que es una cuestión que debemos discutir. Pues en una democracia,
pública pueden influir todos, y especialmente los filósofos. En las democracias,
futuros, si bien con considerable retraso, sin duda. La politica
altos salarios para toda la población laboriosa." *
Creo que los filósofos deben seguir discutiendo los fines propios de
la política social a la luz de la experiencia de los últimos cincuenta
años. En lugar de limitarse a discutir sobre la "naturaleza" de la ética
o sobre el bien máximo, etc., deberían pensar acerca de esas fundamentales
y difíciles cuestiones éticas y políticas que plantea el hecho de
que la libertad política, es imposible sin algún principio de igualdad
ante la ley; de que, puesto que la libertad absoluta es imposible, debemos
requerir en su lugar, con Kant, la igualdad con respecto a esas
* En su Autobiography, 1873, pág. 105, F. A. Hayek, llamó mi atención sobre
ese pasaje. (Se hallarán más comentarios sobre la opinión pública en el capítulo 17.)
413
limitaciones a la libertad que son consecuencia inevitable de la vida
social; y de que, por otro lado, la aspiración a la igualdad, especialmente
en su sentido económico, deseable como lo es en sí misma, puede
convertirse en una amenaza a la libertad.
Análogamente, deberían considerar el hecho de que el principio utilitarista
de la mayor felicidad puede convertirse fácilmente en una
excusa para una dictadura benevolente, y la propuesta ^ de que lo reemplacemos
por un principio más modesto y más realista: el de que la
lucha contra la miseria evitable sea un objetivo reconocido de la politica
pública, mientras que el incremento de la felicidad quede, en lo
esencial, en manos de la iniciativa privada.
Creo que este utilitarismo modificado podría dar origen mucho más
fácilmente a un acuerdo acerca de reformas sociales. Pues las nuevas
formas de la felicidad son entes teóricos e irreales, acerca de los cuales
puede ser difícil formarse una opinión. Pero la miseria está entre nosotros,
aquí y ahora, y lo estará por largo tiempo. Todos la conocemos
por experiencia. Hagamos nuestra la tarea de grabar en la opinión
pública la idea simple de que es juicioso combatir los males sociales
más urgentes y reales uno por uno, aquí y ahora, en lugar de sacrificar
generaciones enteras por un supremo bien distante y quizás irrealizable
por siempre.
xn
La revolución historicista, como la mayoría de las revoluciones intelectuales,
parece haber tenido poco efecto sobre la estructura básicamente
teísta y autoritaria del pensamiento europeo.*
La anterior revolución naturalista contra Dios reemplazó el nombre
"Dios" por el nombre "Naturaleza". Casi todo lo demás quedó igual.
La teología, la ciencia de Dios, fue reemplazada por la ciencia de la
Naturaleza; las leyes de Dios por las leyes de la Naturaleza; la voluntad
y el poder de Dios por la voluntad y el poder de la Naturaleza
(las fuerzas naturales) y luego los planes de Dios y el juicio de Dios
por la Selección Natural. El determinismo teológico fue reemplazado
por un determinismo naturalista; es decir, la omnipotencia y omnisciencia
de Dios fueron reemplazadas por la omnipotencia de la Naturaleza '
y la omnisciencia de la ciencia.
Hegel y Marx, a su vez, reemplazaron la diosa Naturaleza por la
diosa Historia. Así, llegamos a las leyes de la historia; a los poderes,
fuerzas, tendencias, designios y planes de la historia, y a la omnipotencia
y omnisciencia del determinismo histórico. Los pecadores contra
Dios fueron reemplazados por los "criminales que se oponen vanamente
S Uso aquí el término "propuesta" en el sentido técnico que propugna L. J.
Russell. Cf. &u articulo "Propositions and Proposals", en los Proc. of the Tenth
Intern. Congress of Philosophy, Amsterdam, 1948.
« Véase págs. 23-27 y 34-36, más arriba. (La sección XII de este capítulo no
ha sido publicada preiviamente.)
T Véase S|pinoza, Etica, I, propos. XXIX, y págs. 7 y 15 de este libro.
414
.1 la marcha de la Historia", y supimos C[ue nuestro juez no será Dios,
sino la Historia (la Historia de las "Naciones" o de las "Clases").
Es esa deificación de la historia lo que combato.
