Historias secretas de la última guerra


¡Os esperábamos en Dakar!



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17.¡Os esperábamos en Dakar!


Por Donald Q. Coster

Prefacio De Frederic Sondern, Jr.

Una noche del otoño de 1942, las formidables escuadrillas de submarinos alemanes del Atlántico meridional recibieron orden urgente de salir a toda velocidad para Dakar, en cuyas inmediaciones debían reunirse. Un centenar largo de submarinos nazis guardaba pocos días después las aguas que bañan el extremo occidental del continente africano, mientras tropas francesas del Gobierno de Vichy se hallaban apercibidas en las poderosas defensas de la costa, las mismas donde, dos años antes, se había estrellado el asalto de ingleses y franceses libres, dirigidos por el general De Gaulle. Según el alto mando alemán, las fuerzas estadounidenses, al cruzar el Atlántico, navegaban hacia una emboscada que convertiría la invasión en un desastre.

Sin embargo, en la noche del 7 de noviembre, las estaciones alemanas de radio difundieron una noticia inesperada: “¡Achtung, Achtung! Considerables fuerzas enemigas se hallan en la costa septentrional de África...” Desembarcando a unos 3.000 kilómetros del lugar donde las estaban esperando los alemanes, las fuerzas invasoras norteamericanas habían sorprendido al enemigo.

El plan de la supuesta invasión por Dakar —una de las tretas más eficaces de la guerra— había tenido éxito.

Uno de los eslabones más importantes de la cadena de engaños fue obra de Donald Q. Coster, afable joven neoyorquino que en tiempo de paz había desempeñado cargos directivos en los negocios de publicidad.

En 1940, Coster, que conducía una ambulancia de campaña del ejército francés, cayó prisionero y pasó varias semanas poco gratas en poder de los alemanes antes de ser puesto en libertad y devuelto a los Estados Unidos, donde ingresó en la Armada. Su conocimiento del francés lo llevó a las oficinas del espionaje naval, y más adelante a la dirección de servicios estratégicos, a cargo del coronel William Donovan. Pero dejemos que Coster nos cuente su historia.

POR ORDEN DEL CORONEL DONOVAN, me presento aquel domingo en su despacho.

Irá usted a África, a Casablanca —me dice el coronel.

Quedo mudo, parpadeando nerviosamente.

—Casablanca —prosigue mi jefe— es la plaza más importante del mundo en estos momentos. El día menos pensado veremos invadida la zona francesa del norte de África. Serán los alemanes, o seremos nosotros. En todo caso, a usted le toca procurar que cualquiera de esas dos eventualidades nos halle bien informados. Necesitamos estar al tanto de los planes de los alemanes a medida que ellos los vayan preparando.

¿Entiende?

—Sí, mi coronel.

—En Casablanca funciona la comisión alemana de armisticio encargada de hacer cumplir el que los nazis les impusieron a los franceses en 1940. Bien podría usted tratar de hacerle creer a esa gente que, si nos decidiésemos a invadir, lo haríamos por Dakar. La manera de llevar a cabo todo esto queda a su elección.

Aunque el coronel Donovan habla en el tono más natural del mundo, como si se tratase de algo común y corriente, siento un escarabajeo cada vez mayor, a medida que voy dándome cuenta de lo que querrá decir la misioncita esta.

—Y convendrá —concluye mi jefe— que a su paso por Londres, Lisboa y Gibraltar recoja usted, para su propio gobierno, todos los datos que el servicio de espionaje inglés se preste a suministrarle. Puede retirarse.

No las tenía todas conmigo al retirarme. Pasaban por mi imaginación los pistoleros de la Gestapo, los archiespías nazis, los expeditivos procedimientos empleados por los alemanes para quitar de en medio a quien les estorbara.

A los pocos días me vi nombrado “vicecónsul” e incluído en la nómina del departamento de Estado. Donovan empleaba este subterfugio para disfrazar el verdadero carácter de los agentes que enviaba a territorio sometido a la jurisdicción del gobierno de Vichy, oficialmente neutral.

En Washington hice apresuradamente un curso en que, fuera de familiarizarme con la clave que emplearía, no aprendí gran cosa. No habían fundado aún esa escuela en que los agentes aprendieron cuanto podían necesitar, desde el arte sutil de abrir cajas de caudales, hasta el más dificultoso todavía de comunicarse, en país hostil, y con mínimo riesgo de que los sorprendieran, con el compañero que aguarda en una esquina. A la verdad, ni siquiera sabía yo abrir la cerradura de un escritorio común y corriente. Así, pues, al tomar el avión para Londres, me acompañaba la poco tranquilizadora seguridad de mi falta casi absoluta de preparación para mi oficio.

