Henry james



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Libro octavo

I
A las cuatro de aquella misma tarde Strether no había visto aún a su viejo amigo, pero iba, como si se lo hubiera propues­to, a verse hablando de él con la señorita Gostrey. Había es­tado fuera de casa todo el día, entregado a la ciudad y a sus pensamientos, paseando y meditando, y sentídose al mismo tiempo intranquilo y absorto: todo ello con la actual emoción de un breve y grato recibimiento en el Quartier Marboeuf.

––Waymarsh ha estado, sin yo saberlo, estoy seguro ––pues la señorita Gostrey se lo había preguntado–– en contacto con Woollett: resultado de lo cual ha sido la imperiosa llamada que recibí anoche.

––¿Recibió usted una carta?

––No, un telegrama que tengo ahora en el bolsillo: un «Vuelva en el primer barco».

La anfitriona de Strether, habría podido deducirse, ape­nas pudo reprimir un cambio de tinte epitelial. La reflexión llegó oportunamente y estableció una serenidad provisional. Tal vez fue esto lo que la capacitó para decir con notoria doblez:

––¿Y va usted a...?

––Casi se lo merece usted por abandonarme tanto.

La mujer cabeceó como si no valiera la pena hablar de aquello.

––Mi ausencia le ha sido útil, no tengo más que mirarle a usted. Así lo calculé y me siento justificada. No está usted donde estuviera. Y la cuestión ––la mujer sonrió–– era que yo tampoco estuviera allí. Puede obrar como guste.

––Oh, pero yo creo ahora ––afirmó el hombre con toda tran­quilidad–– que seguiré necesitándola.

La mujer volvió a admitirle.

––Bueno, prometo no dejarle otra vez, pero será sólo pa­ra seguirle. Ya ha tenido su momento y ahora puede caminar solo.

El hombre lo aceptó con inteligencia.

––Sí, supongo que puedo caminar solo. Es esto lo que, en realidad, ha turbado a nuestro amigo. Le he dado tal impre­sión que ya no lo soporta. Esto no es más que la culminación de sus primeras emociones. Quiere que me vaya; y lo más seguro es que haya escrito a Woollett diciendo que estoy a un paso de la perdición.

––¡Ah, eso está bien! ––murmuró ella––. Pero eso no pasa de ser una suposición de su parte.

––He tenido que averiguarlo. Esto lo explica.

––¿Él lo niega... o es que usted no se lo ha preguntado?

––No he tenido tiempo ––dijo Strether––. Lo descubrí ano­che mismo después de unir los pedazos sueltos y desde enton­ces no lo he visto.

La mujer recapacitó.

––Pero también está usted disgustado... ¿no confia en us­ted mismo?

El hombre se ajustó los lentes.

––¿Tengo cara de estar furioso?

––¡Está usted extraordinario!

––No hay motivo ––continuó el hombre–– para enfadarse. Antes bien, nuestro amigo me ha hecho un favor.

Ella no tardó en averiguarlo.

––¿Por llevar las cosas a un punto decisivo?

––¡Lo ha entendido usted perfectamente! ––casi gritó el hombre––. En última instancia, sea como fuere, Waymarsh, cuando tenga unas palabras con él, ni lo negará ni lo atenuará. Se ha comportado según convicciones muy profundas, con la mejor de las intenciones y tras pasar noches en vela. Admitirá que es totalmente responsable y apreciará que le ha salido muy bien; de modo que la discusión que podamos tener no hará si­no tender un puente sobre el sombrío abismo que nos ha dis­tanciado. Por fin tendremos, en las consecuencias de su con­ducta, algo de que hablar con claridad.

La mujer guardó un momento de silencio.

––¡Cuán maravillosamente lo toma usted! Aunque usted siempre es maravilloso.

El hombre hizo una pausa que compaginó con la femenina; hizo entonces, con el humor apropiado, un acto de admisión total.

––Es cierto. Lo soy en extremo en este momento. Quizá debiera decir que soy muy dado a las fantasías y que no me sorprendería estar loco.

