Historias secretas de la última guerra



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30.El final del “Bismarck”


Por Edwin Muller

He aquí la patética versión alemana del hundimiento del “Bismarck”, vivido desde el mismo acorazado alemán; la descripción británica de los hechos está incluida al principio de este mismo libro (véase “La caza del Bismarck”).

EL HUNDIMIENTO del “Bismarck”, orgullo de la escuadra alemana, ha sido caso digno de estudio para los marinos de guerra del mundo entero. Al cabo de veinte años de construir barcos y de adiestrar las dotaciones destinadas a combatir en ellos, presentábase por fin la ocasión de comprobar, real y efectivamente, lo que ocurre cuando un acorazado moderno tiene que habérselas con aviones y con barcos de combate de último tipo. El caso envolvía, por añadidura, una cuestión de moral militar: en el momento de la prueba suprema, ¿qué es lo que mantiene a la gente firme y animosa? ¿Qué lo que la acobarda?

Todas las marinas de guerra han hecho cuanto ha estado a su alcance por allegar datos relativos a la pérdida del “Bismarck”. En el relato que aparece a continuación hemos logrado reconstruir el drama de la agonía y muerte del acorazado. No hay un solo hecho, un solo incidente siquiera, que no sea rigurosamente verídico.

En la noche del 22 de mayo de 1941 alejábase el “Bismarck” de la Costa de Noruega y ponía rumbo al ancho canal que separa a Islandia de Groenlandia. Acompañábalo el crucero “Prinz Eugen”. Al amanecer del 24 avistó al enemigo: el famoso y veterano crucero acorazado “Hood”, la mayor unidad de la escuadra británica. A poco apareció otro barco: el “Prince of Wales”.

El “Hood” rompió el fuego. Contestó el “Bismarck” con los cañones de todas sus torres. Dirigió después la puntería al “Prince of Wales”. Tan maltrecho quedó éste, que no pudo mantener el andar suficiente para seguir combatiendo. La acción se redujo entonces a un duelo entre el “Bismarck” y el “Hood”.

A la tercera andanada de aquél levantóse de la cubierta de proa del crucero inglés una espesa y negra columna de humo. Viósele luego escorar a babor, arquearse y partirse en dos. La mitad de proa desapareció en el acto. La de popa flotó aún por unos minutos antes de empezar a hundirse lentamente.

La noticia corrió por el “Bismarck” como un reguero de pólvora. Hubo explosiones de frenética alegría. La cubierta superior, desierta durante el combate, llenóse de oficiales y marineros que cantaban y se abrazaban.

Poco le había costado al “Bismarck” la hazaña que privaba a Inglaterra de la mayor unidad de su escuadra. Ciertamente, lo habían alcanzado los proyectiles enemigos, pero los daños que le ocasionaron fueron insignificantes, y los heridos no pasaron de un puñado.

Tanto ese día como al siguiente reinó el júbilo a bordo. El vicealmirante Luetjens reunió a la gente en cubierta para inflamarla con una de sus fogosas y exaltadas arengas. El estruendo de los aplausos y los resonantes Sieg Heil! de sus oyentes retumbaban de ola en ola en el silencio profundo del mar. La circunstancia de que el vicealmirante cumpliese cincuenta y dos años en esa fecha, era un motivo más de regocijo.

Recibióse un alborozador radiograma de Hitler. El Führer condecoraba con la Cruz de Hierro al teniente de navío Schneider, comandante de la artillería del “Bismarck”. El telégrafo fue dando luego noticia de otras recompensas con que el jefe del Tercer Reich premiaba a los que se habían distinguido más en el combate.

Difícil hubiera sido hallar a bordo gente más atareada que los cinematografistas del doctor Goebbels. Tras de haber filmado la acción que terminó con el hundimiento del “Hood”, les tocaba ahora tomar la película de los festejos y ceremonias que siguieron. ¡Pronto vería Berlín en las pantallas de sus teatros el combate en que perdió Inglaterra el señorío de los mares!

