Historia de un españOL



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Subimos unos peldaños y me mostraron una habitación en una especie de entrepiso: “Mire, ésta es la que le hemos destinado; porque en ella estará más tranquilo y más libre, ya que da directamente a la escalera, por donde puede entrar y salir a la calle, sin necesidad de verse con nadie”. Me pareció muy bien, y, sobre todo, el detalle de que me entregaran la llave, por más que el cuarto, siendo muy grande, me pareciera bastante destartalado).

Pero lo que más me llamó la atención fue subir unos cuantos escalones más y llegar al enorme desván que cubría toda la casa; todo lleno de cacharros, dividido en compartimentos, como una especie de graneros, donde almacenaban las cosechas, y así se veía que uno estaba lleno de garbanzos, otro de bellotas y otro de almendras, con toda clase de cereales, legumbres, frutos secos; y aún, como remate, una gran cámara, con defensas y honores de despensa, en la que pendían de las vigas del techo, como una codiciada traca, una gran cantidad de chorizos, longanizas, jamones y otros productos del cerdo. Según me dijeron, cada año se mataban varios para el consumo casero.

Por lo visto, las dueñas ya tenían referencias o informes míos cuando llegué a su casa, a juzgar por el afecto y la confianza que me otorgaron desde el primer momento, dándome también las llaves de la misma calle. Así que yo procuraba, siquiera por cortesía, cumplimentarlas al entrar o al salir, si es que las oía por allí. Me invitaban muchas veces a comer o a cenar consigo, lo cual por cierto me suponía un cierto ahorro en mi apretada economía, por más que la conversación entre los tres me resultaba siempre un poco forzada y aburrida. Ellas hablaban siempre de sus glorias pretéritas, de cuando su marido tenía la farmacia en Madrid, donde parece que fue el farmacéutico de la Casa Real, y no sé qué parentesco o amistad había tenido con Don Alfonso XIII que siempre se referían a las fiestas y saraos a que asistían como invitadas, con los trajes y joyas que lucían; y así repetían frases y anécdotas que recordaban con verdadera nostalgia.

A mí, cuando me sonsacaban para que les hablara de mi familia y de mis cosas, me ponían en la necesidad de bajar a ras de tierra para hablarles de trabajo, de la vida vulgar y sencilla, correspondiente a una familia campesina o artesana y con abundancia de hijos, que era lo mío; pero me lo vengaba un poco hablando de política y de sucesos que allí desconocían, y, sobre todo, ponderando la hermosura y fecundidad de mi tierra.

Yo sabía que a ellas les habría gustado presumir de tener alojado en su casa a un militar, jefe u oficial de mayor graduación, y tuvieron que conformarse con un suboficial, pero siempre protestaban que así se sentían más seguras y protegidas sabiendo que estaba yo allí. A medida que nos íbamos tratando nos fuimos tomando afecto, y así muy pronto ellas me pidieron que no cambiara de casa, aunque se pasaran los quince días de plazo, y, efectivamente, allí me mantuve hasta que, dentro de mi Batallón, fui trasladado al Ebro.

Esta permanencia residencial facilitó por tanto mi actuación en el nuevo servicio que me habían encomendado, puesto que era un tanto externo a los cuarteles, y así lo pude cumplir desde allí como estando en mi casa. Las dos señoras se constituyeron en mis madrinas de guerra (aquí las mujeres, sobre todo las mozas, se preciaban de ser madrinas de soldados y militares). Pero, dado que estas señoras no estaban en condiciones de cumplir los trabajos que solían hacer las madrinas, salvo que me hicieran algún regalito, convinimos los tres en que mi madrina sería Santa Eulalia, la patrona de Mérida, de la cual eran ellas devotas asiduas, y a mí me pareció muy bien, por lo que así quedó establecido, y en nombre de la Santa me escribieron alguna vez, cuando ya estaba lejos, siempre recordándome la protección de la santa madrina, para que no me ocurriera nada.

Inmediatamente después de la entrevista con el Comando escogí cinco soldados, los enteré del servicio y cometido que se nos había encomendado y, aunque me parecían bastante formales y discretos, les pedí que refrendaran su compromiso voluntariamente, para que no hubiera equívocos, y así lo hicieron, aplicándonos ya directamente a desarrollar los planes de observación, escucha e información previstos.

Desplegamos nuestras antenas, como gente ociosa y desocupada que disfruta de horas libres para refocilarse por bares y tabernas, frecuentando especialmente las de extramuros o bien aquéllas que ofrecían un ambiente más intrigante o sospechoso. En todas partes pudimos comprobar que más del setenta por ciento de la clientela eran soldados y militares de ínfima graduación.