––Dígamelo entonces ––instó la mujer con interés. Y como él, pese a todo, se mantuviera en silencio, limitándose a devol­ver la mirada con que ella le observaba, la mujer se preocupó de señalarle el terreno más cómodo––. ¿Qué habrá hecho el señor Waymarsh con exactitud?

––Nada más que escribir una carta. Con una habrá sido su­ficiente. Les habrá dicho que necesito cuidados.

––¿Y los necesita? ––La mujer se moría de interés.

––Muchísimo. Y los tendré.

––¿Dice usted con eso que no va a moverse?

––No voy a moverme.

––¿Lo ha cablegrafiado?

––No. Se lo he encargado a Chad.

––¿Que diga que usted se niega a irse?

––Que él se niega. Nos vimos esta mañana y lo convencí. Llegó antes de que yo bajara y me dijo que estaba listo, es decir, listo para partir. Tras diez minutos conmigo, se fue para decir que no se iba.

La señorita Gostrey escuchaba con gran atención.

––¿De modo que usted se lo ha impedido?

Strether volvió a arrellanarse en la silla.

––Se lo he impedido. Por el momento ––le dijo con mayor viveza–– es la postura que mantengo.

––Entiendo, entiendo. Pero ¿cuál es la del señor Newso­me? ¿Estaba dispuesto ––preguntó–– a marcharse?

––Totalmente.

––¿Y creyendo con toda sinceridad que usted también lo estaba?

––Supongo que sí; así que se quedó muy sorprendido cuando descubrió que la mano con que le había estado empujando se había convertido de pronto en un mecanismo para inmovilizarle.

Era una forma de ver las cosas que llamó la atención de María Gostrey.

––¿No le pareció una transformación vertiginosa?

––Bueno ––dijo Strether––, no estoy muy seguro de lo que piensa. No estoy seguro de nada de cuanto le atañe, salvo que cuanto más lo conozco menos se parece a lo que yo esperaba. Es muy oscuro y por eso he esperado.

La mujer preguntó:

––Pero ¿esperaba algo en particular?

––La respuesta a su telegrama.

––¿Y qué decía su telegrama?

––No lo sé ––respondió Strether––; tenía que ser, cuando se despidió, de acuerdo con su propio gusto. Yo me limité a decirle: «Quiero quedarme y la única manera que tengo es que tú también lo hagas». Que quisiera quedarme le impresionó, al parecer, y se condujo en consecuencia.

––¿Luego también quiere quedarse? ––preguntó la señori­ta Gostrey.

––A medias. Es decir, que también quiere irse a medias. La llamada que le hice al principio ha surtido efecto hasta ese punto. Sin embargo ––continuó Strether––, no se irá. No, por lo menos, mientras yo esté aquí.

––Pero usted no puede ––sugirió su compañera–– quedarse siempre aquí. Aunque me gustaría que pudiera.

––Naturalmente. Pero quiero conocerle un poco más. No es en modo alguno el tipo de persona que yo imaginaba; es muy diferente. Y es como tal como me interesa. ––Era como si, de manera deliberada y lúcida, expusiera la situación gene­ral para su propia inteligencia––. No quiero que renuncie.

La señorita Gostrey sólo quería contribuir a la clarificación masculina. Tenía que ser, sin embargo, delicada y prudente.

––¿Renunciar, dice usted, a su madre?

––Bueno, no pienso en su madre en este momento. Pienso en el plan de que yo he sido portavoz y que, tan pronto nos veamos, le expondré tan persuasivamente como sepa; un plan que se trazó con absoluto desconocimiento de todo lo que, en este último largo período, le ha venido sucediendo. No se tuvo en cuenta ninguna de las impresiones que, aquí, en el lugar mismo de los hechos, comencé a tener inmediatamente al res­pecto; impresiones que no me cabe duda son todavía incom­pletas.

La señorita Gostrey le dedicó una sonrisa llena de genial sentido crítico.

––¿De modo que su intención es, más o menos, quedarse por curiosidad?

––Llámelo como le parezca. No me interesan las defini­ciones...

––¿Mientras está usted aquí? En tal caso, ciertamente que no. Lo considero, de todos modos, una soberbia diversión ––afirmó María Gostrey––; y ver cómo termina será una de las mayores emociones de mi vida. ¡Está claro como el agua que l puede caminar por sí solo!

