Franz kafka



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—Bueno —dijo K—, como no ocurría nada y tampoco se esperaba ningún castigo expreso, ¿de qué teníais miedo? ¿Qué clase de personas sois vosotros ?



¿Cómo puedo explicártelo? —dijo Olga—. No temíamos lo venidero, ya padecíamos bajo nuestra situación, nos hallábamos en medio del castigo. La gente del pueblo se limitaba a esperar a que nos acercásemos a ellos, a que nuestro padre volviese a abrir su taller, que Amalia, que sabía confeccionar bonitos vestidos, volviese a aceptar pedidos, si bien sólo para los más ricos, a la gente le daba pena lo que habían hecho. Cuando en el pueblo se aísla repentinamente a una familia de buena reputación, todos padecen alguna desventaja por ello; cuando se apartaron de nosotros, creyeron estar cumpliendo con su deber, tampoco nosotros hubiésemos hecho otra cosa en su lugar. No habían sabido con exactitud qué había ocurrido, sólo que el mensajero había regresado a la posada de los señores con la mano llena de trozos de papel; Frieda le había visto salir y regresar, había hablado unas palabras con él y había difundido rápidamente lo poco de lo que se había enterado, pero tampoco por hostilidad hacia nosotros, sino sólo por cumplir con su deber, como habría sido el deber de cualquier otro en el mismo caso. Y entonces la gente habría preferido más que nada una feliz solución de todo el problema. Si hubiésemos llegado repentinamente con la noticia de que todo estaba arreglado, de que, por ejemplo, sólo se había tratado de un malentendido ya completamente aclarado, o que había sido una falta ya reparada o —incluso esto habría satisfecho a la gente— que mediante nuestras conexiones en el castillo habíamos conseguido que se olvidara el asunto, nos habrían recibido con los brazos abiertos, nos habrían besado y abrazado, se habrían organizado fiestas, ya he conocido algo parecido con otros. Pero ni siquiera habría sido necesaria una noticia como ésa, si hubiésemos venido por propia voluntad y les hubiésemos ofrecido reanudar nuestras antiguas relaciones, sin perder ninguna palabra sobre el asunto de la carta, eso habría bastado; con alegría habrían renunciado a mencionar la carta, junto al miedo había sido ante todo lo delicado del asunto el motivo de que se apartasen de nosotros, simplemente no querían oír nada sobre el asunto, ni hablar, ni pensar, ni quedar afectados de ningún modo por él. Cuando Frieda traicionó lo ocurrido, no lo hizo para regocijarse con ello, sino para resguardarse ella misma y resguardar a los demás de sus efectos, quiso llamar la atención de la comunidad de que había ocurrido algo de lo que había que apartarse con el mayor cuidado posible. No nos tomaban en consideración a nosotros, como familia, sino sólo a causa del asunto en el que habíamos quedado involucrados. Así que si hubiésemos vuelto a salir, si hubiésemos dejado descansar el pasado, si hubiésemos mostrado con nuestro comportamiento que habíamos superado el asunto, fuera de la manera que fuese, la opinión pública habría llegado a la convicción de que el asunto, cualquiera que hubiese sido, no volvería a ser objeto de conversación; entonces todo también habría acabado bien, habríamos encontrado en todas partes la antigua complacencia; aun cuando nosotros sólo hubiésemos olvidado parcialmente el asunto, lo habrían comprendido y nos habrían ayudado a olvidarlo por completo. En vez de eso nos sentábamos en casa; no sé a qué esperábamos, bien podía ser a la decisión de Amalia, en aquella mañana había arrebatado para sí el liderazgo de la familia y lo mantuvo con fuerza, y todo sin ninguna ceremonia especial, sin órdenes, sin súplicas, prácticamente por medio de su silencio. Los demás teníamos, es cierto, mucho que consultar, era un continuo murmullo de la mañana hasta la noche y a veces me llamaba mi padre repentinamente angustiado y yo pasaba casi toda la noche en el borde de su cama. O a veces nos acurrucábamos juntos Barnabás y yo, mi hermano comprendía poco de todo el asunto y no cesaba de reclamar ardientemente explicaciones, siempre las mismas, sabía de sobra que los años de despreocupación que a otros esperaban a su edad habían desaparecido, así que nos sentábamos juntos, de forma muy parecida a como estamos sentados tú y yo, y olvidábamos que era de noche y que volvía a hacerse de día. Nuestra madre era la más débil de todos nosotros, y esto porque no sólo había padecido el dolor general sino