G. H. Mead Espíritu, persona y sociedad



Yüklə 5,03 Mb.
səhifə40/49
tarix11.09.2018
ölçüsü5,03 Mb.
#80972
1   ...   36   37   38   39   40   41   42   43   ...   49

XI

¿Pero qué deben hacer los gobernantes? En oposición a la mayoría

de los historicistas, creo que esta cuestión está lejos de ser fútil, sino

que es una cuestión que debemos discutir. Pues en una democracia,

los gobernantes se verán obligados por la amenaza de ser desplazados

a hacer lo que la opinión pública quiere que hagan y sobre la opinión

pública pueden influir todos, y especialmente los filósofos. En las democracias,

las ideas de los filósofos a menudo han influido en los procesos

futuros, si bien con considerable retraso, sin duda. La politica

social británica es ahora la de Bentham y la de John Stuart Mill,



altos salarios para toda la población laboriosa." *

Creo que los filósofos deben seguir discutiendo los fines propios de

la política social a la luz de la experiencia de los últimos cincuenta

años. En lugar de limitarse a discutir sobre la "naturaleza" de la ética

o sobre el bien máximo, etc., deberían pensar acerca de esas fundamentales

y difíciles cuestiones éticas y políticas que plantea el hecho de

que la libertad política, es imposible sin algún principio de igualdad

ante la ley; de que, puesto que la libertad absoluta es imposible, debemos

requerir en su lugar, con Kant, la igualdad con respecto a esas

* En su Autobiography, 1873, pág. 105, F. A. Hayek, llamó mi atención sobre

ese pasaje. (Se hallarán más comentarios sobre la opinión pública en el capítulo 17.)

413

limitaciones a la libertad que son consecuencia inevitable de la vida



social; y de que, por otro lado, la aspiración a la igualdad, especialmente

en su sentido económico, deseable como lo es en sí misma, puede

convertirse en una amenaza a la libertad.

Análogamente, deberían considerar el hecho de que el principio utilitarista

de la mayor felicidad puede convertirse fácilmente en una

excusa para una dictadura benevolente, y la propuesta ^ de que lo reemplacemos

por un principio más modesto y más realista: el de que la

lucha contra la miseria evitable sea un objetivo reconocido de la politica

pública, mientras que el incremento de la felicidad quede, en lo

esencial, en manos de la iniciativa privada.

Creo que este utilitarismo modificado podría dar origen mucho más

fácilmente a un acuerdo acerca de reformas sociales. Pues las nuevas

formas de la felicidad son entes teóricos e irreales, acerca de los cuales

puede ser difícil formarse una opinión. Pero la miseria está entre nosotros,

aquí y ahora, y lo estará por largo tiempo. Todos la conocemos

por experiencia. Hagamos nuestra la tarea de grabar en la opinión

pública la idea simple de que es juicioso combatir los males sociales

más urgentes y reales uno por uno, aquí y ahora, en lugar de sacrificar

generaciones enteras por un supremo bien distante y quizás irrealizable

por siempre.

xn

La revolución historicista, como la mayoría de las revoluciones intelectuales,



parece haber tenido poco efecto sobre la estructura básicamente

teísta y autoritaria del pensamiento europeo.*

La anterior revolución naturalista contra Dios reemplazó el nombre

"Dios" por el nombre "Naturaleza". Casi todo lo demás quedó igual.

La teología, la ciencia de Dios, fue reemplazada por la ciencia de la

Naturaleza; las leyes de Dios por las leyes de la Naturaleza; la voluntad

y el poder de Dios por la voluntad y el poder de la Naturaleza

(las fuerzas naturales) y luego los planes de Dios y el juicio de Dios

por la Selección Natural. El determinismo teológico fue reemplazado

por un determinismo naturalista; es decir, la omnipotencia y omnisciencia

de Dios fueron reemplazadas por la omnipotencia de la Naturaleza '

y la omnisciencia de la ciencia.

Hegel y Marx, a su vez, reemplazaron la diosa Naturaleza por la

diosa Historia. Así, llegamos a las leyes de la historia; a los poderes,

fuerzas, tendencias, designios y planes de la historia, y a la omnipotencia

y omnisciencia del determinismo histórico. Los pecadores contra

Dios fueron reemplazados por los "criminales que se oponen vanamente

S Uso aquí el término "propuesta" en el sentido técnico que propugna L. J.

Russell. Cf. &u articulo "Propositions and Proposals", en los Proc. of the Tenth

Intern. Congress of Philosophy, Amsterdam, 1948.