El hombre acogió el tributo sin alharacas.

––No estaré solo cuando lleguen los Pocock.

La mujer arqueó las cejas.

––¿Van a venir los Pocock?

––Es lo que ocurrirá, y ocurrirá en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto se reciba el cable de Chad. Se embarcarán y punto. Sarah vendrá para hablar en nombre de su madre... con un re­sultado bien distinto de mi ineficacia.

La señorita Gostrey preguntó con mayor seriedad:

––¿Se lo llevará ella entonces?

––Es muy posible... ya veremos. En cualquier caso debe contar con la posibilidad y confiar que hará cuanto esté en su mano.

––¿Y usted quiere esa situación?

––Desde luego ––dijo Strether––. La quiero. Quiero jugar limpio.

Pero la mujer había perdido el hilo momentáneamente.

––Si el asunto queda en manos de los Pocock, ¿por qué se queda usted?

––Sólo para que se vea que juego limpio... y un poco tam­bién, sin duda, para ver que ellos hacen lo propio. ––Strether se sentía más lúcido que nunca––. Vine aquí para verme en presen­cia de hechos nuevos: hechos que se me antojaban cada vez menos conocidos en virtud de nuestros consabidos motivos. La cuestión es bien sencilla. Se necesitaban nuevos motivos, tan nuevos como los hechos mismos; y de esto nuestros amigos de Woollett, de Chad y míos, tuvieron cumplida noticia desde el primer momento. Si son factibles, la señora Pocock hará que se den; hará que se de toda una retahíla. Será ––añadió con sonrisa meditabunda–– una parte de la «diversión» que usted hablaba.

La mujer se había introducido ya en la corriente discursiva y flotaba al lado del hombre.

––Será Mamie, por lo que sé a través de usted, quien juegue la carta más fuerte. ––Y luego, como el contemplativo silencio masculino no significara una negación, añadió––:

Creo que lo siento por Mamie. 1

––¡Creo que yo también! ––dijo Strether, poniéndose en pie y dando un par de pasos bajo la atenta mirada de la mu­jer––. Pero es inevitable.

––¿Se refiere a su venida?

El hombre explicó a qué se refería tras un par de vueltas.

––La única solución para que no venga es que vaya yo... co­mo creo que, una vez allí, podría evitar. Pero la dificultad al respecto es que si yo voy...

––Entiendo, entiendo. ––Había comprendido con facili­dad––. El señor Newsome hará lo mismo y en eso ––lanzó una carcajada–– no hay ni que pensar.

Strether no había participado de la risa femenina; se limitó a mantener una expresión tranquila y relativamente plácida que habría podido ponerle a prueba contra el ridículo.

––Extraño, ¿no?

En aquel asunto que tanto les interesaba habían llegado tan lejos que, como en la presente ocasión, holgaban los nombres: respecto de los cuales, sin embargo, el silencio en que cayeron estaba lleno de conscientes referencias. La pre­gunta de Strether decía mucho de lo que había pesado sobre él en ausencia de su anfitriona; sólo por este motivo un sencillo gesto de la mujer podía interpretarlo el hombre como vívida respuesta. Respuesta que recibió con mayor claridad cuando dijo la mujer poco después:

––¿Presentará el señor Newsome a su hermana...?

––¿A Mme. de Vionnet? ––Strether pronunciaba el nom­bre por fin––. Me llevaré una enorme sorpresa si no lo hace.

La mujer pareció contemplar la posibilidad.

––¿Quiere decir usted que ha pensado en ello y que está preparado?

––He pensado en ello y estoy preparado.

Fue a su visitante a quien ahora dedicó la mujer su con­sideración.

––Bon! ¡Es usted extraordinario!

––Bueno ––respondió el hombre tras una pausa y con cier­ta fatiga, pero todavía en pie ante ella––, eso es precisamente lo que, por una vez en mi vida carente de lustre, creo que me habría gustado ser.