también el dolor de cada uno de los demás, y pudimos percibir con horror las alteraciones que se producían en ella y que, como sospechábamos, esperaban a toda la familia. Su lugar favorito era la esquina de un canapé, hace tiempo que ya no lo tenemos, se encuentra en el gran salón de Brunswick, allí se sentaba y —no se sabía muy bien qué ocurría— dormitaba o mantenía consigo misma, como los labios parecían indicar, largas conversaciones. Era tan natural que hablásemos continuamente del asunto de la carta, que profundizásemos en él, en todos los detalles seguros y en todas las inseguras posibilidades, y que continuamente nos superásemos mutuamente en la búsqueda de medios para conseguir una buena solución, era tan natural e inevitable, pero no era bueno, caímos más y más profundamente en el foso del que queríamos escapar. ¿Y de qué servían esas espléndidas ocurrencias? Ninguna de ellas se podía realizar sin Amalia, todo eran meros preparativos, auténticos absurdos, ya que sus resultados no llegaban hasta Amalia y, si hubiesen llegado hasta ella, sólo habrían encontrado su silencio. Bueno, afortunadamente, hoy conozco mejor que entonces a Amalia. Ella soportó más que los demás, resulta incomprensible cómo lo ha podido soportar y que aún viva entre nosotros. Tal vez nuestra madre soportó toda nuestra pena, la soportó porque penetró violentamente en ella y no la tuvo que soportar mucho tiempo; si aún la soporta hoy, no se puede decir, ya entonces su mente estaba nublada. Pero Amalia no sólo soportó la pena, sino que además poseía el entendimiento de penetrarla con la mirada, nosotros sólo veíamos las consecuencias, ella veía el motivo, nosotros teníamos esperanza en encontrar algún medio, por pequeño que fuese, ella sabía que todo estaba decidido, nosotros teníamos que murmurar, ella tenía que callar. Ella estaba cara a cara con la verdad y vivió y soportó esa vida como lo sigue haciendo hoy. Qué bien nos iba a nosotros en nuestra necesidad en comparación con ella. Cierto, tuvimos que abandonar nuestra casa, Brunswick la ocupó, nos asignaron esta chabola y con un carro de mano trajimos nuestras posesiones en varios viajes, Barnabás y yo tirábamos, nuestro padre y Amalia ayudaban en la parte trasera, nuestra madre, a la que habíamos traído con anterioridad, nos recibió, sentada en una caja, sin dejar de gemir en voz baja. Pero recuerdo que Barnabás y yo, durante los fatigosos viajes —que también fueron humillantes, pues con frecuencia nos encontrábamos con carros que venían de cosechar y cuyos tripulantes callaban ante nosotros y desviaban la mirada—, ni siquiera podíamos dejar de hablar de nuestras preocupaciones y de nuestros planes, a veces quedábamos tan sumidos en nuestra conversación que nos deteníamos y mi padre se veía obligado a llamarnos la atención para recordarnos nuestro deber. Pero todas esas conversaciones no lograron cambiar nuestra vida después de la mudanza, sólo que comenzamos paulatinamente a notar nuestra pobreza. Las provisiones de los parientes se acabaron, nuestras existencias casi habían llegado a su fin, en aquel tiempo comenzó a desarrollarse el desprecio contra nosotros, como tú lo conoces. Se notó que no disponíamos de la fuerza necesaria para salir del asunto de la carta y eso se nos tomó muy a mal; no menospreciaban la pesada carga de nuestro destino, pese a que no la conocían con exactitud; si la hubiésemos superado, nos habrían honrado, pero como no lo habíamos conseguido, hicieron definitivamente lo que hasta ese momento sólo habían hecho provisionalmente, nos excluyeron de todos los círculos; sabían que probablemente nadie habría pasado la prueba mejor que nosotros, pero aún más necesario, por esa razón, era separarse completamente de nosotros. A partir de entonces ya no se hablaba de nosotros como si fuésemos seres humanos, ya no se volvió a pronunciar nuestro apellido, se nos llamaba por Barnabás, el más inocente de nosotros; incluso nuestra chabola cobró mala fama y si tú reflexionas, también reconocerás que al entrar en ella por primera vez creíste percibir la justificación de ese desprecio; más tarde, cuando volvieron a visitarnos algunas personas, arrugaron la nariz por las cosas más insignificantes, por ejemplo porque la lámpara de aceite cuelga sobre la mesa, a ellos eso les parecía insoportable. Pero si colgábamos la lámpara en otro sitio, su aversión no cambiaba en nada. El mismo desprecio afectaba a todo lo que éramos y teníamos.