Pero la secuencia Dios-Nnluraleza-Historia, y la secuencia de las correspondientes
religiones secularizadas, no termina aquí. El descubrimiento
hisloricista de cjue todas las normas sc')lo son, a fin de cuentas,
hechos histciricos (en Dios, las normas y los hechos son una unidad)
(onduce a la deificación de los Hechos —de los Hechos existentes o
reales de la vida y la conducta humanas (que incluyen, me temo, solamente
presuntos Hechos) — y, de este modo, a las religiones secularizadas
de las Naciones y de las Clases, así como del existencialismo, el
positivismo y el conductismo. Y puesto (jue la conducta verbal forma
parte de la conducta humana, llegamos también a la deificación de los
Hechos del Lenguaje." La apelación a la autoridad lc)gica y moral de
estos Hechos (o jiresuntos Hechos) es, al parecer, la última sabiduría
de la filosofía en nuestro tiempo.
^ V<'a,se. por ejemplo, el punto (13), pAg. 78 y pág. 3.'), antes. Con respecto
al positivismo legal véase Open Society, especialmente vol. I, págs. 71-73, y vol. II,
págs. 392-5; y F. A. Hayek, The Constitution of Liberty, 1960, págs. 236 y sigs. Véase
también F. A. Hayek, Studies in Philosophy, Politics and Economics, 19(57.
415
17
LA OPINION PUBLICA
Y LOS PRINCIPIOS LIBERALES
i.As SIGUIENTES observaciones estaban destinadas a suministrar material
para debate en una conferencia internacional de liberales (en el sentido
inglés de este término: ver el final del Prefacio). Mi propósito
era simplemente establecer los fundamentos para una buena discusión
general. Puesto que podía suponer opiniones liberales en mi auditorio,
me dediqué principalmente a poner en tela de juicio, en lugar de
suscribir, las presuposiciones populares favorables a esas opiniones.
I. EL MITO DE LA OPLMON PUBLICA
Debemos tomar conciencia de una serie de mitos concernientes a la
"opinión pública" que a menudo son aceptados sin crítica.
Está, en primer término, el mito clásico, vox populi vox dei, que
atribuye a la voz del pueblo una especie de autoridad final y sabiduría
ilimitada. Su equivalente moderno es la fe en la justeza suprema del
sentido común de la figura mítica que es "el hombre de la calle", en
su voto y en su voz. Es característica en ambos casos la supresión
del plural. Pero gracias a Dios las personas raramente coinciden; y los
diversos hombres de las diversas calles son tan diferentes como una
colección de P.M.I. (personas muy importantes) en un salón de conferencias.
Y si en alguna ocasión hablan más o menos al unísono, lo
que dicen no es necesariamente juicioso. Pueden tener razón o pueden
estar equivocadas. "La voz" puede ser muy categórica en temas muy
dudosos. (Ejemplo: La casi unánime e indiscutida aceptación de la
exigencia de "rendición incondicional".) Y puede oscilar en problemas
que no dejan lugar a dudas. (Ejemplo: La cuestión de perdonar o no el
chantaje político y el asesinato en masa.) Puede ser bien intencionada,
pero imprudente. (Ejemplo: La reacción pública que anuló el plan
Esta disertación fue leida ante la Sexta Reunión de la Sociedad Mont Pélerin,
en su Conferencia de Venecia, en septiembre de 19^4. Fue publicada (en italiano)
en II Politico, 20, 195^, y(en alemán) eri Ordo, 8, 19i6. No había sido publicada
en inglés hasta la aparición, de este volumen.
416
Hoare-Laval.) O puede no ser bien intencionada ni muy prudente.
(Ejemplo; La aprobación de la misión Runciman; la aprobación del
|>acto de Munich de 1938.)
Creo, sin embargo, que hay un fondo de verdad oculta en el mito
de la vox populi. Se lo podría formular de esta manera; a pesar de
la limitada información de que disponen, muchos hombres simples
son más juiciosos que sus gobiernos; y si no más juiciosos, por lo
menos inspirados por mejores o más generosas intenciones. (Ejemplo;
La disposición a luchar del pueblo checoslovaco, en vísperas de Munich;
la reacción Hoare-Laval, nuevamente.)