En este punto ocurrió el primero de los sucesos que yo llamo Curiosas Casualidades de la vida de Coster. Cierta joven inglesa a quien me habían presentado unos amigos, barruntó que yo iría al norte de África. No necesitó de más para pedirme que la ayudase a averiguar qué había sido de Freddy, un austríaco que, según me explicó, había sentado plaza en la Legión Extranjera francesa, y al cual tendrían probablemente los de Vichy en un campo de concentración, cerca de Casablanca. ¿No me negaría yo a hacer todo lo posible por dar con Freddy, verdad?

¡Freddy era un amigo por el cual sentía un afecto tan grande! Lo cierto del caso era que a mí, espía en cierne, me hacía poquísima gracia lo que estaba ocurriendo. Todos debían ignorar a dónde iba yo destinado. ¡Y esta joven lo daba por cosa pública y sabida! Sin embargo, le prometí que trataría de dar con su amigo el austríaco.

En Londres, Lisboa y Gibraltar conocí a los ases del servicio de espionaje inglés. Eran hombres muy corteses, de aspecto formidable, y tan seguros de sí mismos que me hacían sentirme empequeñecido e inadecuado para la misión que me estaba confiada.

Cuando ellos hablaban, los oía yo sin despegar los labios. Me explicaron qué clase de persona era el general Theodor Auer, jefe de la comisión alemana de armisticio, adversario evidentemente siniestro, que contaba con un contraespionaje tan bien organizado como implacable.

Los del espionaje inglés movieron dubitativamente la cabeza ante la idea de que yo pudiese burlar la perspicacia del Herr General e inducirle a caer en error en cosas de importancia. ¡Era Auer muy ducho en todas las triquiñuelas del oficio! Me advirtieron, además, que fuese con pies de plomo. Esos alemanes eran muy expeditivos en lo de librarse de importunos: sabían arreglárselas para atraerlos a un sitio poco frecuentado y despacharlos de una puñalada. Estaba yo a punto de tomar el avión en Gibraltar, cuando un inglés con cara de pocos amigos me dio unas palmaditas en el hombro diciéndome:

—¡Que tenga usted buena suerte! Aquí quedaremos deseando que así sea.

Sentí que había algo de fúnebre en el tono de esa voz...

Entre los funcionarios del servicio diplomático y consular de los Estados Unidos destinados en Casablanca, solamente unos pocos —los jefes— estaban al tanto de la misión que llevaba allí a la gente del coronel Donovan. Para la generalidad del personal del consulado, era motivo de constante irritación ver que les mandaran de Washington jóvenes inexpertos, y que se conducían de manera inexplicable, pues más les interesaba, al parecer, irse a vagar por las calles y hacer amistades con capataces de los muelles, pescadores y gente por el estilo, que cumplir con sus obligaciones en la oficina y portarse fuera de ella con el decoro propio de empleados consulares. Con otra circunstancia desfavorable tropezábamos los del servicio de espionaje: la dificultad de ocultar a las miradas de los más curiosos de nuestros compañeros del consulado los radiotransmisores que nos servían para comunicarnos con la superioridad.

El distintivo de la Croix de Guerre que llevaba en la solapa y el dominio del francés me facilitaron la tarea de hacer amigos y obtener informes. Unos cuantos adversarios del gobierno de Vichy, gente absolutamente segura, nos ayudaban a averiguar hasta dónde podíamos confiar en las fuentes de información que íbamos consiguiendo. El propietario de una flota pesquera me diseñó un mapa con todas las entradas utilizables de la costa marroquí. Un arquitecto francés, que había escapado de trabajos forzados en Alemania, convino en que nos encontraríamos los domingos en cierta iglesia donde, sentándose a mi lado, me entregaría los planos de unas nuevas torres de defensa antiaérea en cuya construcción lo habían obligado a colaborar los alemanes. Todos estos informes eran valiosos, ciertamente; pero yo continuaba tan lejos del general Auer como cuando llegué a Casablanca.

Por aquel entonces ocurrió la segunda de las Curiosas Casualidades de la vida de Coster.

Me hallaba sentado cierta noche con otro “vicecónsul” en un café de los muelles, atento el oído a toda conversación que pudiera revelar movimiento de barcos, cuando pasaron por delante de nuestra mesa dos hombres jóvenes. Mi compañero llamó a uno de ellos, y ambos se detuvieron.