19
PEREGRINAJES


¿Y qué hicimos nosotros mientras tanto? Lo peor que podíamos hacer, algo por lo que podríamos haber sido despreciados con más razón de lo que fuimos: traicionamos a Amalia, desobedecimos su orden silenciosa; no podíamos seguir viviendo así, sin ninguna esperanza, por lo que comenzamos a suplicar y a asediar el castillo, cada uno a su manera, ojalá pueda perdonarnos. No obstante, sabíamos que no estábamos en disposición de subsanar nada, también sabíamos que la única conexión esperanzada que teníamos con el castillo, la de Sortini, la del funcionario que sentía inclinación por nuestro padre, se había vuelto inaccesible debido a los acontecimientos; sin embargo, nos pusimos manos a la obra. Nuestro padre fue quien comenzó, comenzaron los absurdos peregrinajes hacia el director, los secretarios, los abogados, los escribientes, la mayoría de las veces no le recibieron y cuando él, por astucia o casualidad, logró que le recibieran —cómo nos llenábamos de júbilo con esa noticia y nos frotábamos las manos— fue rechazado lo más rápidamente posible y no fue recibido otra vez. También era demasiado fácil responderle, el castillo lo tiene siempre tan fácil. ¿Qué quería? ¿Qué le había ocurrido? ¿Para qué pedía una disculpa? ¿Cuándo y por quién se había movido un dedo contra él en el castillo? Cierto, se había empobrecido, había perdido su clientela, etc., pero ésos eran sucesos de la vida cotidiana, asuntos profesionales y de mercado, ¿tenía que ocuparse el castillo de todo? En realidad ya se ocupaba de todo, pero no podía intervenir groseramente en el desarrollo de los acontecimientos, simple y llanamente para servir los intereses de un particular. ¿Debía enviar a sus funcionarios para que corriesen detrás de los clientes e intentar traerlos por la fuerza? Pero, objetaba entonces nuestro padre —nosotros tratábamos estas cosas con toda exactitud en casa, tanto antes como después, en un rincón, como ocultándonos de Amalia, que si bien se daba cuenta de todo, no intervenía—, pero, como decía, entonces objetaba nuestro padre que él no se quejaba de su empobrecimiento, todo lo que había perdido lo recuperaría con facilidad, todo eso era accesorio si se le perdonaba. Pero ¿qué se le tenía que perdonar? Se le respondía, a ellos no les había llegado ninguna demanda, al menos aún no constaba en las actas, cuando menos no en las actas accesibles a los abogados, en consecuencia, en lo que podía confirmarse, ni se había emprendido algo contra él, ni había nada en curso. ¿Podía mencionar alguna disposición emitida contra él? Nuestro padre no podía. ¿O se había producido la intervención de un órgano oficial? De eso nuestro padre no sabía nada. Bueno, si no sabía nada y si no había ocurrido nada, ¿qué quería entonces? ¿Qué se le podía perdonar? Como mucho que molestara a la administración sin ningún motivo, pero precisamente eso era imperdonable. Nuestro padre no cejó, en aquel entonces aún era muy fuerte y el ocio obligado le proporcionaba todo el tiempo que quería. «Recobraré el honor de Amalia, no durará mucho», nos decía a Barnabás y a mí varias veces al día, pero en voz muy baja, pues Amalia no podía oírlo; sin embargo sólo lo decía por Amalia, ya que en realidad no pensaba en recobrar su honor, sino sólo en el perdón. Pero antes de recibir el perdón tenía que establecer la culpa y ésta se la negaron una y otra vez en la administración. Se le ocurrió —y esto mostró que ya estaba perturbado mentalmente— que le ocultaban la culpa porque no pagaba lo suficiente; hasta ese momento había pagado siempre las tasas establecidas que, al menos para nuestra situación, eran lo suficientemente elevadas. Pero ahora creyó