La mayoría de la dotación del “Bismarck” estaba compuesta de muchachos de poco más de veinte años. Iban también a bordo quinientos cadetes que no llegaban siquiera a esa edad. En la gloriosa victoria alcanzada veían todos ellos la confirmación de lo que tan confiadamente habían esperado. Para jóvenes así, el mundo anterior a la época de Hitler era apenas un recuerdo. Pertenecientes todos a la Juventud Hitleriana, los habían educado en la fe ciega en los destinos de la Raza Superior. “Hoy gobernamos a Alemania; mañana dominaremos el mundo”, era el credo que les habían inculcado día tras día, hora tras hora. Una convicción inquebrantable los poseía: ¡los alemanes son invencibles!

E invencible era también este buque, su buque, el “Bismarck”. Era, sin duda, el más pujante de todos los construídos hasta la fecha. Su desplazamiento exacto era un secreto que guardaba celosamente el Alto Mando alemán. Pero, desde luego, sobrepasaba con mucho el límite de las 35.000 toneladas impuesto a Alemania por los tratados internacionales. Había quienes lo calculaban en 50.000. En cuanto al andar, decíase que en las pruebas había desarrollado una velocidad de 33 nudos por hora, superior a la de cualquier acorazado inglés o norteamericano.

Si su cubierta lo diferenciaba poco de cualquiera otra nave de su clase, lo que había bajo ella le señalaba, en cambio, puesto único entre todas. La obra viva hallábase protegida por cinco sucesivas planchas de acero, separadas entre sí por compartimientos estancos. Debido a esto y a otras condiciones, el “Bismarck” era capaz de habérselas, no ya con cualquier buque inglés, sino igualmente con cualquier conjunto de buques que le presentara batalla. Así se le había explicado a la dotación, enterándola además de que era absolutamente imposible que el buque pudiera irse a pique. Y toda la gente lo creyó tal como se lo aseguraron.

Había, empero, a bordo del “Bismarck” algunos marinos viejos que no compartían esa creencia. Así, por ejemplo, el capitán Lindemann, comandante de la nave, sabía muy bien que a aquel acorazado alemán, como a cualquier otro barco, podían echarlo a pique. Educado en la antigua tradición de la Armada alemana, era Lindemann un oficial competente y modesto, al cual le preocupaba la profesión más que la política.

No le ocurría lo mismo a su superior jerárquico. El vicealmirante Luetjens era partidario furibundo del nazismo. Corto de estatura, compensaba esta desventaja física con la altivez desafiadora de la mirada y la violencia del carácter. Hombre de emociones, poseía el don de despertarlas en sus subalternos y de exaltarlos. Lo que ignoraban éstos era que su jefe se dejaba dominar por el abatimiento con la misma facilidad que por el entusiasmo.

El espíritu que reinaba a bordo del “Bismarck” era excelente, pese a la estrechez e incomodidad del alojamiento. Sobre no ser muy amplio el espacio destinado a éste, pues se había escatimado para dedicarlo a compartimientos estancos y otras obras de defensa, se daba la circunstancia de que el acorazado llevara, a más de su dotación y los cadetes, varios cientos de supernumerarios, lo cual elevaba a unos 2.400 el número total de hombres. La marinería dormía a proa, en hamacas que casi se tocaban unas con otras. Los oficiales subalternos a popa, cuatro en cada camarote. El comedor de la gente era oscuro y mal ventilado. Pero todos entendían que gracias a estas incomodidades se había conseguido darle al buque mayor resistencia. Someterse a ellas era, pues, sacrificio semejante al que hacían quienes destinaban a comprar cañones el dinero que hubieran podido gastar en mantequilla.

Desde que el “Bismarck” se hizo a la mar, la tripulación había estado preguntándose a dónde la llevaban y formando mil conjeturas. La suposición general fue que se trataba de dar caza a buques mercantes ingleses. Luetjens era hombre que sabía hacerlo. ¡Bien lo demostraron los grandes éxitos que alcanzó cuando mandaba el “Scharnhorst” y el “Gneisenau”! El llevar el “Bismarck” a bordo tantos supernumerarios inclinaba a creerlo así; acaso destinaran esa gente a tripular los buques apresados. No faltó quien dijese que a lo que iban era a tomar las Azores. Otros afirmaron que se trataba de ganar el Pacífico para incorporarse a la escuadra japonesa.

Esto último pareció, sin embargo, poco probable, pues, de serlo, natural parecía que se hubiese provisto a la tripulación de equipo de verano, propio para la navegación en mares tropicales.

