiere una parte del futuro de nuestros conocimientos sobre el mismo tema. ¿Pero cómo lo logro, si es que lo logro? Volviendo a moldear con los conocimientos antiguos las acepciones morales y simbólicas, y todas las asociaciones de ideas, la mayoría de las veces muy variadas y contradictorias, a las cuales esa noción puede o pudo dar lugar –incluyendo las que habitualmente se consideran pueriles, gratuitas y sin interés, incluso éstas tal vez preferentemente, porque tienen más posibilidades de aportar un elemento todavía no utilizado.

De modo que por la aglomeración de todas esas cualidades (o calificaciones) contradictorias –y cuanto más contradictorias son y más irracionales parecen, mejor– obtengo un conglomerado neutro, desprovisto de toda tendencia o resonancia moral que pueda obstaculizar las verdades nuevas e inauditas a las que deseo apasionadamente que se incorporen, y así efectivamente se incorporan a ellas. No se trata más que de un retorno, de una incesante apelación a lo concreto, a la vez mediante el moldeado, la pérdida en la masa de las acepciones lógicas, y mediante la consideración atenta del objeto, y la voluntad de imitación lógica o de nominación sin alternativa no sólo de sus cualidades distintivas, sino también de su comportamiento total, de su unidad, de su diferencia, de su estilo.

Entiendo que se trata de una tentativa cuya ambición y cuyas dificultades son inauditas: por tal motivo sin duda es que ahora debo recordarlas en cada frase para exhortarme a vencerlas y en primer lugar para no subestimarlas.

Y dado que se trata del Sena y de un libro por hacer, de un libro en que aquel se debe convertir, ¡adelante!

¡Vamos, amasemos de nuevo juntas las nociones de río y de libro! ¡Veamos cómo hacer que penetren una en la otra!

¡Confundamos, confundamos sin vergüenza el Sena con el libro en que se debe convertir!


*
Y en primer lugar, ¿hace falta que ponga mi papel a lo ancho y que tal vez ni siquiera resista a la tentación de plegarlo por el medio?

¡Ay! ¿Pero cómo hacer para que los márgenes parezcan abruptos, o al menos de algún modo similares a costas? ¿Nos limitaremos a suponer que el río, para comodidad de la causa, se apresuró a emparejar justamente el nivel superior de sus bordes? Algo que no se produce más que en determinados períodos de creciente muy excepcionales: no puedo recurrir honestamente a un subterfugio de esa clase, si bien en este caso no se muestra particularmente como un rebajamiento sino que por el contrario más bien sería un realce.

En la misma línea, ¿no deberé imaginar y conseguir de mi editor una paginación del libro de tal modo que el texto referido a las aguas propiamente dichas, cuando el libro esté abierto, ocupara el centro, justificado para cubrir cada página doble, mientras que los márgenes derecho e izquierdo de cada página fueran ocupados por los textos referidos a la descripción de las orillas? ¿Qué cuerpos de letra adoptar entonces para que la relación del cuerpo elegido para los textos referidos a las aguas y el elegido para los textos referidos a las orillas represente de manera satisfactoria la que vemos en la naturaleza entre las dos clases de realidades?

Y además, ¿cómo dar cuenta de la profundidad del agua? ¿Y cómo preparar el lecho de barro o de piedras sobre el que corre? ¿Y las hierbas, los juncos, las cañas que hace mover, que peina más o menos desordenada, apasionadamente al pasar?

¿Y no haría falta que la justificación del texto central fuera muy apretada al comienzo, para ensancharse a medida que se recibieran los afluentes sucesivos, hasta tener la superficie total, ya sin ningún margen, de las dobles páginas abiertas del libro, una vez llegase al pantano Vernier?

Por último, ¿sería preciso que bordeara la costa normanda y se lanzara al mar?

Pero, ¿cómo representar la aproximación y la confluencia de los mismos afluentes? ¿Deberán cruzar oblicuamente los márgenes como lo hacen en la realidad? Por cierto, sería posible, dividiendo verticalmente el texto central, dar cuenta del hecho de que algunos, mucho tiempo después de la confluencia teórica, no mezclan sin embargo sus aguas incoloras en principio casi paralelas al mismo Sena, del lado de la orilla que van a bordear para entrar en el cauce común, lo que se nota por la diferencia de color o de transparencia entre sus aguas (diferencia que también podría ser representada mediante el uso de caracteres diferentes y líneas con diferentes interlineados y más espaciadas)… y no se deciden a mezclar sus piernas con las del otro río y a confundirse verdaderamente con él sino después de un largo camino en la abstracción de costa a costa hasta que un obstáculo repentino los hace abrazarse bruscamente. Dicen que es lo que pasa en particular en la confluencia del Sena con el Aube [Alba], ya que este último río debe su nombre a la blancura y pureza relativa de sus aguas. Al parecer sería también lo que pasaría con el Marne (aunque confieso que, a pesar de mi buena voluntad, no pude comprobarlo certeramente con mis propios ojos), cuyas aguas Maxime du Camp afirma que no se mezclan para nada con las del Sena en la confluencia de Charenton, sino que continúan fluyendo paralelamente a estas últimas a lo largo de la orilla derecha y hasta el medio del cauce durante toda la travesía de París, y la mezcla no se realizaría sino muy progresivamente a partir de Meudon y no se concluiría sino después de Sèvres, donde las pronunciadas curvas del lecho por esos lugares hacen que las aguas se arrojen unas sobre otras como los cuerpos de los jóvenes amantes en las curvas de los scenic railways en los que les gusta subirse los días feriados.


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