Historias secretas de la última guerra



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19.Cómo se salvó Heidelberg


Por O. K. Armstrong

JUNTO A las márgenes del hermoso Neckar, en la proximidad de su confluencia con el Rhin, yace la antigua y pintoresca ciudad de Heidelberg, una de las pocas ciudades alemanas de su tamaño que no llegaron a ser alcanzadas por la destrucción de la segunda guerra mundial. Debe esa suerte a un oficial de artillería norteamericano, el general de división William A. Beiderlinden, y a la colaboración de algunos vecinos valerosos.

En la primavera de 1945 el avance de los ejércitos aliados a través de la Alemania Occidental estuvo precedido de un tremendo fuego de artillería y por olas de bombarderos, que venían protegidos por sus escoltas de caza. Día y noche los caminos estaban repletos de tropas alemanas en retirada hacia el Este. Ningún oficial alemán creía ya que sus tropas fatigadas pudieran detenerse y hacer variar el curso de la derrota. No obstante, los líderes nazis habían impartido instrucciones de no rendirse. Se había advertido a los burgomaestres que cualquier intento de pactar con el enemigo para evitar la destrucción de las ciudades y poblaciones sería castigado con la pena capital.

La punta de lanza del avance norteamericano era la División 44 de Infantería, al mando del general de división William Dean (el mismo que fue más tarde capturado por fuerzas comunistas en Corea). Apoyaba esta división la brigada de artillería de Beiderlinden.

Beiderlinden había sido condiscípulo mío. Su abuelo emigró a los Estados Unidos desde el valle del Rhin como refugiado político en 1848. William se alistó en el arma de artillería durante la primera guerra mundial, y al terminar ésta abrazó la carrera militar. Para la época de la invasión del Oeste de Europa, en la segunda guerra mundial, ya había alcanzado el grado de general de brigada. Calmoso, calculador y eficaz, tenía ahora bajo su mando una concentración de artillería excepcionalmente grande.

La tarea inmediata de Beiderlinden era tomar a Mannheim. Heidelberg se hallaba más adelante, en el centro de un ataque de pinza y en el corazón de esta ciudad yacían muchos de los grandes tesoros culturales de Alemania. Había iglesias de más de cinco siglos. Los tres puentes que se tienden sobre el Neckar y que enlazan a Heidelberg la Vieja con Neuenheim, son famosos por su arquitectura. Del Puente Viejo, construído en el siglo XIII, dijo Goethe que era “el puente más hermoso que haya construído el hombre”.

Pero lo más notable de todo era la Universidad, fuente de saber para los estudiantes de muchas naciones desde 1385. Su Biblioteca contenía ediciones raras y manuscritos de incalculable valor que mantienen la continuidad de la historia desde la antigüedad hasta nuestros días.

Una simple orden del general Beiderlinden habría reducido todo eso a escombros. Esa orden no se dio nunca. “Juzgué que era digno de un soldado preservar ese símbolo de la cultura alemana de los días de paz —me dijo Beiderlinden— si ello no era obstáculo para nuestro avance. Pregunté al general Dean si no tenía objeciones que hacer a mi propósito de negociar la rendición de Heidelberg, declarándola ciudad abierta. Me contestó que procediera como juzgara más conveniente”.

Cuando, privada de agua y alimentos, Mannheim se rindió al fin, Beiderlinden ordenó a un intérprete que transmitiera un mensaje a Heidelberg: “Informe a las autoridades que Heidelberg puede salvarse completamente de la destrucción si no hace resistencia”.

A las pocas horas llegó una respuesta solicitando información adicional. Beiderlinden tenía ya listo su plan. Propuso que funcionarios autorizados fueran a entrevistarse con él en su cuartel general. Estos debían salir de Heidelberg rumbo a las líneas norteamericanas siguiendo una ruta especificada, exactamente a las nueve de la noche del día siguiente, jueves 29 de marzo, en una ambulancia blanca.

Me enteré de la versión alemana de esta historia por el Dr. Fritz Ernst, catedrático de historia de la Universidad de Heidelberg, y el coronel Hubert Niessen, del cuerpo médico alemán, quienes encabezaban a los negociadores, y por otros vecinos de la ciudad.

El coronel Niessen era comandante de los hospitales de Heidelberg, donde había más de 21.000 soldados heridos. Fue él quien llevó la proposición norteamericana al burgomaestre, Dr. Karl Neinhaus. Entre los dos obtuvieron el consentimiento del comandante del ejército para retirar las tropas y el parque del área de los hospitales, a fin de evitar que se hiciese fuego sobre ellos. Pero el Gauleiter político se opuso. Dijo airado que se iba a establecer una nueva línea de defensa a lo largo del Neckar y agregó:

—Heidelberg ha de ser defendida hasta el último hombre y hasta la última mujer. ¡El que intente negociar la rendición será ahorcado!