« Véase págs. 23-27 y 34-36, más arriba. (La sección XII de este capítulo no

ha sido publicada preiviamente.)

T Véase S|pinoza, Etica, I, propos. XXIX, y págs. 7 y 15 de este libro.

414

.1 la marcha de la Historia", y supimos C[ue nuestro juez no será Dios,



sino la Historia (la Historia de las "Naciones" o de las "Clases").

Es esa deificación de la historia lo que combato.

Pero la secuencia Dios-Nnluraleza-Historia, y la secuencia de las correspondientes

religiones secularizadas, no termina aquí. El descubrimiento

hisloricista de cjue todas las normas sc')lo son, a fin de cuentas,

hechos histciricos (en Dios, las normas y los hechos son una unidad)

(onduce a la deificación de los Hechos —de los Hechos existentes o

reales de la vida y la conducta humanas (que incluyen, me temo, solamente

presuntos Hechos) — y, de este modo, a las religiones secularizadas

de las Naciones y de las Clases, así como del existencialismo, el

positivismo y el conductismo. Y puesto (jue la conducta verbal forma

parte de la conducta humana, llegamos también a la deificación de los

Hechos del Lenguaje." La apelación a la autoridad lc)gica y moral de

estos Hechos (o jiresuntos Hechos) es, al parecer, la última sabiduría

de la filosofía en nuestro tiempo.

^ V<'a,se. por ejemplo, el punto (13), pAg. 78 y pág. 3.'), antes. Con respecto

al positivismo legal véase Open Society, especialmente vol. I, págs. 71-73, y vol. II,

págs. 392-5; y F. A. Hayek, The Constitution of Liberty, 1960, págs. 236 y sigs. Véase

también F. A. Hayek, Studies in Philosophy, Politics and Economics, 19(57.

415


17

LA OPINION PUBLICA

Y LOS PRINCIPIOS LIBERALES

i.As SIGUIENTES observaciones estaban destinadas a suministrar material

para debate en una conferencia internacional de liberales (en el sentido

inglés de este término: ver el final del Prefacio). Mi propósito

era simplemente establecer los fundamentos para una buena discusión

general. Puesto que podía suponer opiniones liberales en mi auditorio,

me dediqué principalmente a poner en tela de juicio, en lugar de

suscribir, las presuposiciones populares favorables a esas opiniones.

I. EL MITO DE LA OPLMON PUBLICA

Debemos tomar conciencia de una serie de mitos concernientes a la

"opinión pública" que a menudo son aceptados sin crítica.

Está, en primer término, el mito clásico, vox populi vox dei, que

atribuye a la voz del pueblo una especie de autoridad final y sabiduría

ilimitada. Su equivalente moderno es la fe en la justeza suprema del

sentido común de la figura mítica que es "el hombre de la calle", en

su voto y en su voz. Es característica en ambos casos la supresión

del plural. Pero gracias a Dios las personas raramente coinciden; y los

diversos hombres de las diversas calles son tan diferentes como una

colección de P.M.I. (personas muy importantes) en un salón de conferencias.

Y si en alguna ocasión hablan más o menos al unísono, lo

que dicen no es necesariamente juicioso. Pueden tener razón o pueden

estar equivocadas. "La voz" puede ser muy categórica en temas muy

dudosos. (Ejemplo: La casi unánime e indiscutida aceptación de la

exigencia de "rendición incondicional".) Y puede oscilar en problemas

que no dejan lugar a dudas. (Ejemplo: La cuestión de perdonar o no el

chantaje político y el asesinato en masa.) Puede ser bien intencionada,

pero imprudente. (Ejemplo: La reacción pública que anuló el plan

Esta disertación fue leida ante la Sexta Reunión de la Sociedad Mont Pélerin,

en su Conferencia de Venecia, en septiembre de 19^4. Fue publicada (en italiano)

en II Politico, 20, 195^, y(en alemán) eri Ordo, 8, 19i6. No había sido publicada

en inglés hasta la aparición, de este volumen.

416


Hoare-Laval.) O puede no ser bien intencionada ni muy prudente.

(Ejemplo; La aprobación de la misión Runciman; la aprobación del

|>acto de Munich de 1938.)

Creo, sin embargo, que hay un fondo de verdad oculta en el mito

de la vox populi. Se lo podría formular de esta manera; a pesar de

la limitada información de que disponen, muchos hombres simples

son más juiciosos que sus gobiernos; y si no más juiciosos, por lo

menos inspirados por mejores o más generosas intenciones. (Ejemplo;

La disposición a luchar del pueblo checoslovaco, en vísperas de Munich;

la reacción Hoare-Laval, nuevamente.)