La acción en que el “Bismarck” había logrado triunfo tan completo y a tan poca costa, lo ponía en claro todo: la misión que se le había encomendado era sólo ésta: ¡echar a pique al “Hood”!

La exaltación engendrada por la victoria no podía sostenerse indefinidamente. Siguió a ella, un par de días después, la inevitable reacción. El “Prinz Eugen” se había separado del “Bismarck” para tornar a Alemania. El tiempo se había vuelto desapacible. Del cielo encapotado caía, ya la nieve, ya el granizo. Alzábanse en torno al buque los muros misteriosos de la niebla. Esta navegación en que día tras día se siente perdido el tripulante en las soledades del océano era, hasta cierto punto, cosa nueva para la mayoría de la gente del “Bismarck”. Acentuábase en ella la impresión de que se hallaba aislada, de que las costas de la patria quedaban allá, muy lejos.

Sobrevino luego aquella intranquilidad que sienten los que saben que andan persiguiéndolos. En la mañana del 26 de mayo oyóse el zumbido de un avión que venía del extremo meridional de Groenlandia. Siguió a esto la presencia de la aeronave, un “catalina” norteamericano que apareció casi encima del “Bismarck”, entre un desgarrón de las nubes. La artillería antiaérea del acorazado, entrando prontamente en acción, tendió mortífera cortina de fuego. Alejóse entonces el avión; pero a poco se presentó otro. La gente del “Bismarck” experimentaba la sensación de que de los cuatro puntos del horizonte surgían manos ávidas que se alargaban hacia el acorazado.

En esto empezó a circular a bordo una noticia alarmante. El vicealmirante Luetjens y el comandante Lindemann habían tenido un serio desacuerdo. Por entre las cerradas puertas de la cámara del vicealmirante se habían alcanzado a oír los gritos coléricos del jefe. Lindemann había manifestado a su superior que los ingleses lanzarían en persecución del “Bismarck” cuantas unidades tuvieran disponibles, que no cejarían hasta haberle dado caza. Le había instado a que volviesen cuanto antes a Alemania.

Tras de rechazar airadamente lo indicado por su subalterno, el vicealmirante reunió a la tripulación y la arengó anunciándole su propósito de llevarla a conquistar nuevos laureles. Todos le vitorearon. Y, no obstante, aunque se sentían más tranquilos, dirigían de cuando en cuando miradas escudriñadoras al horizonte, en el cual esperaban ver surgir la silueta de barcos amigos.

No fue ese ansiado refuerzo lo que llegó al siguiente día. Anunciada por zumbido semejante al de un enjambre de irritadas abejas, apareció una escuadrilla aérea. Formábanla aviones ingleses de los que llaman “peces espadas”. ¡Y llegaban en busca de su presa!

Picando hasta casi rozar el agua, esos aviones lanzaban sus torpedos y volvían a remontarse. Una de las mortíferas máquinas de guerra hirió al acorazado de lleno en una de las bandas. Estremecióse el gigante de popa a proa, en tanto que se elevaba al costado de él surgiente columna de agua, cuya altura sobrepasó la de los mástiles.

Aunque el buque no había sufrido averías que lo inutilizaran, el efecto que lo sucedido causó en el vicealmirante Luetjens fue profundo. Puede que a ello contribuyeran también las noticias que acaso recibiera de que los buques enemigos, en gran número, convergían para cerrarle el paso. Presumible es que esto, unido al ataque aéreo, provocara en hombre tan poco dueño de sus emociones una crisis que lo hiciera pasar de la exaltación de la victoria al abatimiento de la desesperación.

Reuniendo a la tripulación, le habló en forma hasta entonces desusada en él. “Posible es —les dijo— que el “Bismarck” se vea forzado a combatir. De esperarse es, asimismo, que acudan en su auxilio submarinos y aeroplanos para ayudarle a hacer frente a la arremetida británica. En todo caso, antes de irse a pique, la potente nave alemana sabría llevarse por delante a varias unidades inglesas. ¡Alemanes! —concluyó diciendo—. Recordad el juramento que habéis prestado al Führer. ¡Por él hasta la muerte!”

Desastroso fue el efecto que estas palabras causaron en los jovenzuelos que las oían. ¿No les aseguraron antes, y así lo habían creído ellos firmísimamente, que los alemanes eran invencibles y que nadie podría echar a pique al “Bismarck”? ¡A qué, pues, hablarles ahora, así tan de pronto, del hundimiento y de la muerte!

