43.Por qué se supo tarde la rendición de Alemania
Por Edward Kennedy
A PRINCIPIOS de abril de 1945 se desmoronaba rápidamente la resistencia alemana en el frente occidental. Fuerzas estadounidenses habían cruzado el Elba y los obstáculos en el camino de Berlín eran insignificantes; pero recibieron orden de retroceder para dar tiempo a que los rusos llegasen a la capital de Alemania.
El pueblo y los soldados estadounidenses consideraban todavía a los rusos como valerosos aliados; pero las relaciones oficiales entre Washington y Moscú estaban ya perturbadas por la manifiesta desconfianza y hasta hostilidad de los rusos. La política de los aliados occidentales se inspiraba en el convencimiento de que ganar la guerra sería estéril si sólo conducía a una nueva contienda con Rusia y cultivaba, por lo tanto, el apaciguamiento de Moscú. Se advirtió a los jefes militares aliados que evitasen hasta la mera apariencia de aprovechar la preferencia que los alemanes mostraban por las fuerzas occidentales sobre las rusas.
Tal era la delicada situación que existía cuando dos oficiales alemanes, el almirante Hans Georg von Friedeburg y el coronel Fritz Poleck, llegaron al cuartel general del mariscal de campo Montgomery el día 4 de mayo. Iban enviados por el gobierno del almirante Karl Doenitz —que había asumido el poder al morir Hitler— para negociar la rendición de lo que aún quedaba del Tercer Reich. Pero Montgomery carecía de facultades para entrar en arreglos con los comisionados y los remitió a Eisenhower, quien se encontraba en su cuartel general de avanzada en la ciudad de Reims.
El gabinete de Doenitz había huído a Flensburgo, ciudad situada en la frontera germano-danesa. Las tropas británicas invadieron a Flensburgo y el gobierno quedó prisionero, pero continuó ejerciendo sus funciones. La potente radioemisora de Flensburgo estaba manejada por los alemanes bajo la censura aliada.
Se notificó al almirante Friedeburg que el nuevo gobierno alemán tenía que autorizar inmediatamente la rendición incondicional a los aliados occidentales y a Rusia. Friedeburg transmitió la respuesta a Doenitz.
En la mañana del domingo 6 de mayo, los corresponsales escogidos para el caso nos reunimos en un pequeño aeródromo en las afueras de París y subimos a un avión que salió para Reims. Éramos 17 corresponsales que representábamos indirectamente, por medio de nuestras respectivas agencias de noticias, a casi todos los periódicos y estaciones de radio del mundo aliado.
Mientras nuestro avión volaba hacia el Nordeste el brigadier general Frank A. Allen, jefe de la división de relaciones públicas del Mando Supremo, nos advirtió que las negociaciones de rendición podían fracasar y que si tal cosa ocurría, los efectos de una noticia prematura serían desastrosos. En consecuencia exigió que cada uno de nosotros se comprometiese a “no comunicar los resultados de aquella conferencia ni siquiera el hecho de su celebración hasta que el cuartel general del Mando Supremo autorizase la información”. Di mi palabra con absoluta buena fe e intención de honrarla. Y la honré.
En Reims nos llevaron al cuartel general de avanzada del Mando Supremo que ocupaba el edificio de ladrillo rojo de una escuela técnica y nos dijeron que esperásemos en un salón de clase del piso bajo. Estuvimos esperando nueve horas. Allen nos visitó unas cuantas veces e hizo diversas declaraciones según iban cambiando los planes de los que conferenciaban en la planta alta. En una ocasión dijo que se retendría el envío de nuestras informaciones hasta tanto que los jefes de los gobiernos aliados hubieran hecho pública la noticia de la rendición.
Por fin, a las 2,41 de la madrugada del lunes 7 de mayo, se nos permitió subir a la habitación donde se celebraba la conferencia y presenciar la firma de la rendición incondicional por el coronel general Gustav Jodl, nuevo jefe del Estado Mayor del ejército alemán, y el almirante von Friedeburg. Otros colegas nuestros menos afortunados, que se habían enterado de lo que ocurría por indiscreciones del personal de relaciones públicas a las órdenes de Allen, trataban de entrar en calor pateando las aceras de Reims en la desapacible madrugada..., aunque varios oficiales del cuartel general se las arreglaron para que sus amigas del Cuerpo Auxiliar Femenino y la Cruz Roja se deslizasen en la estancia y presenciasen el acontecimiento histórico.