Una forma del mito —o quizás de la filosofía que está detrás del

mito— que me parece de particular interés e importancia es la doctrina

de que la verdad es nwnifiesta. Me refiero a la doctrina según la cual,

si bien el error es algo que necesita ser explicado (por la falta de

buena voluntad, o por la parcialidad o por el prejuicio), la verdad

siempre se da a conocer, mientras no se la suprima. Así surge la

creencia de que la libertad, al barrer con la opresión y otros obstáculos,

debe conducir necesariamente a un Reinado de la Verdad y el Bien,

a "un Elíseo creado por la razón y agraciado por los placeres más

puros del amor a la humanidad", según las palabras finales de la obra

de Condorcet Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del

espíritu humano.

He simplificado intencionalmente este importante mito, que también

puede ser formulado así: "Nadie que se enfrente con la verdad puedie

dejar de reconocerla." Propongo llamarlo "la teoría del optimismo racionalista".

Es una teoría que la Ilustración comparte, con la mayoría

de sus consecuencias políticas y sus represiones intelectuales. Como el

mito de la vox populi, es otro mito de la voz única. Si la humanidad es

un Ser que debemos adorar, entonces la voz unánime de la humanidad

debe ser nuestra autoridad final. Pero sabemos que esto es un mito

y hemos aprendido a desconfiar de la unanimidad.

Una reacción contra este mito racionalista y optimista es la versión

romántica de la teoría de la vox populi, la doctrina de la autoridad

y univocidad de la voluntad popular, de la "volante genérale", del

espíritu del pueblo, del genio de la nación, del espíritu del grupo

o del instinto de la sangre. No necesito repetir aquí la crítica que

Kant y otros —entre ellos, yo mismo— han dirigido contra esas doctrinas

de la aprehensión irracional de la verdad que culmina en la doctrina

hegeliana de la astucia de la razón, que usa nuestras pasiones

como instrumentos para la aprehensión instintiva o intuitiva de la verdad;

y que hace imposible que el pueblo se equivoque, especialmente

si sigue el dictado de sus pasiones y no el de su razón.

Una variante importante y aún muy influyente de ese mito es el del

progreso de la opinión pública, que no es sino el mito de la opinión

pública del liberal del siglo xix. Se lo puede ilustrar citando un pasaje

del libro de .Anthony Trollope Phineas Finn, sobre el cual me ha Ua-

417


mado la atención el Profesor E. H. Gombrich. Trollope describe el

destino de una moción parlamentaria en defensa de los derechos de

los arrendatarios irlandeses. Se produce la división y el ministro es

derrotado por una mayoría de veintitrés votos. "Y ahora —dice

Mr. Monk, miembro del Parlamento— la lástima es que no estamos

ni una pi/ca más cerca d« los derechos de los arrendatarios que antes."

"Sin embargo, estamos más cerca."

"En cierto sentido, sí. Ese debate y <-sa nuívoria liarán pensar a los liomlircs.

Pero no, pensar es una palabra demasiado fuerte: i>or lo general, los hombres no

piensan. Pero les hará creer tiue hay algo en la cosa. Muchos que antes consideraban

quimérica la legislación .sobre la cuestión, ahora imaginarán que sólo es

peligrosa o, quizás, simplemente difícil. Y así, con el tiempo, se la llegará a

contar entre las co.sa.s posil>les y luego entre las cosas probables, l'or último, se la

incluirá en la lista de esas medidas que el país exige como absolutamente

necesarias. Es así como .se forma la opinión piiblica."

"No es una pérdida

paso para formarla."

"El primer gran paso fue dado hace tiempo —respondió Mr. Monk— por

hombres que fueron considerados como demagogos revolucionarios y casi como

traidores, por haberlo

Heve atlelante."