Una forma del mito —o quizás de la filosofía que está detrás del
mito— que me parece de particular interés e importancia es la doctrina
de que la verdad es nwnifiesta. Me refiero a la doctrina según la cual,
si bien el error es algo que necesita ser explicado (por la falta de
buena voluntad, o por la parcialidad o por el prejuicio), la verdad
siempre se da a conocer, mientras no se la suprima. Así surge la
creencia de que la libertad, al barrer con la opresión y otros obstáculos,
debe conducir necesariamente a un Reinado de la Verdad y el Bien,
a "un Elíseo creado por la razón y agraciado por los placeres más
puros del amor a la humanidad", según las palabras finales de la obra
de Condorcet Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del
espíritu humano.
He simplificado intencionalmente este importante mito, que también
puede ser formulado así: "Nadie que se enfrente con la verdad puedie
dejar de reconocerla." Propongo llamarlo "la teoría del optimismo racionalista".
Es una teoría que la Ilustración comparte, con la mayoría
de sus consecuencias políticas y sus represiones intelectuales. Como el
mito de la vox populi, es otro mito de la voz única. Si la humanidad es
un Ser que debemos adorar, entonces la voz unánime de la humanidad
debe ser nuestra autoridad final. Pero sabemos que esto es un mito
y hemos aprendido a desconfiar de la unanimidad.
Una reacción contra este mito racionalista y optimista es la versión
romántica de la teoría de la vox populi, la doctrina de la autoridad
y univocidad de la voluntad popular, de la "volante genérale", del
espíritu del pueblo, del genio de la nación, del espíritu del grupo
o del instinto de la sangre. No necesito repetir aquí la crítica que
Kant y otros —entre ellos, yo mismo— han dirigido contra esas doctrinas
de la aprehensión irracional de la verdad que culmina en la doctrina
hegeliana de la astucia de la razón, que usa nuestras pasiones
como instrumentos para la aprehensión instintiva o intuitiva de la verdad;
y que hace imposible que el pueblo se equivoque, especialmente
si sigue el dictado de sus pasiones y no el de su razón.
Una variante importante y aún muy influyente de ese mito es el del
progreso de la opinión pública, que no es sino el mito de la opinión
pública del liberal del siglo xix. Se lo puede ilustrar citando un pasaje
del libro de .Anthony Trollope Phineas Finn, sobre el cual me ha Ua-
417
mado la atención el Profesor E. H. Gombrich. Trollope describe el
destino de una moción parlamentaria en defensa de los derechos de
los arrendatarios irlandeses. Se produce la división y el ministro es
derrotado por una mayoría de veintitrés votos. "Y ahora —dice
Mr. Monk, miembro del Parlamento— la lástima es que no estamos
ni una pi/ca más cerca d« los derechos de los arrendatarios que antes."
"Sin embargo, estamos más cerca."
"En cierto sentido, sí. Ese debate y <-sa nuívoria liarán pensar a los liomlircs.
Pero no, pensar es una palabra demasiado fuerte: i>or lo general, los hombres no
piensan. Pero les hará creer tiue hay algo en la cosa. Muchos que antes consideraban
quimérica la legislación .sobre la cuestión, ahora imaginarán que sólo es
peligrosa o, quizás, simplemente difícil. Y así, con el tiempo, se la llegará a
contar entre las co.sa.s posil>les y luego entre las cosas probables, l'or último, se la
incluirá en la lista de esas medidas que el país exige como absolutamente
necesarias. Es así como .se forma la opinión piiblica."
"No es una pérdida
paso para formarla."
"El primer gran paso fue dado hace tiempo —respondió Mr. Monk— por
hombres que fueron considerados como demagogos revolucionarios y casi como
traidores, por haberlo
Heve atlelante."
La teoría expuesta ¡jor el miembro del Parlamento y radical-liberal
Mr. Monk podría ser llamada la "teoría de la vanguardia de la opinión
pública", o teoría del liderazgo de los progresistas. Es la teoría de
que hay líderes o creadores de la opinión pública que —mediante libros,
panfletos y cartas a The Times o mediante discursos y mociones
¡jarlamentarios— logran que ciertas ideas rechazadas en un principio
sean luego debatidas y, finalmente, aceptadas. Se concibe a la opinión
pública como una esjiecie de respuesta pública a los pensamientos y
esfuerzos' de esos aristócratas ilel esjiíritu que crean nuevos pensamientos,
nuevas ideas y nuevos argumentos. Se la concibe como lenta,
un poco pasiva y conservadora por naturaleza, pero sin embargo capaz,
finalmente, de discernir intuitivamente la verdad de las afirmaciones de
los reformadores, como el arbitro lento, pero tlefinitivo y autorizado,
de los debates de la élite. Sin duda, se trata de otra forma de nuestro
mito, por mucho que la realidad inglesa pueda parecer adecuarse a él.