Cuando todos hubieron firmado —Bedell Smith por el mando Supremo, el general Francois Sevez por Francia, el general Iván Susloparov por la Unión Soviética y el almirante Sir Harold Burrough por la Gran Bretaña— nos hicieron volver al salón de clase para esperar la decisión final en cuanto al momento de enviar nuestros despachos. A eso de las cuatro de la madrugada Allen se presentó y nos dijo: “Señores, el general Eisenhower desea que la noticia se haga pública inmediatamente por los efectos que puede tener en ahorrar vidas; pero le han atado las manos en las altas esferas políticas y nada podemos hacer para remediarlo. Se ha decidido que el momento de la publicación sea las tres de la tarde del martes, hora de París”.
Volamos de retorno a París entre los fulgores oro pálido del sol mañanero de mayo. A las diez de aquella misma mañana el general Allen tuvo una entrevista con la prensa en el Hotel Scribe, cuartel general de la sección de relaciones públicas. Fue una reunión tormentosa. Los corresponsales a quienes se había impedido asistir al acto de la firma protestaron ruidosamente. La incomprensible decisión de retener la publicación de la noticia por treinta y seis horas nos tenía desazonados a todos.
Altos oficiales del cuartel general de la Fuerza Expedicionaria Aliada me dijeron que el aplazamiento había sido ordenado por Washignton a requerimiento de los rusos, que querían celebrar otra ceremonia “más formal” en Berlín. Aquello era muy raro. La rendición de Reims era incondicional y Rusia había participado plenamente en ella. Cualquier otra ceremonia carecería de sentido, salvo para fines de propaganda soviética.
Ilustración 30: Montgomery recibe a los plenipotenciarios alemanes
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Por dondequiera corrían los rumores del fin de la guerra y la extrañeza de que no se hubiese hecho público. Los periódicos parisienses de mediodía publicaban despachos de Londres en los cuales se decía que se estaban instalando altavoces en el número 10 de Downing Street y que Inglaterra esperaba solamente la publicación formal. Los soldados aliados en los frentes habían recibido comunicación oficial.
Por mi parte estaba convencido que si la orden de publicación no venía pronto, la noticia escaparía por algún otro conducto. Así ocurrió a las 2,03 de la tarde, hora de París. El conde von Krosigk, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno Doenitz en Flensburgo, hizo pública la rendición incondicional en una emisión radiada al mundo entero y dirigida a los “hombres y mujeres alemanes”.
Sabía yo que el gobierno de Doenitz no podía radiar la noticia sin consentimiento del Mando Supremo. Era evidente que el mismo cuartel general de la Fuerza Expedicionaria Aliada había quebrantado la consigna.
Intenté hablar por teléfono con el general Allen, pero me dijeron que estaba ocupadísimo y no podía recibirme. Acudí a la oficina del teniente coronel Richard H. Merrick, jefe de la censura estadounidense, y le enseñé el texto de la emisión de Flensburgo.
—Nada puedo hacer —me dijo—. Obedezco órdenes superiores. Yo había prometido guardar silencio “hasta que la noticia fuese hecha pública por el cuartel general del Mando Supremo”. En consecuencia, participé a Merrick que habiendo el Mando Supremo hecho pública la noticia por conducto de los alemanes, no me sentía obligado a mantener el silencio por más tiempo.
—Haga usted lo que quiera —me contestó.
Naturalmente le era imposible concebir que un corresponsal lograra enviar un despacho a través de la cortina de hierro que la censura creía haber tendido en torno al teatro europeo de guerra.
No fue el deseo de adelantarme con una información exclusiva lo que me impulsó inexorablemente a tomar aquella decisión, sino el convencimiento de que mi deber era dar la noticia. Aquello era un caso claro de censura política en violación flagrante del principio cardinal de la censura estadounidense, que la limita a materias de estricta seguridad militar. Nunca me he arrepentido de mi decisión.
Sabía que me era posible hablar con nuestra oficina de Londres utilizando el teléfono militar. Todo el mundo podía pedir “París, Comunicación Militar” desde el Hotel Scribe y lograr comunicación con cualquier teléfono de Londres. Cualquier agente enemigo en París pudo haber utilizado este procedimiento. El hecho de que el cuartel general de las Fuerzas Estadounidenses dejase abierta esta rendija en su organización, que se suponía hermética, es algo que sólo los militares pueden explicar.
Ilustración 31: La firma de la rendición alemana, en Reims
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Puntualicé todos los detalles esenciales del acontecimiento de Reims —hasta donde era preciso— para hacer patente que no se trataba de un rumor sino del relato auténtico de un testigo ocular; que aquella era la noticia que el mundo estaba esperando.