que tenía que pagar más, lo que no era cierto, pues nuestra administración acepta sobornos, aunque sólo para simplificar las cosas y evitar conversaciones innecesarias, pero con ellos no se puede lograr nada. Como era la esperanza de mi padre, no le quisimos molestar. Vendimos lo que nos quedaba —era casi lo imprescindible— para suministrarle a nuestro padre los medios para seguir investigando y durante mucho tiempo tuvimos la satisfacción todos los días de que nuestro padre, cuando se despedía por la mañana, pudiese al menos contar con algunas monedas en el bolsillo. Nosotros, sin embargo, padecíamos hambre durante todo el día, mientras que lo único que conseguimos con el dinero fue que nuestro padre se mantuviese en un estado de esperanzada alegría. Esto, sin embargo, no se podía decir que fuese una ventaja. Él se atormentaba con sus peregrinajes y lo que sin dinero habría encontrado un merecido fin, se prolongó en el tiempo. Como a cambio de su dinero no podía recibir ningún rendimiento extraordinario, algún escribiente intentaba de vez en cuando, al menos en apariencia, rendir algo, entonces prometía investigaciones, indicaba que ya se habían encontrado ciertas pistas que no se seguirían para cumplir el deber, sino sólo por afecto a nuestro padre, quien en vez de tornarse escéptico era cada vez más crédulo. Regresaba con una de esas absurdas promesas como si trajera una bendición a la casa y resultaba patético ver cómo siempre a espaldas de Amalia, haciendo señas hacia ella con una sonrisa desfigurada y los ojos muy abiertos, nos quería dar a entender cómo la salvación de Amalia, que no sorprendería a nadie más que a ella, estaba muy cerca gracias a sus esfuerzos, pero que todo era aún un secreto y nosotros teníamos que guardarlo muy bien. Todo esto habría durado mucho tiempo si, finalmente, no nos hubiese sido imposible proporcionarle más dinero. Aunque mientras tanto Barnabás, después de muchas súplicas, había sido admitido por Brunswick como ayudante —si bien de tal manera que tenía que recoger los encargos en la oscuridad de la noche y devolverlos de la misma forma, no obstante, hay que reconocer que Brunswick asumió un riesgo para su negocio por nuestra causa, pero por ello pagaba muy poco a Barnabás y el trabajo de Barnabás no tiene mácula—, pero ese salario apenas bastaba para sacarnos del hambre. Con muchas preparaciones y con gran delicadeza le anunciamos a nuestro padre la interrupción de nuestras ayudas monetarias, pero lo tomó con gran tranquilidad. En el estado en que se encontraba su mente ya no era capaz de comprender lo vano de sus intervenciones, pero estaba cansado de las continuas decepciones. Aunque dijo —ya no hablaba con tanta claridad como antes, había hablado casi con demasiada claridad— que sólo habría necesitado muy poco dinero más, que al día siguiente o incluso ese mismo día lo podría saber todo y que entonces su esfuerzo habría sido inútil, que sólo habría fracasado por culpa del dinero etc., el tono con que lo decía mostraba que no se creía lo que estaba diciendo. Además, en seguida forjó nuevos planes. Como no había sido capaz de demostrar la culpa y, en consecuencia, no pudo conseguir nada por la vía oficial, quiso abordar personalmente a los funcionarios. Entre ellos había algunos que tenían un corazón bueno y compasivo, que si bien no lo podían mostrar en su cargo, sí cuando no lo ejercían, cuando se les sorprendía en el momento adecuado.

Aquí, K, que había estado escuchando absorto a Olga, interrumpió su relato con la pregunta:

—¿Y tú no lo consideras correcto?

Aunque el posterior relato le tenía que dar la respuesta a su pregunta, lo quería saber en seguida.