a primera vista. Sin duda, a menudo las aspiraciones de los reformadores
han alcanzado el éxito de esa manera. Pero ¿sólo tuvieron éxito
Jas aspiraciones válidas? Me inclino a creer que, en Gran Bretaña, no
es tanto la verdad de una afirmación o lo juicioso de una propuesta
lo que permite conquistar el apoyo de VA opinión pública para una
política determinada como el sentimiento de que hay una injusticia
que puede y debe ser lectificada. Lo que describe Trollope es la característica
sensibilidad moral de la opinión pública y la manera en que
a menudo se la ha despertado; su intuición de la injusticia más que
su intuición de la verdad fáctica. Hasta qué punto 'la tlescripción de
418
Trollope puede ser aplicada a otros países es discutible; y sería peligroso
suponer que aun en Gran Bretaña la opinión pública seguirá
siendo tan sensible como en el pasado.
2. IOS l*K.l.K.R()S DE l.A OPINION 1*1 BI.ICA
La opinión pública (sea cual luere) es muy poderosa. Puede cambiar
gobiernos, hasta gobiernos no democráticos. Los liberales deben
considerar un poder semejante con cierto grado de sospecha.
Debido a su anonimato, la opinión pública es una ¡arma irresponsable
de poder y, p)or ello, particularmente peligrosa desde el punto
de vista liberal. (Ejemplo: Las barreras de color y otros problemas
raciales.) El remedio en una dirección es obvio: al reducir al mínimo
el pcxler del Estado, se reducirá el peligro de la influencia de la opinión
pública que se ejerte a través del Estado. Pero esto no asegura
la libertad de la conducta y el pensamiento del individuo de la presión
directa ejercida por la opinión pública. En este aspecto, ei individuo
necesita la poderosa protección del Estado. Estos requisitos antagónicos
pueden ser reconciliados, al menos parcialmente, por un cierto tipo de
tradición. Volveremos a este problema más adelante.
La doctrina de que la opinión pública no es irresponsable, sino de
algún modo "respon,sable ante sí misma" —en el sentida de que sus
errores tienen consecuencias que caen sobre el público que defiende la
opinión equivocada— es otra forma del mito colectivista de la opinión
pública: la propaganda equivocada de un grupo de ciudadanos puede
fácilmente dañar a otro grupo.
S. LOS PRINCIPIOS LIBER.VLES: UN GRUPO DE TESIS
(1) El Estado es un mal n«:esario: sus poderes no deben multiplicarse
más allá de lo necesario. Podría llamarse a este principio la
"navaja liberal". (En analogía con la navaja de Occam, o sea el famoso
principio de que no se debe multiplicar las entidades o esencias más
alia de lo necesario.)
Para demostrar la necesidad del Estado no apelo a la coiicepción del
hombre sustentada por Hobbes: homo homini lupus. Por el contrario,
puede demostrarse su necesidad aun si suponemos que homo homini
felis y hasta que homo homini ángelus, en otras palabras, aun si suponemos
que —a causa de su dulzura o de su bondad angélica— nadie
perjudica nunca a nadie. Aun en tal mundo habría hombres débiles
y fuertes, y los más débiles no tendrían ningún derecho legal a ser
tolerados por los más fuertes, sino que tendrían que agradecerles su
bondad al tolerarlos. Quienes (fuertes o débiles) piensen que éste es
un estado de cosas insatisfactorio y que toda persona debe tener derecho
a vivir y el derecho a ser protegido contra el poder del fuerte,
estará de acuerdo en que necesitamos un Estado que proteja los dereciios
de todos.
419
Es fácil comprender que el Estado es un peligro constante o (como
me he aventurado a llamarlo) un mal, aunque necesario. Pues para
que el Estado pueda cumplir su función, debe tener más poder que
cualquier ciudadano privado o cualquier corporación piiblica; y aunque
podamos crear instituciones en las que se reduzca al mínimo el
peligro del mal uso de esos poderes, nunca podremos eliminar completamente
el peligto. Por el contrario, parecería que la mayoría de
los hombres tendrá siempre que pagar por la protección del Estado,
no sólo en forma de impuestos, sino hasta bajo la forma de la humillación
sufrida, por ejemplo, a causa de funcionarios prepotentes. El
problema es no tener que pagar demasiado por ella.