Para contrarrestar la impresión causada por la inoportuna arenga de Luetjens, hiciéronse circular entre la gente especies alentadoras. Pronto llegarían refuerzos. Acudía a todo andar una flotilla de submarinos. Volaban, rumbo al acorazado, aeroplanos, unos doscientos, cuyas alas protectoras no tardarían en cernirse sobre él.

Probable es que todo esto fuesen imaginaciones. Ello no obstante. La tripulación le dio entero crédito. Reanimóse la gente. Durante todo el día, las miradas anhelantes estuvieron interrogando el horizonte.

El “Bismark”, que desde el combate con el “Hood” había navegado primero rumbo al Sudoeste y luego al Sur, ponía ahora, a los tres días, proa al cabo de Finisterre, con la esperanza de avistar las costas de Francia y escurrirse a lo largo de ellas hasta llegar a puerto seguro. Pero cuando los últimos resplandores de la tarde de ese tercer día iban desvaneciéndose en la creciente sombra que llenaba el mar, una escuadrilla de aviones “peces espadas”, atacando de pronto al “Bismarck”, hizo blanco en él por tres veces. Las averías ocasionadas por dos de los torpedos fueron leves. El otro, en cambio, dando de lleno en el mecanismo de gobierno, inmovilizó los timones en un ángulo con la quilla. El buque, falto de dirección, empezó a describir círculos.

Reinó a bordo frenética actividad. Prometióse la Cruz de Hierro al que lograse reparar la avería de los timones. Pararon las hélices para que pudiera bajar un buzo. Pero aunque trabajó con ahínco sobrehumano, cuando dio por terminada su tarea y las hélices volvieron a cortar el agua, el “Bismarck” continuó como antes, describiendo círculo tras círculo.

Ilustración 22: El “Bismarck” al ataque

28

La vida del barco, hasta entonces tan organizada, tan metódica, trocóse ahora en confusión y gritería. En medio del alocado ir y venir de la tripulación, recibióse —irónica nota de aquella tragedia— un radiograma del Führer: “Acompañamos en espíritu a los victoriosos camaradas del «Bismarck»”.

Probóse con porfiado empeño a enderezar el rumbo con el solo auxilio de las hélices. Pero el buque avanzaba con lentitud, dando bandazos al describir círculos que formaban desesperante espiral.

A la una de la madrugada salió de entre la sombra una escuadrilla de torpederos ingleses que, dando vueltas alrededor del acorazado, como una jauría en torno del oso herido al cual logró acorralar, iba acercándose sucesivamente para torpedearlo. Hubo más compartimientos inundados. El número de bajas iba en aumento.

Por ver si así levantaba el ánimo de la gente, el mando del “Bismarck” apeló ahora no a un rumor vago, sino a una noticia concreta: “Mañana temprano llegarán a auxiliamos varios remolcadores y ochenta aeroplanos”.

Hubo quienes se tragaron el anzuelo. Luetjens, en cambio, sabía a qué atenerse. En un último arranque de magnífica arrogancia, dirigió a Hitler el siguiente mensaje: “Combatiremos hasta quemar el último cartucho. ¡Viva el Führer, jefe de la escuadra!”

Hecho esto se desplomó. “Hagan lo que quieran. A mí, ¿qué?”, contestó con voz enloquecida a los que llamaban a la puerta de su cámara para pedirle órdenes.

A la mañana siguiente el cielo estaba encapotado. Soplaba un viento frío que rizaba, coronándola de blancas espumas, la gris superficie del mar. Dibujóse en el horizonte la silueta de los dos campeones de la Armada británica: el “Rodney” y el “George V”. Cuando estuvieron a unas 11 millas del “Bismarck” rompieron el fuego con sus cañones de 16 pulgadas. Después fueron acortando la distancia hasta reducirla a cosa de la mitad. Los proyectiles de una pieza de 16 pulgadas pesan 1.000 kilos y llevan una velocidad de media milla por segundo. A cada impacto de uno de ellos, el “Bismarck” retemblaba de la quilla a la perilla. No obstante, se sostuvo por algún tiempo, devolviendo andanada por andanada, hasta que un proyectil le inutilizó el mando de fuegos. Esto fue el principio del fin. Desde aquel momento, el “Bismarck” dejó de ser una formidable máquina de guerra eficazmente coordinada. Los artilleros continuaron disparando, por mando directo, los cañones de las torres, pero la puntería era loca.