—No —dijo Olga—, no se puede hablar de compasión o de nada parecido. Tan jóvenes e inexpertos como éramos, eso lo sabíamos muy bien y también nuestro padre lo sabía, naturalmente, pero lo había olvidado, esto como casi todo lo demás. Había concebido el plan de situarse en la carretera principal, cerca del castillo, por donde pasaban los coches de los funcionarios, y siempre que pudiera presentar su solicitud de perdón. Dicho con sinceridad, un plan demencial, incluso si hubiese ocurrido lo imposible y su solicitud hubiese llegado realmente hasta el oído de un funcionario. ¿Acaso puede perdonar un solo funcionario? Eso tendría que ser competencia de la administración en conjunto, pero incluso ésta probablemente no puede perdonar, sólo juzgar. Ahora bien, ¿puede hacerse una idea del asunto un funcionario, incluso en el caso de que se bajase y se ocupase de él, en virtud de lo que nuestro pobre, cansado y viejo padre le murmura? Los funcionarios son muy instruidos, pero también parciales, en su especialidad un funcionario deduce de una palabra cadenas enteras de pensamientos, pero se puede intentar aclararles cosas que no son de su departamento durante horas, quizá asientan amablemente con la cabeza, pero no comprenderán nada. Todo esto es evidente, intenta comprender los pequeños asuntos oficiales que le incumben a un funcionario, problemas minúsculos que él soluciona con un encogerse de hombros, intenta comprenderlos a fondo y para ello necesitarás toda la vida y aun así no llegarás al final. Pero si nuestro padre hubiese dado con un funcionario competente, éste no podría solucionar nada sin las actas previas y, por supuesto, tampoco en medio de la carretera principal; un funcionario competente no puede perdonar, sino archivar oficialmente el caso y para eso indicar de nuevo la vía oficial, pero conseguir algo en esta vía le habría sido completamente imposible a nuestro padre. Hasta qué punto había llegado nuestro padre para querer poner en práctica semejante plan. Si hubiese una oportunidad, por muy lejana que fuese, la carretera principal estaría llena de pedigüeños, pero como aquí se trata de una imposibilidad, de la que para darse cuenta sólo se necesita una educación básica, está completamente vacía. Quizá eso fortaleciese la esperanza de nuestro padre, él la alimentaba de todo lo que encontraba. Aquí resultaba muy necesario, el sentido común no tenía por qué perderse en grandes reflexiones, tenía que reconocer claramente la imposibilidad en lo más superficial. Cuando los funcionarios se trasladan al pueblo o regresan al castillo, esos viajes no son de ocio, en el pueblo y en el castillo les espera el trabajo, por eso viajan a la mayor velocidad. Ni siquiera se les ocurre mirar por la ventanilla y buscar allí peticionarios, sino que los coches están llenos de actas y expedientes que los funcionarios estudian ininterrumpidamente.

—Pero yo —dijo K— he visto el interior de un trineo de funcionarios en el que no había expedientes.



En el relato de Olga se le abría la perspectiva de un mundo tan grande e inverosímil que no podía evitar confrontarlo con su pequeña experiencia para, de ese modo, convencerse más claramente de la existencia de ese mundo, así como de la existencia del suyo propio.