—Walter —dijo mi amigo— voy a presentarle a Donald Coster, que está también en el consulado.

Sentáronse los jóvenes y dijeron ser austríacos a quienes la invasión alemana había sorprendido en Francia. Luego ingresaron en la Legión Extranjera y fueron internados en un campo de concentración del gobierno de Vichy, del cual lograron fugarse a Casablanca.

—Vagando por las calles —explicó Walter— nos dimos un día de manos a boca nada menos que con Theodor Auer, el general en jefe de la comisión alemana de armisticio, a quien yo había conocido en París antes de la guerra...

—El resultado fue —terminó alegremente Walter— que nos arreglamos con él. Nosotros le proporcionamos informes y él impide que nos metan en la cárcel. Claro que nosotros somos furiosamente antinazis y quisiéramos ver colgados a los alemanes.

Si Walter y su compañero no se han atravesado en mi camino por orden de Auer —pensé yo de pronto—, si este encuentro no es un lazo, me viene como llovido del cielo.

Estaba yo dándole vueltas en la cabeza a esto, cuando el austríaco, cuyo nombre no había entendido bien cuando nos presentaron, se volvió hacia mí.

—¿De modo que llegó usted de Londres hace poco? —me dijo, y luego, dando un suspiro—: Conozco allí a una muchacha ideal... ¡Si pudiera irme a Londres!

En aquel momento saqué la cartera para pagar la cuenta y la dejé abierta un instante. El austríaco casi se me abalanzó por encima de la mesa mientras gritaba, apuntando con el dedo a un sobre que había en mi cartera.

—¡Es su letra!

Lo que había visto era, en realidad, una carta que yo había recibido de la muchacha londinense, cuya letra, grande y característica, no se confundía fácilmente con otra. El hombre era sin duda ese Freddy que ella me había rogado que buscase.

Aquella noche maquiné un plan. Pasaría ante los dos austríacos por hombre amigo de parrandas, a quien, cuando estaba en copas, lo cual ocurría con frecuencia, era muy fácil hacerle revelar cualquier secreto. Los que les confié a Freddy y su compañero, a sabiendas de que darían cuenta de ellos a Auer, fueron naturalmente, de escasa o ninguna importancia, pero sí cuidé de que fuesen ciertos, y no invenciones, para que no desconfiaran de mí. Había leído yo novelas en que los espías empleaban procedimientos parecidos y aunque no confiaba mucho en su eficacia, decidí hacer lo mismo, ya que no se me ocurría otra cosa mejor.

No anduve desacertado al proceder así. A los pocos días supe que Auer no tan sólo halló muy conveniente la adquisición que, al relacionarse conmigo, habían hecho el par de austríacos, sino que celebró el hallazgo de esa fuente de información descorchando una botella de champaña.

—Sí, sí —había exclamado el general—; todos esos yanquis son unos zoquetes. Apenas beben cuatro copas lo enteran a uno de cuanto quiera saber.

Lo que Auer quiso saber al principio fueron cosas de poca importancia. Por lo visto, trataba sólo de cerciorarse de que los informes que yo diese merecían crédito.

Pero un día, al reunirme con los dos austríacos, noté que ambos estaban muy preocupados. La noche anterior, el Herr General se había puesto furioso.

—¡Perros austríacos! —les gritó, según me contaron—. ¡No es cierto que ese yanqui sea amigo suyo! ¡Me han estado ustedes robando el dinero!

Freddy y Walter le aseguraron que no había tal; que sí eran, en efecto, amigos míos.

—Está bien —les dijo él—; denme una prueba de que es así. ¡y que sea pronto, si no quieren saber lo caro que cuesta tratar de engañar a un general alemán!

¡Todos mis planes iban a fracasar! Auer sospechaba... Pondría en nuestra pista a su servicio de contraespionaje... Nuestra misión —tan sorprendentemente libre, hasta ahora, de tropiezos con los alemanes— se vería en peligro de fracasar... En esto se me ocurrió una idea salvadora. ¿Quería el general ver con sus propios ojos lo amigotes que éramos los austríacos y yo? Nada más fácil. Que fuese, mañana por la noche, a cierto restaurante de la orilla del mar. Allí nos vería cenando juntos.

—Y yo me encargaré de que quede convencido de lo buenos amigos que somos ustedes y yo —dije al concluir de explicarles mi plan a los austríacos—, a quienes, a medida que me oían, les había ido volviendo el color a la cara.