Había algunas tabernas con tablado flamenco, pequeñas orquestinas o charangas, o con guitarra y cantador simplemente. Recuerdo que frecuentamos un bar en que cantaba una ciega: “La Paula”, que tal era su apodo o nombre de guerra. Era mujer de treinta y cinco o cuarenta años, cantaba con estilo indefinido y una voz gutural que, al forzarla, se le quebraba, saliéndole unos gallos horribles. Entre eso y el hecho de no verse en el espejo, permitiendo su ceguera que hiciera unos ademanes grotescos, realmente extravagantes y ridículos, tenía que soportar las chirigotas, denuestos y piropos de mal gusto, proferidos por una clientela en la que destacaba la gente más soez y tabernaria. Se diría por tanto que el espectáculo era el clásico esperpento.

Nosotros teníamos que seguir aguantando un tal ambiente y todas sus vulgari-dades en éste y en otros garitos del mismo jaez, y seguir tomando caracolitos, pinchos morunos y chatitos de vino o cerveza, que, aunque procurábamos repetir lo menos posible, para mí eran una verdadera ruina, porque se me iba el sueldo en ello, sin tener siquiera la compensación de habernos divertido, porque me daba verdadera pena este tipo de espectáculos y estas camorras; y por otra parte no progresábamos, ni poco ni mucho, en nuestro cometido.

Comentábamos a veces, en vista del fracaso, que hallar espías o planes de subversión o agitación aquí entre nosotros, era más difícil que hallar setas en verano, porque pasaban los días y las semanas sin que atisbáramos el menor indicio de ellos; así que yo andaba acomplejado, sin una mala noticia que echarme a la cara, sin nada que comentar ni comunicar al Mando. Bien es verdad que tampoco me exigían ni me pedían cuentas de nada.

Uno de aquellos días en que andábamos por aquel barrio del otro extremo de la ciudad, entre el río Guadiana, el puente del ferrocarril a Badajoz y a Sevilla y la Estación, al acercarnos a una taberna, en la que se notaba mucho jolgorio, tuve la pésima impresión de cruzarme con uno de nuestros machacantes que salía borracho, llevando de la mano un niño de cinco o seis años, el mayorcito de sus hijos, con evidentes señales también de mareo.

Saludó sin saber si reírse o llorar, sin conseguir ponerse firme, a la vez que mascullaba “A sus órdenes”. “¿Qué es esto? –le interrogué- ¿Esta es la enseñanza y la educación que das a tu hijo? ¿Te parece tu postura digna de un soldado de Franco?” A lo cual, balbuciente respondió:

“Le juro que es la primera vez que nos alegramos un poco”. “Pues tienes que jurar que sea la última, porque, si no, te va a caer el pelo. Y ahora vete y entrega el niño a su madre, que se alegrará mucho de veros en ese estado. Y seguidamente te presentas en el Cuartel de mi parte al Sargento de Guardia, para que te meta en el calabozo, que es donde tienes que estar por sinvergüenza y corruptor”.

Se fue jurando y lloriqueando, pero es que a mí me dio una impresión tan penosa y deprimente, más por el niño que por él mismo, que no pude disimular, sobre todo pensando que lo había considerado desde el principio como persona formal, que además nos era útil, porque siendo de allí, conocía casi toda la población.



Localización y muerte de un espía
Una tarde, ya bien entrado diciembre del 38, al volver al Cuartel hacia el anochecer, me abordan en el Cuerpo de Guardia unos compañeros que están comentando el suceso del día: “¡Oye! ¿Ha sido cosa vuestra?”. “¿De qué se trata?” –les pregunté. “Lo del espía, que ha sido detenido hace un par de horas y muerto en lucha con el piquete que le conducía a este Cuartel”. “Pues no tengo ni idea” –tuve que confesar, encajando mi fracaso, porque la verdad era que no me había enterado.

Entonces requerí más detalles sobre el suceso y me explicaron que a primeras horas de la tarde, recibió el Oficial de Guardia

NOTA DEL TRANSCRIPTOR: En este momento, sin punto ni coma, se interrumpe el relato manuscrito, cuyas últimas líneas quedaron escritas seguramente en la mañana del día 28 de mayo de 1984, antes de las 10, hora en que salió de casa para ir a pagar la deuda de unos azulejos a Ramón Castelló (junto al palacio del Marqués de Dos Aguas de Valencia), quedando muerto encima de un autobús, que agarró tras el esfuerzo de una carrerita. A mi salida de clase, sobre las 11,30, fui avisado por la policía y acudí con nuestra madre Elvira, primero a la Casa de Socorro de la calle de Matías Perelló en Ruzafa, y después al Hospital Clínico donde lo llevaron en ambulancia, ya ingresando muerto.

Cumplo el deber de acabar sus memorias con la somera noticia que oí de sus labios, según la cual resulta que, al término de la batalla del Ebro, ya a principios del año 39, debió ser transferido al frente de Lérida, cumpliendo la misión de transportar redadas de cautivos, entrando por fin a participar del desfile de la toma de Barcelona. Queda después, a modo de conclusión, el siguiente epílogo, dictado por mi madre.

Gonzalo Gironés Guillem.

Dedicado a mis hermanos y sobrinos,



con motivo de la próxima Navidad.

Valencia 2011.
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