(2) La diferencia entre una democracia y una tiranía es que en
la primera es posible sacarse de encima el gobierno sin derramamiento
de sangre; en una tiranía, eso no es posible.
(3) La democracia como tal no puede conferir beneficios al ciudadano
y no debe esperarse que lo haga. En realidad, la democracia
no puede hacer nada; sólo los ciudadanos de la democracia pueden
actuar (inclusive, por supuesto, los ciudadanos que integran el gobierno)
. La democracia no suministra más que una armazón dentro de la
cual los ciudadanos pueden actuar de una manera más o menos organizada
y coherente.
(4) Somos demócratas, no porque la mayoría tenga siempre razón,
sino porque las tradiciones democráticas son las menos malas que conocemos.
Si la mayoría (o la "opinión pública") se decide en favor
de la tirania, un demócrata no necesita suponer por ello que se ha
revelado alguna inconsistencia fatal en sus opiniones. Debe comprender,
más bien, que la tradición democrática no es suficientemente fuerte
en su país.
• (5) Las instituciones solas nunca son suficientes si no están atemperadas
por las tradiciones. Las instituciones son siempre ambivalentes,
en el sentido de que, en ausencia de una tradición fuerte, también
pueden servir al propósito opuesto al que estaban destinadas a servir.
Por ejemplo, se supone que una oposición parlamentaria debe impedir,
hablando en términos generales, que la mayoría robe el dinero de los
contribuyentes. Pero recuerdo bien una situación que se dio en un
país del sudoeste de Europa que ilustra el carácter ambivalente de esta
institución. En ese país, la oposición compartió el botín con la mayoría.
Para resumir: las tradiciones son necesarias para establecer una especie
de vínculo entre las instituciones y las intenciones y evaluaciones
de los hombres.
(6) Una Utopía Liberal —esto es, un estado racionalmente planeado
a partir de una tabula rasa sin tradiciones— es una imposibilidad.
Pues el principio' liberal exige que las limitaciones a la libertad de
cada uno que la vida social hace necesarias deben ser reducidas a un
mínimo e igualadas todo lo posible (Kant). Pero, ¿cómo podemos
aplicar a la vida real un principio a priori semejante? ¿Debemos im-
420
[)cdir a un pianista que estudie o debemos privar a su vecino de una
siesta tranquila? Esos problemas sólo pueden ser resueltos en la práclica
apelando a las tradiciones y costumbres existentes y a un tradicional
sentido de justicia; a la 'ley común, como se la llama en Gran
Bretaña, y a la apreciación equitativa de un juez imparcial. Por ser
principios universales, todas las leyes deben ser interpretadas para que
se las pueda aplicar; y una interpretación requiere algunos principios
(le práctica concreta, principios que sólo una tradición viva puede
suministrar. Y esto es especialmente cierto con respecto a los principios
sumamente abstractos y universales del liberalismo.
(7) Los principios del liberalismo pueden ser considerados como
principios para evaluar y, si es necesario, para modificar o reformar
las instituciones existentes, más que para reemplazarlas. También se
puede expresar esto diciendo que el liberalismo es más un credo evolucionista
que revolucionario (a menos que se esté frente a un régimen
tiránico).
(8) Entre las tradiciones que debemos considerar más importantes
se cuenta la que podríamos llamar el "maico moral" (correspondiente
al "marco legal" institucional) de una sociedad. Este marco moral
expresa el sentido tradicional de justicia o equidad de la sociedad, o el
grado de sensibilidad moral que ha alcanzado. Es la base que hace
posible lograr un compromiso justo o equitativo entre intereses antagónicos,
cuando ello es necesario. No es inmutable en sí mismo, por
supuesto, pero cambia de manera relativamente lenta. Nada es más
peligroso que la destrucción de este marco tradicional. (El nazismo
trató conscientemente de destruirlo.) Su destrucción conduce, finalmente,
al cinismo y al nihilismo, es decir, al desprecio y la di.«olución de
todos los valores humanos.