Dos días más tarde se enteró por boca de Chad del envío de un comunicado procedente de Woollett, en respuesta al deci­sivo telegrama de los dos hombres; comunicado que se había enviado al mismo Chad y que anunciaba la inmediata partida rumbo a Francia de Sarah, Jim y Mamie. Strether, por su lado y mientras tanto, había cablegrafiado también; había retrasado este acto hasta después de su charla con la señorita Gostrey, charla gracias a la que, como tan a menudo en anteriores oca­siones, sintió que su sentido de las cosas se aclaraba y tomaba las debidas proporciones. Su mensaje a la señora Newsome, en respuesta al de la mujer, había constado de las siguientes palabras: «Juzgo conveniente otro mes, pero no desestimo re­fuerzos». Había añadido que estaba escribiendo, pero, a decir verdad, lo hacía siempre; era una práctica que, con notable extrañeza, le consolaba, le aproximaba más que ninguna otra cosa a la conciencia de estar haciendo algo; de modo que se preguntaba con frecuencia si, bajo el peso de las recientes tensiones, no habría recurrido a un bálsamo estéril, a una de las artes especiosas de lo ficticio. ¿Habrían sido dignas las páginas que con frecuencia mandaba mediante la estafeta nor­teamericana, dignas de un periodista vivaz, de un maestro de la gran ciencia nueva de moldear el sentido de las palabras? Pues que se había convertido casi en una costumbre no encon­trar ningún placer en la propia lectura, ¿no estaría escribiendo contra reloj y sobre todo para poner de manifiesto su buen carácter? En aquellos renglones aún podía ser liberal, y sin embargo era, en el mejor de los casos, una especie de silbo en la oscuridad. Era innegable, además, que la sensación de en­contrarse en la oscuridad le sobrecogía de manera insistente en aquel momento, provocando de esta suerte la necesidad de un silbido más vivo y audible. Había silbado largamente y con fuerza después de enviar su mensaje; había silbado una y otra vez para celebrar las noticias de Chad; se había producido una pausa de quince días durante los que dicho ejercicio le había ayudado. No tenía una idea muy clara de lo que, una vez allí, diría Sarah Pocock, aunque sí disponía de confusas premoni­ciones; pero no debería tener ocasión de decir, ni ella ni nadie, que él había descuidado a la madre. Había podido escribir an­tes con mayor libertad, pero nunca lo había hecho tan prolija­mente; y con toda franqueza buscaba un motivo, en Woollett, por el que deseara llenar el vacío creado por la partida de Sarah.

El fomento de su oscuridad y la aceleración, me atrevería a decir, de su melodía, radicaban en el hecho de que no se en­teraba de casi nada. Durante un tiempo se había dado cuenta de que oía menos que antes, pero que seguía con claridad un curso en virtud del cual lo único que podían hacer las cartas de la señora Newsome era, lógicamente, interrumpirse. No había escrito una sola linea hacía muchos días y no necesitaba nin­guna prueba ––aunque, con tiempo, recibiría suficientes–– de que ella no había tomado papel y pluma tras recibir la insinua­ción que había provocado el telegrama femenino. La mujer no escribiría hasta que Sarah le hubiera visto e informado sobre él. Era extraño, aunque acaso lo fuera menos que la conducta masculina en el sentir de Woollett. Era significativo, en cual­quier caso, y lo que era notable era la mayor intensidad, mediante aquella precisa mengua de manifestaciones, con que se percataba de la naturaleza y modales de su amiga. Le pa­reció que nunca había vivido tanto con ella como durante aquel período de silencio femenino, un silencio que era mu­tismo sacro, un medio más elegante y diáfano en que manifes­tarse la idiosincrasia de la mujer. El paseaba con ella, se sentaba con ella, viajaba con ella y cenaba frente por frente con ella: un raro placer «en tu vida», como apenas habría po­dido por menos de decir; y si bien nunca la había visto tan callada, no es menos cierto que, por otro lado, jamás había intuido de manera tan elevada, de modo casi austero, la perso­nalidad de la mujer: una personalidad pura y que el vulgo habría calificado de «fría», pero profunda, entregada, deli­cada, sensible, noble. La energía femenina, en este sentido, convertíase para él, en las situaciones especiales, casi en una obsesión; y aunque la obsesión aceleraba sus latidos vitales, aumentando, a decir verdad, la excitación del tiempo, había horas en que, para reducir el esfuerzo, buscase directamente el olvido. Sabía, respecto de la más extraña de las aventuras ––una circunstancia tal que sólo podía tener tal función para Lambert Strether––, que en Paris, más que en ningún otro si­tio, estimaría aquel fantasma de la dama de Woollett más importuno que ninguna otra presencia.