El “Rodney” y el “George V” empezaron a acortar las distancias que los separaba del “Bismarck” hasta situarse a menos de dos millas. Disparando entonces con metódica precisión, colocaban certeramente todos y cada uno de los proyectiles en el blanco. Acribillado de ellos, el mástil del acorazado alemán semejaba fantástica trabazón de retorcidos sarmientos. Un nuevo impacto, cortándole casi a ras de la cubierta, hízolo caer con terrible estrépito. Ondeó sobre la chimenea rojo penacho de llamas. Una de las torres, al irse de lado, quedó con las mudas bocas de sus cañones vueltas hacia el cielo. Nunca se había dado el caso de que un barco de guerra lograra resistir fuego tan aniquilador sin irse a pique.

Pero aunque el “Bismarck” resistía aún, el ánimo y la disciplina de su dotación flaqueaban por completo. Los artilleros de una de las torres se insubordinaron y huyeron. El oficial que la mandaba, tras de haber vacilado unos instantes, huyó también. El comandante de otra torre mató a tiros a sus subalternos cuando éstos se negaron a obedecerle.

El acorazado escoraba lenta, pero continuamente, a babor. Entrándose por los boquetes abiertos por los proyectiles y por las hendiduras del blindaje, el agua iba inundando una cubierta después de otra. Unas veces formaba ávidos remolinos, otras gorgoteaba monstruosamente, pero siempre seguía, implacable e invasora, llenando el laberinto de cámaras y pasadizos del “Bismarck”. La gente que se hallaba encerrada en algunos de los compartimientos vio, sin poder escapar, que el agua les llegaba a la cintura, al pecho, a la boca. La que había en otros logró salir y se agolpó en tumultuoso apretujamiento en las escalerillas.

La cubierta superior era un infierno. Los proyectiles enemigos abrían enormes boquetes. La fuerza de las explosiones les arrancaba a los hombres la ropa. Aparecían dondequiera cadáveres ensangrentados. Los heridos, entre los cuales había muchos apenas salidos de la adolescencia, lanzaban gritos desgarradores.

Enloquecidos de terror, los que aún podían valerse trataron de buscar amparo bajo cubierta. Al intentarlo, dieron de frente con los que, huyendo de la inundación, llenaban ya las escalerillas. Trabóse entre los dos bandos violenta lucha, en la cual caían no pocos de los combatientes, arracimados de a tres y de a cuatro fuera de las escalerillas.

A todo esto el buque, al irse de banda, tenía la quilla casi a flor de agua. Gran parte de la gente se había lanzado ya al mar y braceaba entre las olas. Otra, deslizándose por la negra y reluciente comba del costado de estribor, se disponía a hacer otro tanto. Lentamente, con la proa levantada ahora hacia el cielo, el “Bismarck” se hundía en el océano.

Los barcos ingleses procedieron al salvamento de los enemigos que aún quedaban con vida. Cerca de un centenar de alemanes lograron asirse a los cabos que les tiraban. Hubo en este punto aviso de que se aproximaban submarinos alemanes. No hallándose dispuestos a que los sorprendieran allí inmóviles, los barcos ingleses se alejaron de aquellas aguas, en las que quedaban centenares de alemanes luchando, sin esperanza de salvación, entre las olas.

Los supervivientes del “Bismarck” tenían los ojos hundidos y, en general, el aspecto de gente que se hubiera visto sometida por meses enteros a crueles padecimientos. Aún después de varios días de reposo, durante los cuales se les administraron enérgicos reconstituyentes, parecían alelados. Casi no hablaban, ni siquiera unos con otros. Al verlos, acudía a la memoria la leyenda de los zombis de Haití, esos seres que, según la creencia popular, son “muertos que andan”.

En verdad, esos marinos alemanes acababan de pasar por la prueba más terrible de cuantas en la guerra pueden agotar la resistencia física de los hombres. Habían sentido derrumbárseles en el alma aquella confianza que les inculcaron desde niños y que era el fundamento de su vida: la confianza en que ellos, los alemanes, eran invencibles.

De “Harper's Magazine”.



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