—Es posible—dijo Olga—, pero entonces es peor, pues el funcionario está ocupado en asuntos tan importantes que los expedientes son demasiado valiosos o demasiado voluminosos para poder llevarlos consigo, esos funcionarios avanzan al galope. En todo caso, para nuestro padre, ninguno de ellos tuvo tiempo. Y, además, hay varias carreteras que llevan al castillo. De repente una se pone de moda, entonces la mayoría utiliza ésa, luego se pone otra, y todos quieren circular por ella. Aún no se sabe mediante qué reglas se produce ese cambio. A las ocho de la mañana todos van por una carretera, una media hora después, todos por otra, diez minutos más tarde, por una tercera, una media hora después quizá otra vez por la primera y por ella se sigue circulando durante todo el día, pero en cualquier instante existe la posibilidad de un cambio. Aunque en las proximidades del pueblo convergen todas las carreteras en una, por ella los coches pasan a toda velocidad, mientras que en las cercanías del castillo la velocidad es moderada. Pero así como el tráfico respecto a las carreteras no obedece a ninguna regla y resulta impredecible, lo mismo ocurre con el número de los coches. Con frecuencia hay días en los que no pasa un solo coche, pero luego sigue un día en el que circula un gran número de ellos. Y ahora imagínate a nuestro padre en la carretera. Todas las mañanas, con su mejor traje, que es lo único que le quedaba, salía de la casa acompañado de nuestras bendiciones. Se llevaba un pequeño distintivo del cuerpo de bomberos que ha conservado injustamente y se lo ponía en cuanto salía del pueblo, en él tiene miedo de mostrarlo a pesar de que es muy pequeño y de que apenas se puede distinguir a dos pasos de distancia, pero según la opinión de nuestro padre debería servir para llamar la atención de los funcionarios sobre él. No muy lejos de la entrada al castillo hay un establecimiento de horticultura, pertenece a un tal Bertuch, que suministra hortalizas al castillo, allí, en el delgado borde de la base que sustentaba la verja del huerto, escogió nuestro padre su sitio. Bertuch lo toleró porque había tenido amistad con mi padre y también había pertenecido a sus clientes más fieles; por lo demás, él tiene un pie deforme y creía que sólo nuestro padre era capaz de hacerle un zapato que se adaptara perfectamente a su defecto. Así que allí permanecía nuestro padre sentado, día tras día; fue un otoño lluvioso, pero el tiempo le era completamente indiferente, por la mañana, a una hora determinada, tenía la mano en el picaporte de la puerta y nos hacía señal de despedida, por la noche regresaba empapado, parecía como si se fuese encorvando cada vez más, y se arrojaba en el rincón. Al principio nos contaba sus pequeños acontecimientos, por ejemplo que Bertuch por compasión y en recuerdo de su antigua amistad le había arrojado una manta sobre la verja, o que en los coches que pasaban había creído reconocer a tal o cual funcionario o que de vez en cuando algún cochero le reconocía y le rozaba con el látigo de broma. Más tarde dejó de contar esas cosas, era evidente que ya no tenía esperanzas de lograr nada, simplemente consideraba su deber, su aburrida profesión, irse hasta allí y pasar el día. Entonces comenzaron sus dolores reumáticos, el invierno se acercaba, cayó nieve antes de lo esperado, aquí el invierno comienza muy pronto, y se tuvo que sentar sobre la piedra mojada o sobre la nieve. Por la noche gemía por los dolores, por las mañanas a veces se sentía inseguro de si debía salir, pero lograba superarse y partía. Nuestra madre se aferraba a él y no quería dejarle marchar, él, tal vez angustiado por sus desobedientes miembros, le permitía acompañarle, así que también nuestra madre comenzó a sufrir dolores. Con frecuencia estábamos con ellos, les llevábamos comida o simplemente les hacíamos una visita, otras veces intentábamos convencerles para que regresasen; cuántas veces les encontramos allí acurrucados, abrazándose en la estrechez de su asiento, tapados con una delgada manta que apenas los cubría, rodeados sólo de nieve y niebla y días enteros sin ningún ser humano ni ningún coche hasta donde alcanzaba la vista. ¡Qué visión!, K, ¡qué visión! Hasta que una mañana las piernas rígidas de nuestro padre ya no le pudieron sacar de la cama; estaba desconsolado, en su delirio creía ver cómo. paraba un coche al lado del establecimiento de Bertuch, bajaba un funcionario, buscaba en la verja a nuestro padre y sacudiendo la cabeza y enojado regresaba al coche. Nuestro padre emitía tales gritos como si quisiera llamar la atención del funcionario desde allí abajo y explicarle que se había ausentado sin culpa. Y fue una larga ausencia, ya no regresó más, tuvo que permanecer semanas enteras en la cama. Amalia asumió su cuidado, el tratamiento, todo, y así ha seguido con pausas hasta ahora. Ella conoce hierbas medicinales que tranquilizan los dolores, apenas necesita dormir, nada le asusta, no teme a nada, jamás se muestra impaciente, ella realizó todo el trabajo relativo a nuestros padres; mientras nosotros, en cambio, sin poder ayudar en nada, rondábamos intranquilos, ella se mantenía en todo fría y silenciosa. Una vez que hubo transcurrido lo peor y nuestro padre, cuidadosamente y apoyado a izquierda y derecha, logró salir de la cama, Amalia volvió a retirarse en seguida y nos lo dejó a nosotros.

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