Cuando volvió a ver a María Gostrey fue en busca de un cambio. Y sin embargo, a fin de cuentas, el cambio apenas si se dio, pues aquellos días le habló de la señora Newsome como no lo había hecho nunca. Hasta el momento había guardado en este particular cierta discreción y orden; consideraciones que en el presente se vinieron abajo como si las relaciones se hubieran alterado. En realidad no se habían alterado tanto, vino a decirse, que hubiera de llegarse a tal extremo; pues si lo que había ocurrido era, naturalmente, que la señora Newsome había dejado de confiar en él, nada había, por otro lado, que probara que él no fuera a ganarse otra vez la confianza de la mujer. Su objetivo presente era revolver Roma con Santiago por conseguirlo; y, a decir verdad, si en aquellos días contaba a Marta cosas que no le había dicho antes, era en muy generosa medida porque tenía presente la idea del honor de la estima de tal mujer. Su relación con María, asimismo, cosa extraña, ya no era del todo, la misma; esta verdad ––aunque no demasiado desconcertante–– había surgido entre ambos al reanudar sus encuentros. Se contenía de manera cabal en lo que entonces ella había dicho al hombre casi inmediatamente; estaba repre­sentada por la observación de que ella no habría necesitado sino diez minutos y que él no había estado preparado para contradecir. Podía caminar solo y la diferencia puesta de mani­fiesto era extraordinaria. El giro dado por la común conversa­ción había confirmado dicha diferencia con prontitud; la in­mensa confianza del hombre en la señora Newsome hizo el res­to; y pareció que había pasado mucho tiempo desde que el hombre sostuviera su breve y ávida copa bajo el cántaro feme­nino. El cántaro femenino apenas si se tocaba ya y otras fuentes habían fluido para él; la mujer no funcionaba sino como un afluente del hombre; y había una extraña dulzura ––una suavidad melancólica que afectaba al hombre–– en la aceptación femenina del orden alterado.

Se apreciaba en esto, en el sentir del hombre, el correr del tiempo, o, en cualquier caso, lo que le gustaba considerar con simpatía e ironía la celeridad de la experiencia, ya que, como quien dice, había sido el otro día cuando él había estado a los pies de ella, sujeto al vestido femenino y alimentado por la mano de la mujer. Eran las proporciones lo que había cambia­do y las proporciones eran siempre, filosofaba nuestro amigo, las condiciones de la percepción, las premisas del pensamien­to. Era como si ella, con su pequeño y servicial entresuelo y su vasto conocimiento, sus actividades, sus variedades, sus pro­miscuidades, sus deberes y dedicaciones que le consumían las nueve décimas partes del tiempo y de las que él acaparaba, cautelosamente, la mejor parte, como si ella, repetimos, se hubiera reducido al papel de elemento secundario y hubiera consentido en la relegación con tacto perfecto. Esta perfección no le había fallado nunca; al principio había sido mayor de lo que él había calculado; le había mantenido al margen, fuera del mercado, como llamaba ella a su gran conocimiento de las cosas, vuelto el común comercio tan sosegado, tan doméstico ––cualidad opuesta a la del mercado–– que se habría dicho que ella jamás había tenido otro cliente. Había sido maravillosa con él al principio, con el recuerdo del pequeño entresuelo, cuya imagen exploraban los ojos masculinos directamente casi todas las mañanas de entonces; pero ahora ella no era para él sino una parte del abundante conjunto, aunque, desde luego, siempre una persona con la que nunca dejaría de estar en deu­da. A decir verdad, nunca le sería dado al hombre inspirar una afición mayor. Ella le había preparado de cara a los demás y en este sentido no veía el hombre que ella pidiera nada a cambio. La mujer se limitaba a meditar, a preguntar, a escuchar y a rendirle el homenaje de una especulación inteligente. Así lo manifestaba ella repetidas veces; él estaba ya muy lejos de ella y ella debía prepararse para perderle. No había sino una pe­queñísima oportunidad para ella.