La teoría expuesta ¡jor el miembro del Parlamento y radical-liberal

Mr. Monk podría ser llamada la "teoría de la vanguardia de la opinión

pública", o teoría del liderazgo de los progresistas. Es la teoría de

que hay líderes o creadores de la opinión pública que —mediante libros,

panfletos y cartas a The Times o mediante discursos y mociones

¡jarlamentarios— logran que ciertas ideas rechazadas en un principio

sean luego debatidas y, finalmente, aceptadas. Se concibe a la opinión

pública como una esjiecie de respuesta pública a los pensamientos y

esfuerzos' de esos aristócratas ilel esjiíritu que crean nuevos pensamientos,

nuevas ideas y nuevos argumentos. Se la concibe como lenta,

un poco pasiva y conservadora por naturaleza, pero sin embargo capaz,

finalmente, de discernir intuitivamente la verdad de las afirmaciones de

los reformadores, como el arbitro lento, pero tlefinitivo y autorizado,

de los debates de la élite. Sin duda, se trata de otra forma de nuestro

mito, por mucho que la realidad inglesa pueda parecer adecuarse a él.

a primera vista. Sin duda, a menudo las aspiraciones de los reformadores

han alcanzado el éxito de esa manera. Pero ¿sólo tuvieron éxito

Jas aspiraciones válidas? Me inclino a creer que, en Gran Bretaña, no

es tanto la verdad de una afirmación o lo juicioso de una propuesta

lo que permite conquistar el apoyo de VA opinión pública para una

política determinada como el sentimiento de que hay una injusticia

que puede y debe ser lectificada. Lo que describe Trollope es la característica



sensibilidad moral de la opinión pública y la manera en que

a menudo se la ha despertado; su intuición de la injusticia más que

su intuición de la verdad fáctica. Hasta qué punto 'la tlescripción de

418


Trollope puede ser aplicada a otros países es discutible; y sería peligroso

suponer que aun en Gran Bretaña la opinión pública seguirá

siendo tan sensible como en el pasado.

2. IOS l*K.l.K.R()S DE l.A OPINION 1*1 BI.ICA

La opinión pública (sea cual luere) es muy poderosa. Puede cambiar

gobiernos, hasta gobiernos no democráticos. Los liberales deben

considerar un poder semejante con cierto grado de sospecha.

Debido a su anonimato, la opinión pública es una ¡arma irresponsable

de poder y, p)or ello, particularmente peligrosa desde el punto

de vista liberal. (Ejemplo: Las barreras de color y otros problemas

raciales.) El remedio en una dirección es obvio: al reducir al mínimo

el pcxler del Estado, se reducirá el peligro de la influencia de la opinión

pública que se ejerte a través del Estado. Pero esto no asegura

la libertad de la conducta y el pensamiento del individuo de la presión

directa ejercida por la opinión pública. En este aspecto, ei individuo

necesita la poderosa protección del Estado. Estos requisitos antagónicos

pueden ser reconciliados, al menos parcialmente, por un cierto tipo de

tradición. Volveremos a este problema más adelante.

La doctrina de que la opinión pública no es irresponsable, sino de

algún modo "respon,sable ante sí misma" —en el sentida de que sus

errores tienen consecuencias que caen sobre el público que defiende la

opinión equivocada— es otra forma del mito colectivista de la opinión

pública: la propaganda equivocada de un grupo de ciudadanos puede

fácilmente dañar a otro grupo.



S. LOS PRINCIPIOS LIBER.VLES: UN GRUPO DE TESIS

(1) El Estado es un mal n«:esario: sus poderes no deben multiplicarse

más allá de lo necesario. Podría llamarse a este principio la

"navaja liberal". (En analogía con la navaja de Occam, o sea el famoso

principio de que no se debe multiplicar las entidades o esencias más

alia de lo necesario.)

Para demostrar la necesidad del Estado no apelo a la coiicepción del

hombre sustentada por Hobbes: homo homini lupus. Por el contrario,

puede demostrarse su necesidad aun si suponemos que homo homini



felis y hasta que homo homini ángelus, en otras palabras, aun si suponemos

que —a causa de su dulzura o de su bondad angélica— nadie

perjudica nunca a nadie. Aun en tal mundo habría hombres débiles

y fuertes, y los más débiles no tendrían ningún derecho legal a ser

tolerados por los más fuertes, sino que tendrían que agradecerles su

bondad al tolerarlos. Quienes (fuertes o débiles) piensen que éste es

un estado de cosas insatisfactorio y que toda persona debe tener derecho

a vivir y el derecho a ser protegido contra el poder del fuerte,

estará de acuerdo en que necesitamos un Estado que proteja los dereciios

de todos.