—Bueno, ahora veremos lo que pasa —dije a algunos miembros de mi personal—. Tal vez no me dejen seguir entre ustedes mucho tiempo.
La tormenta sobrevino rápidamente. El general Allen suspendió las actividades de la Prensa Asociada en todo el teatro europeo. Hasta nuestros teléfonos de redacción quedaron incomunicados. Llovían mensajes de las otras agencias de noticias preguntando por qué no habían recibido ellas la noticia.
Mi despacho fue publicado y radiado en todo el mundo y dio lugar a gigantescas manifestaciones de júbilo. El mismo cuartel general de las Fuerzas Aliadas lo difundió por Europa en veinte idiomas desde la estación emisora del Alto Mando.
La suspensión impuesta por Allen a la Prensa Asociada ocasionó un bombardeo de protestas en los Estados Unidos. La autoridad militar no sólo había castigado a la Prensa Asociada sino a todos los periódicos y estaciones de radio que recibían sus noticias y a sus lectores y oyentes —precisamente cuando tenían vital interés en recibir noticias del teatro europeo de guerra. Se condonó el castigo a la Prensa Asociada, pero mi suspensión como corresponsal de guerra continuó en vigor.
Entonces marché a los Estados Unidos. Al llegar me encontré con que había estallado un violento debate nacional sobre la ética de mi acción, pero la superioridad de las opiniones a mi favor era abrumadora. La gran masa del público estadounidense opinaba que, puesto que la guerra había terminado, tenía derecho a saberlo.
Inmediatamente procuré que se me sometiese a un juicio imparcial en la confianza de salir reivindicado. Pedí al Ministerio de Guerra una explicación de cómo se había hecho la emisión de Flensburgo. La respuesta se demoró un año, pero por fin conseguí lo que deseaba; una declaración firmada por Bedell Smith, jefe de Estado Mayor del Mando Supremo, que decía:
“Ludwig Schwerin von Krosigk hizo pública oficialmente la rendición incondicional de Alemania en una emisión radiada desde Flensburgo al pueblo alemán y al mundo entero. Este anuncio se hizo obedeciendo órdenes del cuartel general del Mando Supremo de que se informase a las tropas alemanas por todos los medios posibles del hecho de la rendición y se les mandase cesar en la resistencia.”
El mismo cuartel general de la Fuerza Aliada Expedicionaria no sólo había autorizado la publicación de la noticia antes de la hora “oficialmente” fijada sino que había ordenado hacerlo así.
El resto fue fácil. El senador Sheridan Downey presentó hechos y pruebas al general Eisenhower, quien después de revisar el caso me devolvió mis credenciales de corresponsal de guerra. Por fin mi hoja de servicios quedaba limpia.
Los acontecimientos que siguieron mostraron el verdadero sentido de la ceremonia de rendición que pusieron en escena los rusos. Fue el primer paso de Moscú en la postguerra contra las potencias occidentales. El propósito de los rusos al pedir el aplazamiento de la publicación era ganar tiempo para organizar una ceremonia teatral en las ruinas de la capital alemana. Para que la rendición de Berlín pareciese ser la auténtica pidieron que se retrasase la noticia del acontecimiento de Reims hasta unas horas después de la representación de Berlín. Rechazóse esta pretensión, pero Truman y Churchill —este último a regañadientes y solamente obedeciendo a la presión de Washington— consintieron en retrasar aquella noticia, que los pueblos aliados tenían derecho a conocer, hasta que se celebrase la reunión de Berlín. Fue una concesión política que pudo haber costado vidas aliadas si el mismo cuartel general de la Fuerza Aliada Expedicionaria no la hubiese violado. Fue una de las decisiones incomprensibles del presidente Truman, una medida de apaciguamiento del período Yalta-Potsdam.
La prensa controlada del Soviet nunca ha publicado una palabra sobre la rendición verdadera de Reims. Al otro lado de la cortina de hierro la inmensa mayoría de la gente cree que el ejército rojo, con muy poca ayuda de los ejércitos de occidente, hizo rendirse a los alemanes. Esta falsa información puede influir sobre la buena disposición con que esas gentes vayan a una guerra futura.
La acción rusa estaba completamente de acuerdo con el concepto soviético de la Prensa como instrumento de propaganda; nuestra fue la culpa si caímos en la trampa.
De “The Atlantic Monthly”.
Este libro se acabó de imprimir el 7 de Febrero de 1963 en la imprenta Weiss Lithograph Co. de Miami, Florida. Se tiraron 100,000 ejemplares.
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