A menudo, como ella le había dicho, el hombre lo afron­taba ––detalle que le encantaba–– de la misma forma siempre.

––¿Mi posible fracaso?

––Ni más ni menos... es posible que yo pueda repararlo de manera provisional.

––Oh, si se diera un auténtico fracaso no habrá remedio al­guno.

––Pero usted no querrá sucumbir.

––No, no sucumbiré: será peor. Me haré viejo.

––¡Ah, eso es imposible! Lo maravilloso y particular de usted es que se mantiene siempre joven. ––La mujer añadía siempre entonces una de esas observaciones que había dejado totalmente de adornar con vacilaciones y excusas, y que, del mismo modo, a pesar de la gran sinceridad de ambos, había dejado de provocar en Strether el menor embarazo. La mujer hacía que el hombre las creyera y en consecuencia se volvían tan impersonales como la verdad misma––. Es precisamente su especial atractivo.

La respuesta masculina, además, era siempre la misma.

––Claro que soy joven... gracias a haber venido a Europa. Comencé a ser joven, o por lo menos a gozar de sus privilegios, desde el momento en que la conocí a usted en Chester; desde entonces ha sido algo de vital importancia. No gocé de los mentados privilegios en el momento oportuno, lo que vale tan­to como decir que jamás tuve la cosa en cuestión. Pero los gozo ahora; gocé de ellos cuando el otro día dije a Chad: «Espera»; y volveré a gozarlos cuando llegue Sarah Pocock. Es privilegio que sería para mucha gente un triste espectáculo; y no creo, francamente, que salvo usted y yo supiese nadie lo que siento. No me embriago; no persigo a las mujeres; no derrocho el dinero; ni siquiera escribo sonetos. Pero tengo en la madurez lo que no tuve de joven. Cultivo mi pequeño privilegio a mi propia y pequeña manera. Me divierte más que cuanto me ha sucedido en toda la vida. Pueden decir lo que quieran: es mi rendición, mi tributo, a la juventud. Es algo que se exige cuando se puede: mientras haya vida ya vendrán de donde fue­re las condiciones, los sentimientos de los demás. Chad me dio esa sensación, a pesar de su pelo gris, que, en realidad, no hace sino afianzarle, asegurarle y volverle discreto: y con ella ocurre lo mismo, a pesar de ser mayor que él, a pesar de su hija ca­sadera, su separación conyugal y su agitada historia. Aunque son bastante jóvenes no quiero decir que estén en la primavera de la vida, ya que esto nada tiene que ver con el asunto. La cuestión es que son míos. Sí, ellos son mi juventud, puesto que, sin saber cómo, en el momento oportuno, no existió nada más. Lo que quiero decir ahora es que todo se irá por la borda, sin cumplir su cometido, si me fallan.

Respecto de lo cual, en aquel preciso instante, preguntó la señorita Gostrey por seguir su costumbre:

––¿A qué llama usted su cometido?

––Bueno, a sacarme del brete mediante esto.

––¿Mediante qué? ––A la mujer le encantaba sacárselo todo.

––Pues mediante esta experiencia. ––Que era el máximo a donde se llegaba.

Era ella, sin embargo, quien decía la última palabra.

––¿No recuerda que durante los primeros días de nuestra amistad era yo quien tenía que sacarle a usted del brete?

––¿Que si lo recuerdo? Con devoción y ternura. ––El hom­bre siempre lo sacaba a relucir––. Y cumple usted su parte en este momento al permitirme refunfuñar de este modo.

––Ah, no hable como si esa parte fuera pequeña, ya que lo demás le falla...

––¿No lo hará usted nunca, nunca... nunca? ––Era su forma de sonsacarla––. Oh, le pido perdón. Es necesario, es inevitable que acabe haciéndolo. Su situación, pues a esto me refiero, no me permitirá hacer nada por usted.

––Déjeme sola... comprendo a lo que usted se refiere: que soy aburrida y peligrosamente vieja. Lo soy; pero hay un ser­vicio, que usted puede ofrecer y del que sé que, del mismo modo, se me ocurrirá.


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