419

Es fácil comprender que el Estado es un peligro constante o (como



me he aventurado a llamarlo) un mal, aunque necesario. Pues para

que el Estado pueda cumplir su función, debe tener más poder que

cualquier ciudadano privado o cualquier corporación piiblica; y aunque

podamos crear instituciones en las que se reduzca al mínimo el

peligro del mal uso de esos poderes, nunca podremos eliminar completamente

el peligto. Por el contrario, parecería que la mayoría de

los hombres tendrá siempre que pagar por la protección del Estado,

no sólo en forma de impuestos, sino hasta bajo la forma de la humillación

sufrida, por ejemplo, a causa de funcionarios prepotentes. El

problema es no tener que pagar demasiado por ella.

(2) La diferencia entre una democracia y una tiranía es que en

la primera es posible sacarse de encima el gobierno sin derramamiento

de sangre; en una tiranía, eso no es posible.

(3) La democracia como tal no puede conferir beneficios al ciudadano

y no debe esperarse que lo haga. En realidad, la democracia

no puede hacer nada; sólo los ciudadanos de la democracia pueden

actuar (inclusive, por supuesto, los ciudadanos que integran el gobierno)

. La democracia no suministra más que una armazón dentro de la

cual los ciudadanos pueden actuar de una manera más o menos organizada

y coherente.

(4) Somos demócratas, no porque la mayoría tenga siempre razón,

sino porque las tradiciones democráticas son las menos malas que conocemos.

Si la mayoría (o la "opinión pública") se decide en favor

de la tirania, un demócrata no necesita suponer por ello que se ha

revelado alguna inconsistencia fatal en sus opiniones. Debe comprender,

más bien, que la tradición democrática no es suficientemente fuerte

en su país.

• (5) Las instituciones solas nunca son suficientes si no están atemperadas

por las tradiciones. Las instituciones son siempre ambivalentes,

en el sentido de que, en ausencia de una tradición fuerte, también

pueden servir al propósito opuesto al que estaban destinadas a servir.

Por ejemplo, se supone que una oposición parlamentaria debe impedir,

hablando en términos generales, que la mayoría robe el dinero de los

contribuyentes. Pero recuerdo bien una situación que se dio en un

país del sudoeste de Europa que ilustra el carácter ambivalente de esta

institución. En ese país, la oposición compartió el botín con la mayoría.

Para resumir: las tradiciones son necesarias para establecer una especie

de vínculo entre las instituciones y las intenciones y evaluaciones

de los hombres.

(6) Una Utopía Liberal —esto es, un estado racionalmente planeado

a partir de una tabula rasa sin tradiciones— es una imposibilidad.

Pues el principio' liberal exige que las limitaciones a la libertad de

cada uno que la vida social hace necesarias deben ser reducidas a un

mínimo e igualadas todo lo posible (Kant). Pero, ¿cómo podemos

aplicar a la vida real un principio a priori semejante? ¿Debemos im-

420


[)cdir a un pianista que estudie o debemos privar a su vecino de una

siesta tranquila? Esos problemas sólo pueden ser resueltos en la práclica

apelando a las tradiciones y costumbres existentes y a un tradicional

sentido de justicia; a la 'ley común, como se la llama en Gran

Bretaña, y a la apreciación equitativa de un juez imparcial. Por ser

principios universales, todas las leyes deben ser interpretadas para que

se las pueda aplicar; y una interpretación requiere algunos principios

(le práctica concreta, principios que sólo una tradición viva puede

suministrar. Y esto es especialmente cierto con respecto a los principios

sumamente abstractos y universales del liberalismo.

(7) Los principios del liberalismo pueden ser considerados como

principios para evaluar y, si es necesario, para modificar o reformar

las instituciones existentes, más que para reemplazarlas. También se

puede expresar esto diciendo que el liberalismo es más un credo evolucionista

que revolucionario (a menos que se esté frente a un régimen

tiránico).

(8) Entre las tradiciones que debemos considerar más importantes

se cuenta la que podríamos llamar el "maico moral" (correspondiente

al "marco legal" institucional) de una sociedad. Este marco moral

expresa el sentido tradicional de justicia o equidad de la sociedad, o el

grado de sensibilidad moral que ha alcanzado. Es la base que hace

posible lograr un compromiso justo o equitativo entre intereses antagónicos,

cuando ello es necesario. No es inmutable en sí mismo, por

supuesto, pero cambia de manera relativamente lenta. Nada es más

peligroso que la destrucción de este marco tradicional. (El nazismo

trató conscientemente de destruirlo.) Su destrucción conduce, finalmente,

al cinismo y al nihilismo, es decir, al desprecio y la di.«olución de

todos los valores humanos.



Yüklə 5,03 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   36   37   38   39   40   41   42   43   ...   49




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin