Por La Condesa De Waldeck
EL GENERAL Erwin Rommel tenía cuarenta y nueve años cuando alcanzó fama universal como jefe de la Séptima División Panzer durante la arrolladora embestida de los alemanes a través de Francia en mayo de 1940. Dos años más tarde, cuando el “Afrika Korps”, que mandaba, avanzó hasta menos de 100 kilómetros de Alejandría, su nombre era popular en todos los rincones del mundo. Aquel año Hitler lo hizo mariscal de campo, y una encuesta pública de la opinión inglesa lo proclamó el general más hábil de la guerra.
Cuando los “tommies” del Octavo Ejército Británico, que luchó contra él en África hablaban de “hacer un Rommel”, querían decir hacer algo estupendamente. Su astucia y su genio improvisador le valieron el apodo de “la zorra del desierto”. En cierta ocasión, viéndose gravemente amenazado por el avance de los ingleses, consiguió ahuyentarlos amedrentados haciéndoles creer que disponía de fuerzas superiores. Sabedor de que la Real Fuerza Aérea fotografiaba a diario las líneas alemanas, ordenó que todos los vehículos disponibles circulasen sin parar uno tras otro durante dos noches consecutivas por la zona circundante del desierto. Las fotografías aéreas y la propaganda alemana llevaron a los ingleses a exagerar las fuerzas de Rommel y se retiraron.
En otra ocasión estaba dando órdenes de atacar cuando le dijeron que solamente había disponibles seis tanques. “¡Entonces ataque con arena!”, tronó Rommel. Momentos después hasta el último vehículo del cuerpo estaba corriendo en círculo dentro de un espacio de pocos kilómetros. Entre el inmenso torbellino de arena y polvo que se levantó, los seis tanques dispararon a ciegas sobre el enemigo. Creyéndose atacados por toda una división de “panzers”, los ingleses huyeron.
Rommel poseía una cualidad que pudiera llamarse atractivo militar. Estaba en su manera garbosa de ladearse la gorra; estaba en su fina astucia de campesino. Para los soldados, que le veían sacar el cuerpo fuera de la torrecilla del tanque en el frente de combate, era el dios de las batallas. “Quédese junto a mí —dijo en cierta ocasión a uno de sus oficiales cuando ambos estaban bajo el fuego enemigo— A mí nunca me pasa nada”. Pero algo le pasó, por fin.
¿Cuáles fueron las circunstancias por tanto tiempo encubiertas de su misteriosa muerte? Según la versión oficial alemana murió a consecuencia de heridas que recibiera cuando su automóvil de mando fue ametrallado cerca de la villa de Livarot, al Sur de El Havre, en los días de la invasión de Normandía. Pero la verdad es mucho más dramática —y más reveladora.
Fue durante las batallas desfavorables de la campaña de África cuando Rommel se dio cuenta por vez primera del desprecio profundo que Hitler sentía por el ser humano. Rommel sabía que la campaña estaba irremisiblemente perdida a causa de la falta de gasolina y armamento de los alemanes y del poder ofensivo grandemente reforzado de los ingleses. En consecuencia, pidió a Hitler que retirase las tropas alemanas por ser el único medio de salvar la vida de miles de soldados.
Hitler le contestó furioso: “¡Hay que triunfar o morir!”
“Yo no morí ni triunfé”, comentó secamente Rommel algún tiempo después.
Antes de la rendición de Túnez, en mayo de 1943, Hitler había ordenado el regreso a Alemania de Rommel para que formase parte del séquito del Führer y evitar así que su nombre se identificara con la derrota.
Los meses siguientes fueron amargos. Rommel nunca había pertenecido al Partido Nazi ni jamás se le condecoró con su áureo emblema. Preocupado con su propio engrandecimiento, había ignorado hasta entonces las matanzas en masa, los trabajadores esclavos, los campos de concentración, el terror de la Gestapo en los países ocupados. Ahora estaba horrorizado por lo que los nazis habían llevado a cabo en nombre del pueblo alemán. “Yo hice la guerra honradamente —decía—, pero los nazis me han mancillado el uniforme”. Más adelante, cuando Hitler hizo circular la famosa orden de fusilar rehenes en la proporción de doce a uno, Rommel fue uno de los pocos jefes militares alemanes que la tiró al cesto de los papeles.
Lo que más dolía a Rommel era haber llegado por fin a la certeza de que Hitler arrastraría con él a Alemania entera al abismo, antes que rendirse.