Neinhaus hizo caso omiso de la amenaza y solicitó del coronel Niessen que reuniera a los negociadores en el ayuntamiento a las siete de la tarde. Para entonces todo Heidelberg estaba enterado de la misión y aguardando con los nervios de punta el paso de la ambulancia blanca por el Puente Viejo.

El comandante de la artillería alemana había convenido en hacer cesar el fuego a lo largo de la ruta que seguiría la ambulancia, y todo parecía estar listo. Hubo entonces una llamada telefónica que puso a los negociadores en ascuas. El Gauleiter había ordenado que se destruyera el Puente Viejo a las nueve ¡La hora exacta en que la ambulancia debería cruzarlo! El Puente de Neuenheim sería destruído a la misma hora, y el otro, el Ernst-Waltz, ya había sido volado.

Acosado por los ciudadanos enfurecidos, el oficial que debía colocar los explosivos convino en esperar hasta la medianoche a fin de posibilitar el retorno de los negociadores. La ambulancia cruzó el Puente Viejo y desapareció.

Llegados al cuartel general de Beiderlinden, tomó la iniciativa un teniente nazi en representación del mando alemán. Manifestó que los negociadores habían venido sólo a solicitar que no se hiciera fuego sobre los hospitales de Heidelberg.

—Debe de haber una equivocación —replicó vivamente Beiderlinden—. Entendíamos que ustedes venían a ofrecer la rendición incondicional de toda la ciudad.

El teniente insistió en que carecían de autorización para permitir la ocupación de Heidelberg. Exigió garantía de que la fuerza aérea norteamericana no atacaría los hospitales.

—¡Nosotros no disparamos contra los hospitales! —contestó fríamente Beiderlinden—. Además, es de lamentar que el ejército alemán, que tiene fama de luchar valientemente, no haya comprendido aún que ha perdido la guerra y que es inútil sacrificar más ciudades.

El teniente respondió altaneramente:

—Nosotros somos de distinta opinión. No hemos perdido la guerra. ¡Y no hemos venido aquí a discutir estas cosas!

Se produjo un silencio tenso. Los oficiales norteamericanos estaban visiblemente enojados. Pero entonces Beiderlinden, sonriendo pacientemente, dijo:

—Vengan acá. Ustedes son hombres prácticos. ¿Quieren salvar a Heidelberg? Pues yo también. Tratemos de llegar a un acuerdo.

Los otros representantes alemanes se unieron a la discusión, y por último el coronel Niessen prometió que harían todo lo posible por lograr que no hubiera resistencia militar en la ciudad, en correspondencia a lo cual los norteamericanos no harían fuego sobre ella.

Los negociadores regresaron a Neuenheim diez minutos después de la medianoche. El fuego y el humo tejían figuras fantásticas sobre el Neckar. Los puentes habían sido volados a la hora fijada. Pero una muchacha de dieciséis años, Anni Thom, llevó a los negociadores a la otra orilla en un bote de remos.

Niessen y otro oficial del Cuerpo Médico corrieron al ayuntamiento. Estaba cerrado con llave. El comandante militar y sus ayudantes se habían marchado, dando por hecho el fracaso de la misión. Niessen se fue a su casa lleno de angustia, y apenas hubo llegado sonó el teléfono. Era el comandante. Niessen le comunicó la oferta del general Beiderlinden y le rogó que la aceptara. Después de vacilar y discutir, el comandante cedió.

A las 7,30 de la mañana del Domingo de Resurrección las columnas de avanzada del ejército norteamericano entraban en Neuenheim. Algunos obstinados de las tropas de asalto que estaban situadas al Este de Heidelberg, violando la orden del mando militar, abrieron fuego. Enojados algunos oficiales norteamericanos exigieron que se les respondiera en la misma forma. Pero Beiderlinden contestó:

—No haremos fuego contra Heidelberg. El convenio será cumplido.

Ya bien entrada la tarde cesó el fuego del lado alemán. Toda esa noche y el día siguiente con su noche las columnas norteamericanas estuvieron cruzando el río por un puente de barcas y avanzando por las calles de Heidelberg. Las campanas de las viejas iglesias repicaron en acción de gracias por la salvación de Heidelberg.

Una noche recientemente el Dr. Ernst y yo, sentados en el suntuoso vestíbulo del Hotel Schloss de Heidelberg, observábamos cómo la luz de la luna se reflejaba en el Puente Viejo, reconstruído en su totalidad. Con palabras cuidadosamente medidas el profesor se expresó así:

—Los que formamos parte de la Universidad de Heidelberg sentimos que una nueva responsabilidad recae sobre nuestra institución, ahora y para siempre. El mero conocimiento científico es insuficiente. Hemos de probar que por medio de la educación todo el género humano puede llegar a disfrutar de los bienes de la libertad, la justicia y la paz.



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