—Será el general quien pague esa cena —observó con gravedad Walter.

Los dos austríacos y yo, todos tres igualmente azorados, teníamos ya delante los suculentos bistés de contrabando, cuando entró en el restaurante un militar rubio y de áspero gesto. Acompañaban al general Auer —jefe efectivo, aunque no lo fuese oficial, de la zona francesa— los oficiales más importantes de la comisión de armisticio.

Ocuparon los recién llegados una mesa poco distante a la nuestra. Yo, que quedaba de espaldas, sentía la mirada del general clavada en la nuca.

Empecé inmediatamente a fingirme borracho. Alcé la voz, di puñetazos en la mesa, hablé indiscretamente del departamento de Estado, pedí a gritos más vino, reconvine al camarero, acompañé de frecuentes palmaditas en la espalda de Freddy o de Walter las confidencias que les hacía, lancé de cuando en cuando miradas hostiles a la mesa de los alemanes, y me mantuve, a todo esto, en ansiosa y disimulada expectación.

Mis dos compañeros se fueron animando.

—Muy bien —murmuró Walter—. El Herr General está satisfecho. Conozco el paño. Las señales son de que quedará convencido.

Para remachar, al salir del restaurante, echamos hacia el consulado alemán, paramos allí el coche y nos pusimos a cantar a voz en cuello.

Al día siguiente Freddy le presentó al general la cuenta de la cena: varios miles de francos. Auer, contentísimo, se los pagó al instante, y le dio, además, una sustanciosa gratificación, diciéndole:

—Sehr gut, mein Junge. Ahora —añadió riendo— tienen ustedes que sacarle a ese tonto cosas importantes sobre los yanquis.

Apenas podía creer en mi buena suerte. El general empezó a invitar a los austríacos a todas las espléndidas fiestas que daba. Naturalmente, oían muchas conversaciones sobre asuntos que nos interesaban grandemente. Los químicos alemanes preparaban la producción en masa de un gas nuevo. El Alto Mando alemán había desistido de invadir el África francesa por vía de España. Todas las noches enviábamos estos y parecidos informes por radio y valija diplomática.

Les daba a entender yo con alguna frecuencia a Walter y a Freddy que los estadounidenses estaban preparando la invasión. Hacia el mes de julio, Auer, visiblemente preocupado, mandó a los austríacos que se dedicasen exclusivamente a averiguar cuándo y dónde acometerían los yanquis.

—Avísenle a Auer —les dije— que el plan de la invasión es ya definitivo. Desembarcaremos en Dakar a fines del otoño.

Esa noche no pude pegar los ojos. ¿Caería Auer en la trampa? ¿No estaría valiéndose de Freddy y Walter para jugarme la misma pasada que yo quería jugarle a él? Si yo había dado un paso en falso, esa equivocación mía podía costar muchas vidas aliadas.

La mañana siguiente vi a los austríacos. Estaban alborozados. El Herr General había gritado entusiasmadísimo:

—¡Cazaremos a esos cerdos norteamericanos! Van a caer en una buena trampa. ¡Hay que enviar inmediatamente esta noticia al alto mando!

Tocó timbres y llamó a voces a sus ayudantes. Mandó a Wiesbaden un largo mensaje. Luego corrió el champaña en repetidos brindis —por Hitler, por la gloria de las armas alemanas, por los “fieles amigos austríacos” de Auer, hasta por “ese yanqui estúpido”. Freddy y Walter recibieron una buena suma en recompensa de sus servicios.

Mi colaboración en el supuesto plan de invasión por Dakar había terminado. Naturalmente, mis aparentes indiscreciones estaban confirmadas por otros artificios y “descuidos” intencionales de información, destinados a despertar sospechas en torno a Dakar.

Pocos meses después experimenté la mayor satisfacción de mi vida. El Día D desembarqué en la playa de Orán, a unos 3.000 kilómetros de Dakar. La invasión se adueñó del norte de África con muy pocos tiros y sin que se hundiese en ruta ni un solo barco de la enorme flota. Camino del aeródromo de Tafaroui, donde hicimos 600 prisioneros, recibí órdenes de entrevistarme con el jefe de las fuerzas del gobierno de Vichy. Cuando me acerqué a él, enrojeció súbitamente y apuntándome acusadoramente con el dedo, estalló:

—¿Qué hacen aquí ustedes, norteamericanos? ¡Nos quedamos esperándoles en Dakar!

De “The American Legion Magazine”.



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