Para mantener la confianza del pueblo e impresionar a los aliados, Hitler encomendó a Rommel el mando de las fuerzas de tierra contra la invasión de Normandía. El mariscal previó muy pronto que no sería posible rechazar una invasión aliada en gran escala con los medios desesperadamente escasos de material y tropas que tenía a su disposición. En abril de 1944 conferenció con el general Karl Heinrich von Stülpnagel, comandante militar de Francia y uno de los cabecillas de la resistencia alemana contra Hitler, sobre los medios y arbitrios de terminar cuanto antes la guerra en occidente y derrocar el régimen nazi.
Con la esperanza de conseguir condiciones un poco mejores que la rendición incondicional proclamada por los aliados, Rommel quería proponer un armisticio a Eisenhower y Montgomery sin que Hitler lo supiera. Su oferta fundamental consistía en que las tropas germánicas se retirasen detrás de la frontera occidental de Alemania. En compensación, los aliados suspenderían inmediatamente el, bombardeo de ciudades alemanas. En el Este, sin embargo, los alemanes continuarían luchando en un frente reducido —Rumania, Lemberg, el Vístula, Memel— “para defender la civilización occidental”.
Ilustración 7: Rommel en África
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Rommel propuso que algunas unidades “panzers”, en las cuales tenía confianza, se apoderasen de Hitler y que el Führer fuese juzgado por un tribunal alemán. No creía conveniente matar a Hitler sin formación de causa y elevarlo así a la categoría de mártir.
Mientras tanto, enormes contingentes aliados se habían acumulado en las costas de Normandía, y Rommel envió el 15 de julio de 1944 un ultimátum a Hitler pidiendo la inmediata iniciación de negociaciones de armisticio. Dio a Hitler cuatro días para contestar.
En el atardecer del 17 de julio, Rommel, que regresaba del frente, llegó a las afueras de Livarot. Repentinamente dos aviones con marcas inglesas se lanzaron hacia él directamente. Uno de ellos, volando a pocos metros de tierra, ametralló el lado izquierdo del automóvil. Rommel fue lanzado sin sentido fuera del vehículo. Cuando estaba tendido en la carretera, el segundo aeroplano descendió muy bajo y abrió fuego. Rommel resultó herido de tanta gravedad —el cráneo fracturado, dos fracturas en la sien, un pómulo roto, una lesión en el ojo izquierdo, conmoción cerebral— que los médicos dudaron que saliera con vida.
Y por extraño que parezca, no existe en los archivos de la Real Fuerza Aérea informe alguno referente al ametrallamiento de un automóvil aislado cerca de Livarot a aquella hora del 17 de julio. ¿Acaso era esa la respuesta de Hitler al ultimátum?
En todo caso era el primero de dos graves reveses que sufrió el complot antinazi. El segundo ocurrió el 20 de julio. Fue la “Operación Valkyr”, una conspiración de jefes del ejército alemán y elementos civiles antinazistas para asesinar a Hitler (en cuyos preparativos intervino previamente Rommel arrastrado por von Stülpnagel). Esta conspiración erró el blanco en el cuartel general del Führer en Prusia. La bomba estalló a dos metros de Hitler, destrozó el edificio, hirió a diez hombres y mató a tres. Pero Hitler salió ileso milagrosamente.
La venganza nazi persiguió a los conspiradores. Los que fueron capturados perecieron en la horca.
A fines del verano, Rommel se encontraba perfectamente restablecido. Excepción hecha de cierta parálisis parcial del ojo izquierdo, estaba como nuevo.
El 14 de octubre se levantó temprano en su villa de Herrlingen, cerca de Ulm, para recibir a su hijo Manfred, muchacho de dieciséis años que venía a casa en disfrute de una breve licencia del Ejército. Pero otro visitante menos bienvenido se presentó al mediodía. Una llamada telefónica recibida la noche anterior había hecho saber a Rommel que el general Burgdorf iría a verlo enviado por el Führer para tratar con él lo referente a “su nombramiento para un nuevo mando”. El mariscal dijo a Manfred durante el desayuno: “Esta visita de Burgdorf bien podría ser un lazo”.
Ilustración 8: Entierro de Rommel
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A las doce en punto llegó el general Burgdorf acompañado del general Maisel. Rommel, su esposa e hijo acogieron a los visitantes.
Estos besaron la mano a la dama. Cambiaron los habituales lugares comunes sobre el precioso tiempo otoñal y la salud de todos los presentes, sin olvidar el espléndido restablecimiento del mariscal. Luego, Frau Rommel y Manfred se retiraron.
Poco después de la una, Rommel subió a la habitación de su esposa. —¿Qué ocurre? —exclamó Frau Rommel, alarmada por el rostro de su marido.
—Dentro de un cuarto de hora estaré muerto —contestó Rommel ensimismado, como si paladeara las palabras para hallarles su sentido.
Luego explicó rápidamente que las declaraciones de von Stülpnagel (que había sido ahorcado después que perdió la vista en un intento de suicidio) no habían dejado duda alguna sobre la participación de Rommel en el complot del 20 de julio. En consecuencia, Hitler le permitía escoger entre morir envenenado inmediatamente o ser enjuiciado por un tribunal popular. Los dos generales le habían hecho saber claramente que si optaba por ser enjuiciado se tomarían represalias en Frau Rommel y Manfred; mientras que si aceptaba el envenenamiento, su familia quedaría perdonada y recibiría los honores y emolumentos correspondientes a los deudos de un mariscal de campo alemán. El Führer estaba decidido a ocultar a la nación alemana que el más popular de sus generales había conspirado para derrocarlo y hacer la paz.
Burgdorf le había expuesto con monstruosa precisión los últimos y acabados detalles del plan. Mientras el automóvil los llevaba a Ulm le sería entregado el veneno. Tres segundos después estaría muerto. Su cuerpo sería entregado en un hospital de Ulm. Se haría saber al mundo entero que había muerto repentinamente por efectos tardíos de las heridas sufridas el 17 de julio.
En aquella habitación del piso alto, Rommel pudo participar los detalles del diabólico plan a otras dos personas —el capitán Aldinger, que era su ayudante, y Manfred. Luego los tres bajaron al entresuelo.
Rommel se dejó poner el capote gris, luego se puso la gorra garbosamente como de costumbre. Manfred y Aldinger le alcanzaron los guantes y el bastón. Entonces se encaminó al automóvil donde esperaban sus asesinos, y el coche se puso en marcha.
En todos los anales del Tercer Reich no existe escena que dé mejor idea del clima psicológico a favor del cual prosperó Hitler. En esta ocasión no se trataba de un pobre judío indefenso en manos de la Gestapo. Era todo un mariscal de campo alemán, gloria del ejército, famoso en el mundo entero por su valor y su astucia. Sin embargo, este hombre se dejaba llevar mansamente a la muerte.
¿Cómo no hubo ninguno en la casa que empuñase un arma y diera cuenta de los dos generales? Tal vez no habría salvado a Rommel y probablemente hubiera acarreado la muerte de todos, pues más tarde se supo que habían sido apostados en las proximidades algunos automóviles con guardias de asalto. Pero un episodio dramático tan señalado hubiera deshecho el plan hitleriano de ocultar que el más popular de sus generales había conspirado contra él. Pudiera haber sido la chispa que prendiera una revuelta general. Pero al parecer los alemanes de toda condición estaban tan aturdidos por el terror del régimen que eran incapaces de concebir semejante gesto.
A la 1,25 los generales Burgdorf y Maisel entregaron a Rommel en un hospital de Ulm. Ya estaba muerto. El médico director propuso hacer la autopsia, pero Burgdorf replicó al punto: “No toquen el cuerpo. Berlín lo ha dispuesto todo”.
Lo que ocurrió exactamente durante aquel paseo en automóvil será probablemente un misterio insoluble. Burgdorf murió con Hitler en el bunker de la cancillería del Reich. Maisel, que todavía está prisionero en la zona estadounidense de Alemania, y el conductor, que pertenecía a las tropas de asalto, insisten en que les hicieron dejar el coche por un momento, y que cuando volvieron encontraron a Rommel moribundo.
En los funerales oficiales del 17 de octubre, el cortejo en el que figuraban varios jefes nazis y altos funcionarios del régimen se condujo con solemne pompa. El mariscal de campo von Rundstedt pronunció el elogio fúnebre en nombre de Hitler. Frau Rommel, pálida y ceñuda, había rechazado el brazo de Rundstedt. Profunda tensión parecía a punto de quebrar las buenas maneras convencionales. Pocos de entre los presentes sabían, sin embargo, a ciencia cierta, que asistían al último acto de un asesinato.
De “Forum”.
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